Bienvenidos a Dietland

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—Pero yo no tengo hijos —le dije por teléfono, sin querer darle la razón.

—Eso no es lo importante —me respondió—. ¿Qué pasa conmigo?

Esto no tiene nada que ver contigo, quise decirle, y me negué a volver a discutir sobre la operación con ella después de eso.

Cuando coloqué la ropa cerré la puerta del armario. Sabía que era una tontería comprar ropa que no me podía probar. Podía ser que ni siquiera me sentase bien después, pero la compraba de todos modos. Necesitaba abrir el armario, mirar la ropa y saber que esto no iba a ser como las otras veces. El cambio ya era inevitable. Mi yo real, la mujer que se suponía que tenía que haber sido, estaba a mi alcance. La había atrapado como un pez en un anzuelo y estaba a punto de sacarla del agua. Esta vez no se me iba a escapar.

Carmen llamó para preguntarme si quería ir con ella y con su novia a cenar una pizza, pero no me gustaba ir a restaurantes cuando estaba siguiendo una dieta, así que le dije que no. Hice una lasaña a partir de una de las nuevas recetas de Waist Watchers en la que se utilizaba carne picada de pavo, queso bajo en grasas y pasta integral. Mientras la estaba cocinando olía como una lasaña de verdad, pero el sabor no tenía nada que ver. Le di tres estrellas. Después de comerme una porción pequeña (230) junto con una ensalada (150), corté el resto en cuadrados y los metí en el congelador. Todavía me temblaban las manos un poco debido al hambre, pero iba a ser buena y no iba a comer nada más.

Después de ponerme el camisón y lavarme los dientes, me tomé mi dosis diaria de Y-, la pastilla rosa. Era mi ritual de antes de irme a la cama, como rezar una oración. Mientras me bebía el vaso de agua, me dirigí a la ventana y aparté la cortina, intentando ver si la chica estaba sentada en las escaleras, escuchando su música, pero no estaba allí.

***

Me quedé en casa la mayor parte del puente, el inicio informal del verano, saliendo solo para ir a la biblioteca y al cine a ver una película. La chica no estaba por ninguna parte. El martes por la mañana me dirigí a la cafetería, y al girar la esquina de Violet Avenue, no miré por dónde iba y me choqué contra alguien, o quizás alguien chocó conmigo.

—Perdón —dijimos al mismo tiempo, y para mi sorpresa vi a la chica enfrente de mí, con sus ojos maquillados a lo Halloween y sus medias rojo cereza.

—Eres tú —le dije. Mi corazón era como una polilla aleteando cerca de una lámpara.

La chica sonrió y me dijo «buenos días», después abrió la puerta y me la sostuvo mientras yo la seguía hacia dentro.

—Plum —me llamó Carmen, pasando por delante de la chica, haciéndome señas con las manos. Mientras se acercaba con su impresionante barriga cubierta de lunares rosas y amarillos, recordé que se suponía que tenía que quedarme mientras ella iba a una revisión médica—. No tardaré mucho —me aseguró mientras salía por la puerta.

La chica se me adelantó y observé que se sentaba en mi mesa. Eso me cabreó un poco, pero intenté no mostrarlo y me dirigí a la barra para asistir a la ayudante de Carmen. Cuando dejé el maletín del portátil sentí que la tensión se liberaba de mis hombros mientras me apartaba del ordenador y de sus interminables peticiones de ayuda. En la cocina me vi rodeada de harina, mantequilla y huevos, las cosas de las que se componía la vida, ni una sola línea de texto a la vista. Inhalé el aire azucarado y lo saboreé, después sentí una punzada de hambre. Mi barrita de muesli de Waist Watchers (90) era como serrín mezclado con pegamento, que era como no comer nada.

Había pasado un tiempo desde la última vez que había ayudado en la cafetería, pero pronto recordé cómo se hacían las cosas. Preparé tazas de té y corté porciones de pastel de zanahoria. Coloqué los delicados cupcakes en cajas de cartulina rosa, lamiéndome los dedos con restos de glaseado cuando nadie estaba mirando. Era un alivio estar trabajando en algo que no conllevara angustia vital, que me permitiera hablar con personas en tres dimensiones que me pedían cosas sencillas, como un café y un bollo, no cómo quitar la celulitis o que descifrara el comportamiento de un chico emocionalmente atrofiado.

Mientras trabajaba eché un vistazo a la chica, que estaba sentada en mi mesa con un neceser de maquillaje frente a ella. Sacó un espejito plateado y un perfilador de labios de la bolsa. La observé a través de la campana translúcida de un soporte para tartas mientras se delineaba la boca y fruncía los labios.

Me llegó un pedido así que me distraje, me di la vuelta y me ocupé con la cafetera y tres tazas de expreso. Cuando volví a la barra vi que la chica estaba tras la mujer que me había pedido los cafés. Mi compañera había entrado en la cocina, así que tendría que atenderla yo. Tendría que hablar con ella.

La chica dio un paso adelante cuando fue su turno y nos quedamos mirando a la cara.

—Dame la mano —me dijo.

Sorprendida, hice lo que me pedía. Le quitó la funda al perfilador y me giró la mano, con la palma mirando hacia arriba. Empezó a escribir. Yo no podía ver lo que estaba poniendo, pero sentí la punta del lápiz oprimiendo mi piel. Cuando acabó retiré mi mano.

—Dietland —leí en voz alta.

—Dietland —repitió la chica.

Me quedé mirando las letras escritas en mi palma. ¿Me querría insinuar que me pusiese a hacer dieta? Tanto misterio para esto: solo quería reírse de mí.

Dado que yo no decía nada, puesto que en ese momento estaba demasiado avergonzada para hablar, la chica recogió sus pertenencias y se fue de la cafetería. Justo cuando mi compañera de trabajo reapareció. Me limpié la mano en el delantal y avisé de que me iba a la cocina. El agua del fregadero se volvió rosácea mientras intentaba lavarme las manos.

Cuando salí, vi que la chica se había dejado el perfilador en la mesa. Fui a cogerlo. Era de Chanel y el color se llamaba Pretty Plum.

***

Después de mi encuentro con la chica necesitaba prepararme para la reunión con Kitty. Solo era una vez al mes, como mi menstruación, y la recibía con el mismo nivel de entusiasmo.

En el viaje en metro de Brooklyn a Manhattan, volví a trazar con un dedo la palabra «dietland» en mi palma. ¿Qué significaba? Pensé que la chica se estaba riendo de mí, pero no me parecía una persona cruel. Lo que tenía claro es que era un poco rara. Si me volvía a molestar tendría que ir a la policía, pero mucho me temía que en una ciudad llena de asesinos y terroristas no les iba a importar nada que una chica con medias de colores me estuviera siguiendo.

Salí del metro en la estación de Times Square, parándome en lo alto de las escaleras para recuperar el aliento por el calor. Entré con mi tarjeta de empleada en la Torre Austen, un edificio similar al tronco de un árbol, brillante y plateado. Austen Media era un imperio, publicaba libros y revistas, llevaba varias páginas web y tenía en propiedad dos canales de televisión dedicados a estilos de vida. Si alguien hubiera estrellado un avión contra la torre y la hubiera derribado, las mujeres norteamericanas hubieran tenido muchas menos opciones de entretenimiento.

Antes de trabajar con Kitty había estado en una editorial pequeña y no muy prestigiosa, que también era propiedad de Austen, pero estaba situada en otro edificio más feo y veinte manzanas al sur. Hacíamos novelas que trataban de mujeres profesionales que buscaban el amor. Las cubiertas eran de colores pastel, como las paredes del cuarto de un bebé. Yo no tenía nada que ver con el contenido pero ayudaba en la producción, localizando manuscritos, hablando con las editoras, ayudando a los libros a salir al mundo. Después de la universidad, lo que quería era escribir ensayos y artículos para revistas, pero no pude encontrar un trabajo de eso, así que me conformé con la editorial. Me encantaban las palabras y me ofrecían la oportunidad de estar rodeada de ellas todo el día, aunque estuvieran escritas por otras personas. Era un buen sitio para empezar. Ya había metido un pie en la industria.

Mis compañeras de la editorial eran mujeres de mediana edad que llevaban zapatillas deportivas con falda y medias. Pronto me sentí cómoda en su mundo de táperes y visitas a las tiendas para encontrar zapatos de rebajas después del curro, así que no me molesté en seguir buscando el trabajo de escritora con el que soñaba. Un día, después de más de cuatro años en la editorial, mi jefa me llamó a la oficina para darme las malas noticias. Íbamos a cerrar.

—Siento no haberte dicho nada antes, pero probablemente ya hayas oído los rumores. —Había un jarrón lleno de hortensias en su mesa; pompones azules en agua marrón, dejando caer los arrugados pétalos sobre su agenda.

—En fin —respondí. Nadie me había comentado nada.

—No solo somos nosotros. Están haciendo limpieza. Es todo el edificio.

El resto del edificio se componía de un club de lectura por correo y algunas revistillas, una acerca de gatos y otra de muñecas coleccionables. Nadie se había fijado en nosotras durante años, los remanentes del imperio Austen, escondidas en un anexo de la calle Veinticuatro. Al final, Stanley Austen había bajado la mirada desde lo alto de su torre plateada y nos había divisado en una minúscula esquina de su reino. Después vino el destierro.

Cuando la editorial cerró, me quedé sin empleo excepto por algunos turnos sueltos en la cafetería de Carmen, pero al final una mujer llamada Helen Rosenblatt del departamento de Recursos Humanos de Austen me llamó para que fuera a su despacho. Tal como me indicaron, me dirigí a la Torre Austen y cogí el ascensor hasta la planta veintisiete. Helen era una mujer de mediana edad con un peinado alborotado y una sonrisa en la que predominaban las encías. La seguí a su oficina, dándome cuenta de que la falda se le había metido entre las nalgas.

 

Helen dijo que mi jefa de la editorial le había hablado de mí. «Somos viejas amigas», explicó Helen, y me pregunté qué le habría contado. Helen quería hablar de Daisy Chain, la revista para adolescentes. Yo la había leído cuando estaba en el instituto. Incluso mi madre y sus amigas la leían cuando tuvieron esa edad. Llevaba publicándose desde los cincuenta y era una parte tan importante de la cultura americana que el primer ejemplar se exhibía en el Smithsonian, junto con Seventeen y Mademoiselle. Suponía que los ejemplares antiguos de Daisy Chain en el museo no se parecían en nada a los actuales, como el que estaba en la mesa de Helen con una portada en la que se leía: PERDER LA VIRGINIDAD... NO ES PARA TANTO.

Helen me dijo que Kitty Montgomery era la nueva editora de Daisy Chain. Las otras revistas para jóvenes de Austen habían cerrado, así que Kitty estaba llevando todo el peso del demográfico adolescente.

—Le está yendo muy bien —dijo Helen—. El señor Austen está tan contento que la ha invitado a su casa de veraneo dos veces.

Helen me explicó que en su columna mensual, a Kitty le gustaba compartir fotos e historias trágicas de su adolescencia, cuando era una joven plana y larguirucha en las afueras de Nueva Jersey. Mientras Helen atendía una llamada de teléfono, hojeé algunas de las columnas de Kitty y leí acerca de cómo había sido acosada y pegada por un grupo de chicas y de cómo unos chicos la habían encerrado en las taquillas. Su madre agravaba su miseria al no dejarle utilizar maquillaje ni cuchillas de afeitar. Como contraste, al final de cada columna había una foto de Kitty como una mujer glamurosa, una que se había deshecho milagrosamente de los granos de su adolescencia y que había resurgido, victoriosa, como una serpiente blanca. En sus fotos actuales aparecía posando en la esquina de su mesa en la Torre Austen. Tras ella se veían las llanuras de Nueva Jersey, la tierra de sus antiguos acosadores, tan pequeños e insignificantes ahora.

—Dada la popularidad de Kitty le llegan muchas cartas de lectoras —me explicó Helen cuando terminó su conversación—. Se sienten inspiradas por ella y por su transformación. Quieren desesperadamente que les aconseje y contactar con ella a través de la sección Querida Kitty de la página web. Recibe un aluvión de mensajes.

Esperé a que Helen me explicara qué tenía que ver conmigo todo esto. Sabía que habría una oferta de trabajo, pero suponía que tendría algo que ver con el departamento de suscripciones.

—El departamento legal sugirió que mandáramos respuestas prefabricadas a las lectoras, pero Kitty se negó en rotundo. Hemos decidido aceptar su propuesta y contratar a alguien para que se haga cargo de las respuestas a sus chicas, como ella las llama, ofreciendo ánimos y una figura como de hermana mayor, ese tipo de cosas. Es correspondencia privada, así que no aparecerá en la revista. —Helen me miró e hizo una pausa—. Creo que serías perfecta para esto. He mandado a otras y ninguna ha funcionado, pero tú —me dijo poniéndose las gafas y observándome—, tú eres diferente.

Ya sabía lo que le había comentado mi antigua jefa acerca de mí.

—¿Quieres que alguien responda a esas chicas haciéndose pasar por Kitty?

—No pienses en ello como si estuvieras mintiendo. Seríais un equipo. —Helen cruzó los brazos por encima de su busto, que no eran dos pechos separados sino un solo bulto enorme—. Eres mayor que las otras chicas que hemos considerado para el puesto, y eres muy diferente a ellas. La mayoría… bueno, ya sabes a qué me refiero. Me han dicho que eres lista, pero eso no es lo que me importa. Escribirías con la voz de Kitty. No tienes por qué creerte lo que redactes, lo único que importa es que sea lo que Kitty haría si tuviera tiempo. Creo que serías comprensiva con los problemas que están teniendo nuestras chicas. Eso es lo importante.

Debería haberme sentido agradecida ante la posibilidad de un trabajo, pero estaba a la defensiva y trataba de esconderlo.

—¿Qué te hace pensar que voy a entenderlas? Ni siquiera me conoces.

—Solo lo supongo —dijo.

Las dos supimos a qué se refería. Odiaba que otras personas aludieran a mi tamaño, a pesar de que era obvio. Era como si me estuvieran confirmando que había algo malo en mí, cuando yo esperaba que no se hubieran dado cuenta.

Apreciaba la oferta de Helen, pero la idea de trabajar en la Torre Austen todos los días me horrorizaba. Me lo imaginaba como un enorme instituto de cincuenta y dos plantas, lleno de susurros y grupitos. Helen debía de haber empezado a trabajar en Austen Media décadas antes de transformarse en la mujer regordeta y postmenopáusica que se sentaba delante de mí.

Mi instinto me decía que huyera. Al principio me negué a la proposición de Helen de conocer a Kitty, pero ambas fueron muy insistentes. Cuando finalmente me reuní con Kitty en su oficina, me sugirió que podría trabajar desde casa. «Ha sido idea de Recursos Humanos», me dijo, «como puedes ver, hasta mi asistente tiene su mesa en el recibidor. No tenemos mucho espacio».

Trabajar en casa hacía que el trabajo fuese más apetecible, pero le dije que me lo tenía que pensar. Nunca había sido de las que ofrecían consejos por ahí y no estaba segura de que estuviera cualificada para ese trabajo. Kitty pensó que mi recelo se debía a que me estaba haciendo la difícil y empezó a cortejarme con correos cariñosos, flores, incluso con una vela perfumada que me envió por mensajería. No estaba acostumbrada a que me fueran detrás. La sensación era un poco abrumadora.

Habían pasado tres años desde que había aceptado el trabajo, tres años de responder a los mensajes en la cafetería. Llegué para mi reunión mensual con Kitty y salí del ascensor en la planta treinta, donde me saludaron unas enormes ampliaciones de las portadas de Daisy Chain. Quizás querían intimidar a sus enemigos, como los edificios y monumentos de Washigton DC. Me senté en el sofá en forma de labios que estaba fuera del despacho de Kitty y esperé. Nuestras reuniones rara vez duraban más de diez minutos, pero nunca conseguía irme de la Torre Austen en menos de dos horas, por culpa de la frenética agenda de Kitty. Yo hubiera preferido ponernos al día por teléfono, pero Kitty exigía que nos viéramos cara a cara.

Mientras esperaba sentada en el sofá, su asistente Eladio jugaba a videojuegos en su ordenador. La primera vez que fui a la oficina, me llevó a la sala de conferencias con los ventanales panorámicos y me señaló a las personas que andaban por la acera, pequeñas como hormigas. «Lo que me encanta de trabajar aquí», me dijo, «es que puedo mirar por encima a todo el mundo».

Era el único hombre en un equipo de veintiuna mujeres blancas, y además era latino y gay, diversidad por partida triple. Una vez me contó que se volvía irritable y malhumorado una vez al mes, propenso a ataques de rabia sin sentido, dado que se había sincronizado con los ciclos menstruales de las mujeres de la oficina y que se veía sumergido en la marea hormonal por error. Tenía una caja de calmantes para la regla en su escritorio, pero estaba llena de gominolas. Una vez Kitty les contó a sus lectoras que los ciclos de las mujeres de su oficina se regían por la luna. Aseguró que el sangrado masivo de cada mes dejaba las papeleras de los baños de mujeres rebosantes.

Mientras esperaba, hojeé el último número de Daisy Chain, consultando el índice para ver mi nombre, que sería impreso más de un millón de veces y distribuido por todo Estados Unidos: Asistente especial de la Editora Jefe: Alicia Kettle. Alicia era mi verdadero nombre, pero nadie me llamaba así.

Kitty apareció finalmente, apresurándose para entrar en su despacho y dejar una pila de revistas e informes en la mesa.

—¡Plum, entra! —Llevaba unos pantalones de traje negros y una camiseta corta que dejaba ver parte de su vientre. Tenía una joya roja alojada en el ombligo, como un bindi que se hubiera movido de sitio. Me senté mientras ella intentaba recoger el desorden de su mesa—. Estoy contigo en un minuto —me dijo, escudriñando un pósit verde.

Un helicóptero de tráfico volaba al otro lado de la ventana de su oficina, negro como un insecto, una mosca gigantesca. Cerré los ojos. En la Torre Austen siempre me sentía incómoda, algunas veces hasta me daban náuseas. No me gustaba estar tan alejada del suelo, suspendida en el aire sin nada más para protegerme que no fuera cemento y acero. Con los ojos cerrados, me imaginé que el suelo cedía bajo mis pies, mandándome de vuelta a la tierra.

—¿Plum? —Kitty estaba de pie tras su escritorio, mirándome con el ceño fruncido por la confusión. Tenía una presencia cautivadora y, probablemente, se apreciaba más si la veías desde lejos. Con la luz del atardecer entrando por las ventanas, dibujando su perfil, de pronto su visión, unos rizos pelirrojos de Medusa coronando un cuerpo esbelto, me hizo pensar que estaba alucinando o mirando una ilustración de Edward Gorey.

Empezó a hablar acerca del ejemplar de septiembre, pasándome información sobre las secciones, las columnas y los reportajes de moda. Era la edición de la vuelta al colegio, la más importante del año. Siempre compartía ese tipo de detalles conmigo a pesar de que mi trabajo ni siquiera aparecía en la revista. En el pasado le había llevado ideas para artículos, esperando poder ascender a redactora, pero Kitty nunca me había asignado ninguno.

Cuando finalmente nos pusimos a hablar de su correspondencia, se acomodó en el escritorio, dispuesta a tomar notas. Describí el tono general de los mensajes del mes anterior. No llevaba la cuenta exacta, pero le trasladé una impresión genérica.

—Hemos tenido muchas que se cortan.

—Se cortan —repitió Kitty, escribiéndolo.

—Algunas que vomitan —dije.

Kitty siguió anotando.

—Vomitar —repitió, y asintió con la cabeza para que siguiera.

—Bastante confusión acerca de la anatomía femenina.

Kitty alzó la mano, como si quisiera apartar físicamente lo que yo había dicho.

—No puedo hacer nada. Todos esos grupos de padres y madres dicen que nos boicotearán si utilizamos la palabra vagina. Es mejor evitarla. Por supuesto, acabo de caer, eso solo hace más difícil poder escribir artículos sobre tampones. —Kitty se echó hacia atrás en la silla, parecía abrumada—. Eufemismos, eso es lo que necesitamos. —Miró hacia el pasillo, donde estaba Eladio—. ¡Piensa en eufemismos para vagina! —le gritó.

—¿Chocho?

—No, nada sexual. Términos médicos. Haz una lista y se la mandas a la del artículo sobre tampones. Dile que no puede escribir vagina. Mándasela también a Plum, por si la quiere usar.

Era difícil pensar que todo eso era trabajo de verdad, por el cual nos pagaban. Después tendría que contárselo a Carmen. Kitty se giró hacia mí.

—Bueno, ya está hecho —concluyó, aunque yo no había acabado con mi lista mental—. Entre tú y yo, ya sé que hay partes de la revista que son un poco absurdas, pero mis lectoras son chicas reales con problemas reales. De verdad creo que podemos ayudarlas. Me gusta pensar que el trabajo que tú y yo hacemos es una anécdota para todas las cosas malas que pasan en el mundo. Perdona, quería decir antídoto.

Cuando dijo eso, me imaginé una picadura de serpiente en el tobillo de una chica, con los colmillos penetrando en la carne.

Kitty siempre hablaba de las chicas como si fueran gente real, mientras que para mí eran como una colonia de hormigas irritantes y molestas.

—Siempre digo: «Plum es nuestra conexión con las chicas», tu trabajo es tan importante como el de cualquiera de nosotras, aunque no salga en la revista.

Continuó elaborando esa idea durante otros treinta segundos. Salía de su boca como el caramelo hilado.

—Hay otra cosa más de la que tenemos que hablar y después te dejo ir. Para el próximo número todo el personal está probando productos de belleza como cuchillas, desodorante, brillo de labios, lacas y todo eso. Les contaremos a las chicas lo que funciona mejor. Quiero que tú también lo hagas.

—No hace falta que me incluyas.

—Oh, no, por supuesto que sí. Solo porque trabajes en casa no significa que no seas una de nosotras. ¿Sabes?, la otra noche me sucedió una cosa de lo más curiosa. Estaba probando un gel para el depilado. Me senté en el borde de la bañera con la pierna extendida y el pie apoyado en el lavabo. Te lo imaginas, ¿no? —Kitty medía un metro ochenta y me imaginé su pierna blanca extendida desde la bañera hasta el lavabo, como un puente de mármol blanco—. Me estaba pasando la cuchilla por la pierna y no me di cuenta de que me había hecho una pequeña herida en el gemelo. Así que estaba depilándome y una pequeña gota de sangre cayó de mi pierna y se estrelló contra el suelo de losa blanca. Mi baño es totalmente blanco y esa pequeña gota de sangre es como el único toque de color que hay. Y me quedo mirándola y era tan, no te rías, tan bonita. Me quedé allí mirando la sangre. Pensé: «Es mi sangre». Las mujeres vemos nuestra sangre todos los meses, pero no era asqueroso, ¿sabes? Así que volví a pasar la cuchilla por la herida y cayeron más gotas de sangre al suelo y algunas se deslizaron por mi pierna. Si mi novio no hubiese llamado a la puerta hubiera seguido haciéndolo toda la noche.

 

Kitty siguió hablando del contraste del rojo de la sangre contra su suelo blanco, y mientras ella parloteaba, yo solo podía pensar: Querida Kitty, me gusta cortarme los pechos con una cuchilla… Me gusta dibujar el contorno de mis pezones y observar la sangre empaparme el sujetador… Sé que es raro, pero lo hago porque me siento bien. Duele, pero también me gusta.

Kitty se fue y me volví a sentar en el sofá con forma de labios, esperando a la editora de belleza. Después de un rato me sentí mareada y con náuseas, igual que me había sentido en el despacho de Kitty, así que fui al baño, adivinando el camino a través de los pasillos cubiertos con las portadas de los ejemplares de la revista, en las que se veía a modelos con los ojos vidriosos, como los trofeos de un cazador. Mantuve los ojos fijos en la moqueta hasta que llegué al baño, donde había varias chicas mirándose en los espejos y usando los lavabos. Me encerré en uno de los cubículos color salmón y respiré profunda y lentamente. Las náuseas se estaban incrementando y sentí algo en mi interior que daba vueltas, como un calcetín solitario en una secadora. Empecé a tener arcadas y a atragantarme y me incliné sobre la taza, pero no salió nada. Las chicas de los lavabos dejaron de hablar y me sentí avergonzada de los ruidos que estaba haciendo.

Cuando se me pasó el mareo, me quedé sentada en el suelo, sin energía para poder levantarme, mirando al vacío asalmonado. Las chicas siguieron con su conversación, interrumpida por el sonido del agua vaciándose por los sumideros del lavabo. La charla se detuvo.

La puerta del baño se abrió y se cerró.

Dejé descansar mi cabeza contra la pared del cubículo, respirando profundamente el aire agrio del baño, lo que me hizo querer vomitar de nuevo. Metí la mano por debajo de los tres elásticos que me apretaban la cintura; la falda, las medias y las bragas.

La puerta del baño se abrió y se cerró.

—¿Estás bien? —me dijo una voz desde el otro lado.

Me sonaba familiar. Bajo la puerta pude ver unas piernas con medias verdes como la cáscara de una sandía y unas botas militares que no llevaban los cordones abrochados.

¿Podría ser?

—Te he dejado algo en la cocina —me dijo, y después se fue.

Cuando escuché que la puerta se cerraba me esforcé por enderezarme y fui a lavarme las manos, todavía sin aliento después del shock de haberme encontrado a la chica en la Torre Austen. Me pregunté si estaría esperándome en la cocina de los empleados, pero cuando fui allí no había nadie. Miré alrededor, sin saber si la chica se había ido, pero después reparé en la mesa de regalos promocionales.

Lo que no se usaba para la revista se dejaba en una mesa de la cocina y cualquiera podía coger lo que le interesara. Escarbé en el montón: un bolso con un asa de bambú rota, un montón de pendientes baratos, pintalabios... Nada de eso parecía ser para mí. En el suelo, al lado de la mesa, había una caja de cartón llena de libros con unas cuantas novelas románticas juveniles y la biografía no autorizada de una estrella del pop, y entonces lo vi.

Aventuras en Dietland.

Era un libro escrito por Verena Baptist. Su nombre no me resultó familiar hasta que leí la contraportada. Cuando me di cuenta de quién era cerré los ojos. Puede que estuviera en la Torre Austen, sin nada más que cemento y acero para sujetarme, pero en mi mente viajé en el tiempo hasta Harper Lane, la casa de mi infancia. Sentí una punzada, como cada vez que recuerdas algo. ¿Cómo lo sabía? La chica no podía haberlo sabido.

Abrí el libro para ver si había escrito algo o me había dejado una nota para hacerme saber que esa era la pista correcta en la busca del tesoro, pero no había nada. Metí el libro en mi bolso y me dirigía hacia la puerta cuando de repente se abrió.

—Te he estado buscando por todas partes.

La ayudante de la editora de belleza me tendió una bolsa llena de los productos que se suponía que tenía que probar.

—¿Sabes si aquí trabaja una chica que lleva botas militares y medias de colores? —le pregunté, cogiendo la bolsa—. Utiliza mucho delineador de ojos. ¿Quizás una becaria?

La ayudante se encogió de hombros.

Salí de la cocina y me dirigí a los ascensores. Una vez que estuve en el metro hacia mi casa, abrí Aventuras en Dietland. Mientras leía las palabras de Verena por primera vez: «Antes de que yo naciera, mamá era una joven delgada», el tren abandonó la estación y se adentró en el túnel, alejándome de la Torre Austen.

En ese momento, ya había empezado.

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