Nuevas noches árabes

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—Yo soy mucho más disciplinado —dijo el príncipe, un poco más animado—. Habrá notado que ya vuelvo a ser dueño de mis actos. Así que permita que le pregunte qué debo hacer ahora.

—Baje usted por la banqueta izquierda del Strand en dirección a la City hasta encontrarse con el caballero que acaba de salir de la sala. Él le dará más instrucciones; tenga la amabilidad de obedecerlo: esta noche la autoridad del club reside en su persona. Y ahora —añadió el presidente—, le deseo un paseo muy agradable.

Florizel le dio las gracias con un gesto extraño y se despidió. Atravesó el salón, donde la mayoría de los jugadores seguía bebiendo champaña, parte de la cual había pedido y pagado él mismo, y se sorprendió maldiciéndolos de corazón. Se puso el sombrero y el abrigo en la oficina, y escogió su paraguas de entre los que había en el rincón. La familiaridad de aquellos actos y la idea de que era la última vez que los hacía lo hizo soltar una carcajada que sonó de modo desagradable en sus oídos. Se le quitaron las ganas de salir de la oficina y se volvió hacia la ventana. La oscuridad y los faroles lo devolvieron a la realidad.

“¡Vamos, vamos! Tengo que comportarme como un hombre y salir de aquí”, pensó.

En la esquina de Box Court, tres hombres se abalanzaron sobre el príncipe Florizel y lo metieron sin mayores ceremonias en un carruaje, que partió de ahí al galope. Dentro había otro ocupante.

—¿Perdonará mi celo, su alteza? —preguntó una voz bien conocida.

El príncipe abrazó al coronel, lleno de alivio.

—¿Cómo podré agradecérselo? —gritó—. ¿Y cómo se las arregló? —aunque estaba dispuesto a ir al encuentro de la muerte, no cabía en sí de gozo al verse obligado a ceder a una violencia amistosa y volver así a la vida y la esperanza.

—Puede agradecérmelo con creces —replicó el coronel— al evitar estos peligros en el futuro. Y en cuanto a la segunda pregunta, todo se organizó en forma muy sencilla. Lo arreglé esta misma tarde con un famoso detective. Me prometió guardar el secreto y le pagué por ello. Sus propios criados intervinieron en el asunto. La casa de Box Court es vigilada desde el anochecer, y éste, que es uno de los carruajes de su alteza, lleva casi una hora esperándolo.

—¿Y qué fue del miserable que debía asesinarme…? —inquirió el príncipe.

—Ordené que lo maniataran en cuanto salió del club —respondió el coronel—, y ahora espera su sentencia en palacio, donde no tardará en reunirse con sus cómplices.

—Geraldine —dijo el príncipe—, me ha salvado contra mis órdenes explícitas, e hizo bien. No sólo le debo la vida, sino también una lección, y sería indigno de mi rango si no me mostrara agradecido con mi maestro. Elija usted la manera.

Se hizo una pausa, durante la cual el carruaje siguió recorriendo las calles a toda velocidad y los dos hombres se sumieron en sus propias reflexiones. El silencio fue roto por el coronel Geraldine.

—Su alteza —dijo—: ya tiene muchos prisioneros. Hay al menos un criminal entre ellos con quien habría que hacer justicia. Nuestro juramento nos impide recurrir a la policía y, aunque no estuviera de por medio el juramento, la discreción también lo evitaría. ¿Puedo preguntar cuáles son las intenciones de su alteza?

—Está decidido —respondió Florizel—: el presidente debe caer en duelo. Sólo falta escoger a su adversario.

—Su alteza me ha permitido escoger mi recompensa —dijo el coronel—. ¿Permitirá que designe a mi propio hermano? Es una misión honorable, y me atrevo a asegurarle que el muchacho sabrá salir airoso de ella.

—Me pide un favor poco atractivo —repuso el príncipe—, pero no puedo negarle nada.

El coronel le besó la mano con el mayor afecto, y en ese momento el carruaje pasó por debajo del arco de la entrada de la majestuosa residencia del príncipe.

Una hora después Florizel, de uniforme y luciendo todas las órdenes y condecoraciones de Bohemia, recibió a los miembros del Club de los Suicidas.

—Gente malvada e irreflexiva —dijo—, todos los que se han visto empujados a estos excesos por la mala suerte recibirán un empleo remunerado de mis funcionarios. Aquellos que sufren por sentirse culpables necesitarán recurrir a alguien mucho más poderoso y generoso que yo. Todos me inspiran lástima, mucha más de lo que imaginan; mañana me relatarán su historia y, cuanto más sinceros sean, mejor podré poner remedio a su desgracia. En cuanto a usted —añadió, volviéndose hacia el presidente—, si le ofreciera mi ayuda a alguien con sus aptitudes, no haría más que ofenderlo; sin embargo, tengo una propuesta. Éste —dijo, poniendo una mano en el hombro del joven hermano del coronel Geraldine— es uno de mis oficiales que quiere hacer un viaje por Europa, y le pido, como favor personal, que lo acompañe. ¿Sabe manejar bien la pistola? —prosiguió, cambiando de tono—. Porque podría tener que recurrir a ella. Cuando dos hombres viajan juntos, es mejor estar preparado para todo. Permítame añadir que, si por casualidad perdiera al joven Geraldine por el camino, siempre contaré con otro miembro de mi casa dispuesto a acompañarlo; tengo fama de contar con una vista y un brazo muy largos, señor presidente.

Con tales palabras, pronunciadas en tono muy severo, el príncipe Florizel concluyó su discurso. A la mañana siguiente, atendió a los miembros del club con su munificencia, y el presidente emprendió su viaje bajo la supervisión del señor Geraldine y un par de hábiles lacayos, bien entrenados en la casa del príncipe. No contento con eso, hizo que sus agentes tomaran discretamente posesión de la casa de Box Court, a fin de que las cartas y visitas al Club de los Suicidas o a sus empleados fueran supervisadas por él en persona.

Aquí —afirma el autor árabe— concluye la “Historia del joven de los pasteles de crema”, que hoy es un acomodado propietario de Wigmore Street, Cavendish Square. Por razones obvias, no daremos el número. Quienes estén interesados en seguir las aventuras del príncipe Florizel y el presidente del Club de los Suicidas, pueden leer la “Historia del médico y el baúl”.

HISTORIA DEL MÉDICO Y EL BAÚL


SILAS Q. SCUDDAMORE era un joven estadounidense de temperamento sencillo e inofensivo, lo cual decía mucho a su favor si se considera que era oriundo de Nueva Inglaterra, una región del Nuevo Mundo no del todo famosa por esas cualidades. Pese a ser considerablemente rico, anotaba cada uno de sus gastos en una pequeña agenda y se dedicaba a estudiar los encantos de París desde el séptimo piso de uno de los hoteles del Barrio Latino. Su tacañería tenía mucho de costumbre y su virtud, famosa entre sus socios, se debía sobre todo a su modestia y juventud.

La habitación contigua a la suya estaba ocupada por una señora de aspecto atractivo y atuendo elegante, a quien, a su llegada, él tomó por una condesa. Con el tiempo se enteró de que era conocida por el nombre de madame Zéphyrine y de que fuera cual fuera, su posición social no era la de alguien con título nobiliario. Madame Zéphyrine, probablemente con la esperanza de seducir al joven estadounidense, trataba siempre de impresionarlo al cruzarse con él en las escaleras mediante una educada inclinación de cabeza, alguna que otra palabra amable y una mirada arrebatadora de sus ojos negros; luego desaparecía entre el frufrú de la seda, al tiempo que exhibía un pie y un tobillo admirables. No obstante, lejos de animar al señor Scuddamore, aquellos avances lo sumían en el abatimiento y la timidez más profundos. Varias veces ella fue a pedirle una lámpara o se disculpó por los supuestos estragos cometidos por su perrito faldero; sin embargo, la boca se le sellaba al joven en presencia de un ser tan superior, olvidaba el francés que sabía y apenas acertaba a mirarla con ojos asustados y balbucir hasta que ella se retiraba. La superficialidad de tales relaciones no era un óbice para que él dejara caer indirectas de carácter un tanto presuntuoso cuando se sentía a salvo, a solas con otros hombres.

La habitación al otro lado del cuarto donde se alojaba el estadounidense —en aquel hotel había tres por planta— estaba ocupada por un viejo médico inglés de reputación más bien dudosa. El doctor Noel, pues así se llamaba, se había visto obligado a irse de Londres, donde contaba con una nutrida clientela, y se rumoreaba que la culpable de aquel cambio de aires había sido la policía. El caso es que, pese a que en otra época fue un personaje relativamente conocido, ahora llevaba una vida sencilla y solitaria en el Barrio Latino y dedicaba la mayor parte del tiempo al estudio. El señor Scuddamore lo había conocido y, de vez en cuando, ambos cenaban con frugalidad en un restaurante al otro lado de la calle.

Silas Q. Scuddamore tenía muchos pequeños vicios, no demasiado reprobables, que no se recataba en satisfacer mediante diversos procedimientos más o menos dudosos. La principal de sus debilidades era la curiosidad. Se trataba de un chismoso nato y la vida, sobre todo en aquellas parcelas donde tenía menos experiencia, le interesaba con pasión. Era un preguntón impertinente e incansable, y planteaba sus cuestiones con tanta pertinacia como indiscreción: cuando llevaba una carta al correo, lo habían visto sopesarla en la mano, darle vueltas y vueltas, y estudiar con cuidado la dirección, y cuando descubrió una grieta en el tabique que separaba su habitación de la de madame Zéphyrine, en lugar de taparla, la agrandó y utilizó como mirilla para espiar a su vecina.

Un día, a finales de marzo, quiso satisfacer una curiosidad siempre en aumento y agrandó un poco más el agujero para dominar otro rincón de la habitación. Esa noche, cuando se disponía a espiar los movimientos de madame Zéphyrine, como de costumbre, lo sorprendió notar que la abertura estaba oscurecida de un modo extraño por el otro lado, y se sintió aún más confundido cuando retiraron de pronto el obstáculo y una risita llegó hasta sus oídos. Algún trozo de yeso había traicionado su secreto y ahora la vecina le devolvía la broma con otra similar. El señor Scuddamore sintió un disgusto profundo, criticó sin piedad el comportamiento de madame Zéphyrine e incluso se culpó a sí mismo. No obstante, cuando descubrió al día siguiente que ella no había tomado medida alguna para privarlo de su pasatiempo favorito, siguió aprovechándose de su descuido y satisfaciendo su curiosidad ociosa.

 

Ese mismo día, madame Zéphyrine recibió una larga visita de un hombre alto y corpulento, de unos cincuenta años, a quien Silas jamás había visto. Su traje de tweed y su camisa de color lo identificaban como inglés no menos que sus patillas pobladas, y a Silas le produjeron escalofríos sus ojos grises y obtusos. Se pasó haciendo muecas a lo largo de la conversación, llevada a cabo entre susurros. Más de una vez, el joven de Nueva Inglaterra tuvo la impresión de que sus gestos señalaban a su habitación aunque, por más atención que prestó, lo único que oyó con claridad fue esta observación hecha por el inglés en un tono algo agudo, como en respuesta a alguna duda o discrepancia:

—He estudiado sus gustos hasta el último detalle y le reitero que usted es la única mujer de esa clase a la que puedo recurrir —en respuesta a lo cual madame Zéphyrine suspiró y pareció resignarse como quien se somete a una superior falta de razón.

Esa tarde taparon por fin el observatorio, al colocar un armario por el otro lado, y cuando Silas seguía lamentándose por el infortunio, que atribuía a una perversa sugerencia del inglés, el conserje le llevó una carta que, era obvio, había sido escrita por una mujer. Redactada en un francés de ortografía no demasiado rigurosa, carecía de firma e invitaba en términos muy animosos al joven estadounidense a presentarse en cierto lugar del salón de baile Bullier a las once en punto de esa misma noche. La curiosidad y la timidez libraron una larga batalla en su interior: a veces era todo virtud, a veces todo fuego y atrevimiento, y el resultado fue que, mucho antes de las diez, Silas Q. Scuddamore se presentó impecablemente vestido en la puerta del salón de baile Bullier y pagó el dinero de entrada con la sensación no por completo desagradable de que cometía una diablura temeraria.

Era época de carnaval, por lo que el salón se hallaba abarrotado y había mucho ruido. Las luces y el gentío acobardaron al principio a nuestro joven aventurero, pero luego se le subieron a la cabeza y le infundieron más valor del que le resultaba habitual. Se sintió capaz de enfrentarse al propio diablo y avanzó por el salón con el paso decidido de un triunfador. Mientras se pavoneaba de aquel modo, vio a madame Zéphyrine y a su amigo inglés, que conversaban detrás de una columna. Enseguida lo dominaron unos deseos felinos de escucharlos a hurtadillas. Se acercó más y más por detrás a la pareja, hasta que alcanzó a oír lo que decían.

—Es ese hombre —decía el inglés—, el de ahí… el rubio de cabello largo que habla con la chica de verde.

Silas identificó a un joven muy apuesto de escasa estatura, que sin duda era de quien hablaban.

—De acuerdo —dijo madame Zéphyrine—. Haré lo que pueda, pero tenga presente que incluso la mejor podría fracasar en un asunto como éste.

—¡Tonterías! —replicó su compañero—. Yo respondo del éxito. ¿Acaso no la escogí entre otras treinta? Vaya usted, aunque no se fíe del príncipe. No comprendo qué condenada coincidencia lo trajo aquí esta noche. ¡Como si no hubiera en París una docena de salones de baile mucho más dignos de él que este bullicio de estudiantes y dependientes! ¡Mírelo ahí sentado! ¡Parece más un emperador en su palacio que un príncipe de vacaciones!

Silas volvió a estar de suerte. Reparó en una persona más bien robusta y muy apuesta, de porte elegante y cortés, sentada a una mesa con otro joven muy elegante al que sacaba varios años y que le hablaba con evidente deferencia. La palabra “príncipe” rechinó en los oídos republicanos de Silas, y el aspecto de la persona que ostentaba ese título ejerció la habitual fascinación sobre él. Dejó a madame Zéphyrine y al inglés que cuidaran la una del otro, y se abrió paso entre la gente para acercarse a la mesa que el príncipe y su acompañante se habían dignado escoger.

—Le digo, Geraldine —explicaba el primero—, que es una locura. Usted mismo, me alegra esta oportunidad de recordárselo, escogió a su hermano para una misión tan peligrosa, y tiene el deber de supervisar su conducta. Primero consintió en quedarse todo este tiempo en París, y ésa ya fue una imprudencia, tomando en cuenta el carácter del hombre con quien necesita habérselas; y ahora, cuando quedan menos de cuarenta y ocho horas para su partida, cuando faltan dos o tres días para la prueba decisiva, dígame: ¿le parece éste el sitio más indicado para pasar el rato? Debería estar practicando en una galería de tiro, dormir bien y hacer un ejercicio moderado, seguir una dieta rigurosa y dejarse de vino blanco y brandy. ¿Acaso cree que se trata de una broma? El asunto es muy serio, Geraldine.

—Conozco demasiado al muchacho para entrometerme —replicó el coronel— y lo bastante para no preocuparme. Es más cauto de lo que imagina y de espíritu indomable. Si se tratara de una mujer, yo no diría tanto, pero le confié al presidente y a los dos lacayos sin dudarlo un instante.

—Me alegra oírselo decir —repuso el príncipe—, pero sepa usted que sigo intranquilo. Esos criados son espías bien entrenados y, no obstante, ¿no ha conseguido ese criminal eludir tres veces su vigilancia y pasar varias horas seguidas dedicado a asuntos privados y, con mucha probabilidad, peligrosos? Un aficionado podría haber perdido su pista por accidente, pero que les sucediera a Rudolph y Jérome sólo es prueba de que ocurrió adrede, por parte de un hombre con motivos poderosos y medios excepcionales.

—Me parece que ahora se trata de un asunto entre mi hermano y yo —objetó Geraldine en un tono que sonó ligeramente ofensivo.

—Y yo permito que así sea, coronel Geraldine —rebatió el príncipe Florizel—. Tal vez por eso mismo debería mostrarse más dispuesto a aceptar mis consejos, pero basta: esa chica de amarillo baila muy bien.

Y la conversación derivó hacia las cuestiones habituales de un salón de baile parisiense en época de carnaval.

Silas recordó dónde estaba y que se acercaba la hora en que tendría que ir al lugar de la cita. Cuanto más lo pensaba, menos le gustaba la idea, y como en ese momento un remolino en la muchedumbre lo empujó hacia la salida, se dejó arrastrar sin oponer resistencia. El remolino lo arrojó a un rincón debajo de la galería, donde oyó la voz de madame Zéphyrine. Hablaba en francés con el joven de los rizos rubios a quien había señalado el desconocido inglés hacía menos de media hora.

—Si no estuviera en juego mi reputación —dijo—, no pondría más condiciones que las impuestas por mi corazón. Sin embargo, no necesita más que indicarle eso al portero y lo dejará pasar sin mediar palabra.

—Pero ¿por qué mencionar una deuda? —objetó el joven.

—¡Cielos! —dijo ella—. ¿Piensa que ignoro cómo funciona mi propio hotel?

Y se fue, sujetando con afecto del brazo a su acompañante.

Eso le recordó a Silas lo de su nota amorosa.

“Diez minutos más”, pensó, “y puede que esté paseándome con una mujer como ésa, e incluso mejor vestida… tal vez una auténtica dama, o acaso una mujer con título.” Luego recordó la ortografía de la carta y se quedó un tanto abatido. “Bueno, tal vez lo haya escrito la doncella.”

Faltaban pocos minutos para que diera la hora y, al ver acercarse el momento, su corazón empezó a latir a un ritmo muy desagradable. Pensó con alivio que no estaba en absoluto obligado a presentarse. La virtud y la cobardía se aliaron y volvió a dirigirse a la salida, aunque esta vez por voluntad propia y abriéndose paso entre el torrente de personas que ahora fluía en dirección contraria. Tal vez lo fatigara aquella prolongada resistencia, o puede que estuviera de un humor en que el mero hecho de insistir por varios minutos en la misma determinación acaba por producir una reacción y nos empuja a un propósito distinto. Al menos se dio la vuelta por tercera vez y no se detuvo hasta localizar un sitio donde esconderse, a pocos metros del lugar señalado.

Ahí fue presa de una terrible zozobra e incluso imploró varias veces la ayuda de Dios, pues Silas había tenido una educación muy devota. Ahora no se le antojaba en lo más mínimo aquel encuentro; nada le impedía huir, aparte del temor absurdo a que lo tildaran de timorato; sin embargo, era tan poderoso que pudo con el resto de las consideraciones y, aunque no logró decidirlo a avanzar, desde luego le impidió emprender la huida. Por fin vio en el reloj que pasaban diez minutos de la hora. El joven Scuddamore empezó a recobrar los ánimos, se asomó desde su rincón y comprobó que no había nadie en el lugar de la cita: sin duda su anónima admiradora se había cansado y había partido. Se volvió tan audaz como antes apocado. Le pareció que, si se presentaba a la cita, aunque fuera tarde, nadie podría acusarlo de cobarde. Empezaba a sospechar que había sido objeto de una broma e incluso se felicitó por su astucia al haberlo advertido y echado por tierra los planes de quienes pretendían burlarse de él. ¡Así de fatuos son los jóvenes!

Reforzado por tales consideraciones, avanzó decidido desde su rincón. Apenas había dado dos pasos cuando le pusieron una mano en el brazo. Se volvió y vio a una dama de proporciones bastante generosas y expresión solemne, aunque carente de severidad.

—Veo que está hecho todo un donjuán —dijo ella— y que le gusta hacerse esperar. Sin embargo, estaba decidida a conocerlo. Y cuando una mujer llega al extremo de dar ella el primer paso, es porque hace mucho que dejó de lado el orgullo.

A Silas lo impresionaron tanto el tamaño y los atractivos de su corresponsal como la precipitación con que lo había abordado. Sin embargo, ella no tardó en tranquilizarlo. Su actitud era cordial y comprensiva; lo animaba y le festejaba las gracias y, en poco rato, a base de lisonjas y una buena cantidad de brandy caliente, no sólo lo había impulsado a creer que estaba enamorado, sino a declararle su pasión con la mayor vehemencia.

—¡Ay! —dijo ella—. No sé si no acabaré lamentando este momento, por mucho que me halaguen sus palabras. Hasta este instante era yo la que sufría, pero ahora, mi pobre muchacho, seremos dos. No soy libre, y no me atrevo a pedirle que me visite en mi casa, pues me vigilan ojos muy celosos. Veamos —añadió—: soy mayor que usted, aunque mucho más débil, y, pese a que confío en su valor y en su determinación, lo mejor será aprovechar mi conocimiento del mundo en beneficio mutuo. ¿Dónde vive usted?

Él le explicó que se alojaba en un hotel y le dio el nombre de la calle y el número.

La mujer pareció reflexionar unos minutos con cierto esfuerzo.

—Comprendo —dijo por fin—. Será usted fiel y obediente, ¿verdad? —Silas se apresuró a persuadirla de su fidelidad—. Mañana por la noche, entonces —prosiguió ella con una sonrisa prometedora—. Quédese en casa toda la tarde y, si lo visita algún amigo, deshágase de él enseguida con el primer pretexto que se le ocurra. Las puertas deben de cerrarse a las diez, ¿no? —preguntó.

—A las once —respondió Silas.

—A las once y cuarto salga del edificio —prosiguió la dama—. Limítese a pedir que le abran la puerta y no entable conversación con el portero, porque eso echaría todo a perder. Vaya directo a la esquina de los jardines de Luxemburgo con el bulevar; yo estaré esperándolo. Confío en que seguirá mis instrucciones al pie de la letra. Y recuerde: si me desobedece en cualquier cosa, le ocasionará muchas complicaciones a una mujer cuyo único delito es haberlo visto y amado.

—No sé a qué vienen estas instrucciones —dijo Silas.

—Me parece que empieza a tratarme como si fuera mi dueño —exclamó ella, mientras le daba unos golpecitos en el brazo con el abanico—. ¡Paciencia, paciencia! Ya habrá tiempo para eso. A las mujeres nos gusta que nos obedezcan al principio, aunque luego disfrutemos obedeciendo. Haga lo que digo, por el amor de Dios, o no respondo de nada. De hecho, ahora que lo pienso —añadió, con el aire de quien acaba de reparar en una dificultad—, se me ocurre un plan para alejar a los entrometidos. Pídale al portero que no deje pasar a nadie, salvo a una persona que tal vez acuda esa noche a cobrar una deuda, y hágalo con cierta vehemencia, como si lo asustara la entrevista, para que se tome en serio sus palabras.

 

—Crea usted que sé cómo protegerme de los intrusos —dijo él, un tanto ofendido.

—Prefiero arreglarlo a mi manera —respondió ella con frialdad—. Conozco a los hombres: no valoran en nada la reputación de una mujer —Silas se ruborizó y agachó un poco la cabeza, pues el plan que tenía en perspectiva incluía pavonearse un poco con los amigos—. Por encima de todo —añadió ella—, no hable con el portero al salir.

—¿Y por qué? —preguntó él—. De todas sus indicaciones, me parece la menos importante.

—Al principio usted también cuestionó la conveniencia de las otras y ahora sabe que son imprescindibles —replicó ella—. Créame, con el tiempo comprenderá su utilidad. ¿Y qué voy a pensar del afecto que siente por mí si desde la primera cita me niega usted esas naderías? —Silas se deshizo en disculpas y explicaciones, hasta que ella miró el reloj, juntó las manos y contuvo un grito de sorpresa—. ¡Cielos! —exclamó—. ¿Tan tarde se hizo? No tengo un instante que perder. ¡Ay, pobres de nosotras! ¡Qué esclavas somos las mujeres! ¡Qué riesgos no habré corrido ya por usted!

Y, tras repetirle sus instrucciones, que combinó con habilidad entre arrumacos y miradas lánguidas, le dijo adiós y se perdió entre la multitud.

Silas pasó el día siguiente imbuido de su propia importancia: ahora estaba seguro de que se trataba de una condesa. Cuando se hizo de noche, obedeció con minucia sus instrucciones, y a la hora acordada se presentó en la esquina de los jardines de Luxemburgo. Ahí no había nadie. Esperó casi media hora, mirando a la cara a cuantos pasaban o merodeaban por ahí; incluso se paseó por las otras esquinas del bulevar y dio una vuelta completa a la verja del jardín, mas no encontró a ninguna hermosa condesa dispuesta a arrojarse en sus brazos. Por fin, muy de mala gana, empezó a desandar sus pasos hacia el hotel. De camino recordó las palabras que había oído intercambiar a madame Zéphyrine y el joven rubio, y experimentó una vaga sensación de intranquilidad.

“Al parecer todo el mundo debe contarle mentiras al portero”, pensó.

Tocó el timbre, la puerta se abrió y salió el portero en ropa de cama para llevarle una lámpara.

—¿Se fue ya? —inquirió éste.

—¿Qué? ¿A quién se refiere? —preguntó Silas con cierta sequedad, pues andaba irritado por la decepción.

—No lo he visto salir —prosiguió el portero—, pero espero que usted le haya pagado. En esta casa no queremos huéspedes que no cubren sus deudas.

—¿A quién demonios se refiere? —preguntó Silas con brusquedad—. No entiendo ni una palabra de este galimatías.

—Pues al joven bajito y rubio que vino a cobrar su deuda —replicó el otro—. ¿A quién me referiría si no? Usted mismo me pidió que no dejara pasar a nadie más.

—Pero, hombre de Dios, no irá a decirme que vino —respondió Silas.

—Yo sólo creo en lo que veo —repuso el portero, y contuvo la risa con un gesto burlón.

—¡Es usted un granuja insolente! —gritó Silas, que, muy alarmado, se volvió y echó a correr escaleras arriba con la sensación de haber hecho una ridícula exhibición de mal genio.

—Entonces, ¿no necesita la lámpara? —gritó el portero.

Silas aceleró el paso y no paró hasta llegar al séptimo piso y plantarse frente a la puerta de su cuarto. Ahí se detuvo un momento a recobrar el aliento, asaltado por los más negros presentimientos e incluso temeroso de entrar en la habitación.

Cuando por fin lo hizo, lo alivió encontrarla a oscuras y, en apariencia, vacía. Soltó un profundo suspiro. Otra vez se hallaba a salvo en casa, y ésa sería no sólo su primera, sino también su última locura. Los cerillos estaban en una mesita junto a la cama y anduvo a tientas en esa dirección. Al hacerlo se renovaron sus aprensiones y, cuando su pie topó con un obstáculo, lo alegró mucho comprobar que se trataba de algo tan poco alarmante como una silla. Por fin tocó unas cortinas. Dada la ubicación de la ventana, que era apenas visible, supo que debía de estar al pie de la cama y que no necesitaba más que rodearla para llegar a la citada mesita.

Bajó la mano, pero lo que tocó no fue una simple colcha, sino una que tenía debajo algo parecido al contorno de una pierna humana. Silas apartó el brazo y se quedó un momento como petrificado.

“¿Qué… qué será esto?”, pensó.

Escuchó con atención, aunque no oyó a nadie respirar. Una vez más, con gran esfuerzo, alargó los dedos en dirección a lo que había tocado antes. Esta vez retrocedió un metro de un salto y se quedó ahí, estremecido de terror. Había algo en su cama. No sabía qué, pero había algo.

Pasaron unos segundos antes de que lograra volver a moverse. Después, guiado por su instinto, fue directo a los cerillos y, de espaldas a la cama, encendió una vela. En cuanto prendió la llama se volvió despacio y buscó con la mirada lo que tanto lo asustaba ver. Y, en efecto, sus peores temores se hicieron realidad. La colcha estaba extendida con cuidado sobre la almohada, pero moldeaba el contorno de un cuerpo que yacía inmóvil. Y cuando se adelantó y apartó las sábanas, encontró al joven a quien había visto en el salón de baile Bullier la noche anterior: tenía los ojos abiertos y sin expresión, el rostro hinchado y amoratado, y un fino reguero de sangre le brotaba de la nariz.

Silas emitió un gemido largo y trémulo, soltó la vela y cayó de rodillas junto a la cama.

Unos prolongados aunque discretos golpecitos en la puerta lo sacaron del estupor en que lo había sumido el terrible descubrimiento. Tardó unos segundos en recordar su situación y, cuando corrió a impedir que alguien entrara, fue demasiado tarde. El doctor Noel, con una gorra de dormir y una lámpara que iluminaba sus facciones largas y pálidas, inclinando la cabeza y mirando alrededor como un pájaro, abrió la puerta muy despacio, avanzó con timidez y se plantó a la mitad de la habitación.

—Me pareció oír un grito —empezó el médico—. Temí que usted se hallara mal y me atreví a irrumpir aquí —con el rostro encendido y el corazón latiéndole temeroso a toda prisa, Silas se interpuso entre el médico y la cama, sin acertar a articular una respuesta—. Está usted a oscuras —prosiguió el médico— y, sin embargo, ni siquiera ha empezado a desvestirse para meterse en la cama. No me convencerá con facilidad de lo contrario a lo que ven mis ojos, y su semblante dice por sí solo que usted necesita de un amigo o un médico… ¿Cuál de los dos prefiere? Permita que le tome el pulso, el cual suele ser un fiel reflejo del corazón.

Avanzó hacia Silas, que siguió retrocediendo, y trató de tomarlo por la muñeca, pero los nervios del joven estadounidense habían sufrido demasiadas tensiones para seguir resistiéndolo. Esquivó al médico con un movimiento febril y, tras lanzarse al suelo, prorrumpió en llanto.

En cuanto el doctor Noel vio al muerto en la cama, su rostro se ensombreció; volvió corriendo a la puerta que había dejado abierta de par en par, la cerró a toda prisa y le dio dos vueltas a la llave.

—¡De pie! —gritó, dirigiéndose a Silas con voz estridente—. No es momento para echarse a llorar. ¿Qué ha hecho? ¿Cómo llegó a su cuarto ese cadáver? Será mejor que hable sin tapujos con quien puede ayudarle. ¿Acaso piensa que busco su perdición? ¿Cree que ese trozo de carne sin vida sobre su almohada puede alterar en lo más mínimo la simpatía que usted me inspira? Joven crédulo, el horror con que la ley ciega e injusta considera una acción jamás incumbe a quien la perpetra si se pregunta a sus allegados. Si uno de mis mejores amigos viniera a verme empapado en sangre, eso no cambiaría ni un ápice el afecto que sentiría por él. Levántese —dijo—. El bien y el mal sólo son una quimera: en esta vida no hay nada salvo el destino, y sean cuales sean las circunstancias, usted tiene a su lado a alguien dispuesto a ayudarlo hasta el final.

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