Bienvenidos a Dietland

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Bienvenidos a Dietland
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Plum hace todo lo posible para pasar desapercibida porque cuando estás gorda todo el mundo te juzga. Y para evitar el juicio de los demás, decide trabajar desde su casa respondiendo el correo de la directora en una revista de moda para adolescentes. Mientras, sueña con ahorrar para reducirse el estómago y así convertirse en una mujer atractiva y deseada.

Pero un día conoce a una misteriosa chica que la introduce en el círculo de Calliope House, una comunidad de activistas que luchan por cambiar las reglas que la sociedad impone a las mujeres, e inicia un descenso por una madriguera de conejo de pesadilla que la lleva a ser consciente de los costes reales de ser aceptada socialmente.

Además, Plum se verá envuelta en el siniestro plan de una guerrilla de mujeres que deciden tomarse la justicia por su mano, aterrorizando e imponiendo duras penas a los hombres que las desprecian y maltratan.

«Hilarante, surrealista y tremendamente original. El ambicioso debut de Walker evita las trampas moralistas para lograr algo mucho más escaso de ver: una genuina novela subversiva que a la vez es muy divertida. Con un poco de El club de la lucha y otro poco de manifiesto feminista, esta novela es una curiosidad que retuerce las etiquetas de género. Un debut que apunta alto y consigue llegar a la diana».

—Kirkus

«Sarai Walker ha escrito un llamamiento a las armas. Bienvenidos a Dietland es una narración tortuosa, subversiva y muy entretenida. Es un “Manifiesto de la Escoria Humana” añadido a un beat de música pop, y Plum Kettle es la perfecta heroína feminista para los tiempos modernos».

—Alice Sebold, autora de Desde mi cielo

«Es muy raro encontrar una novela que se parezca tanto a la maligna “chick-lit”, y que en ocasiones se lea de la misma manera, pero que celebre abiertamente censurar la cultura de la violación. Si usar la sátira puede llamar la atención, es solo porque en la vida real, cuando hablas de los abusos a mujeres, hay tal cantidad de basura con la que lidiar que difícilmente se puede recurrir a la sátira».

—Lydia Kiesling, The Guardian

Biografía de la autora

Sarai Walker fue redactora y editora de las revistas femeninas Our Bodies, Ourselves, Seventeen y Mademoiselle.

Sus artículos han aparecido en prestigiosos periódicos de Estados Unidos y Reino Unido, como en The New York Times, The Washington Post o The Guardian.

Se graduó en escritura creativa y en literatura inglesa en Bennington College y en la Universidad de Londres. Actualmente vive en Los Ángeles, donde trabaja como escritora y guionista de televisión. Entre sus trabajos se encuentra la adaptación a serie de televisión de este libro, que ha sido emitida por la cadena AMC con gran éxito de crítica y espectadores.

Este es su debut literario.


A mis padres, por creer en mí.

Y a mis antepasadas, que no siempre tuvieron voz

Esperó unos minutos para ver si seguía encogiéndose, y esto la hizo sentirse un poco nerviosa. «Porque puedo acabar —se dijo Alicia a sí misma— consumiéndome, como una vela. Me pregunto qué aspecto tendría entonces».

LEWIS CARROLL, Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas


Estaba bien entrada la primavera a finales de mayo, un mes que en inglés significa quizás o podría ser, cuando me di cuenta de que una chica me estaba siguiendo. Se deslizó por los márgenes de mi percepción como una mancha borrosa que comienza a enfocarse. Era una chica rara, que pisoteaba con fuerza llevando unas botas negras con los cordones desatados, las piernas enfundadas en medias de colores vivos, como los de un paquete de gominolas. No sabía por qué me estaba siguiendo. La gente se me quedaba mirando fuera adonde fuera, pero esto era diferente. Para esta chica yo era un objeto de interés, más que de ridículo. Me observaba y después escribía cosas en una libreta roja encuadernada en espiral.

La primera vez que reparé en ella estaba en la cafetería. La mayoría de los días trabajaba allí, sentada en una mesa al fondo con mi portátil, respondiendo los mensajes que me enviaban las adolescentes. Querida Kitty, tengo estrías en los pechos, por favor, ayúdame. Los correos no se acababan nunca y solía quedarme durante horas, bebiendo tazas de café y poleos mientras daba consejos en asuntos para los que no estaba cualificada. Durante tres años la cafetería había sido todo mi mundo. No soportaba trabajar en casa, atrapada en mi piso durante todo el día sin nada que me distrajera del repiqueteo del querida Kitty, querida Kitty, por favor, ayúdame.

Una tarde alcé la vista del mensaje que estaba respondiendo y vi a la chica sentada en una mesa cercana, moviendo nerviosamente las piernas, enfundadas en verde lima, y con su bolsa de tela tirada en la silla de enfrente. Me di cuenta de que ya la había visto antes. Esa misma mañana había estado sentada en las escaleras de la entrada de mi edificio. Tenía el pelo largo y oscuro, y recuerdo que se había girado para mirarme. Nuestras miradas se encontraron y esta fue la imagen que me acompañaría en los meses siguientes, cuando su rostro saliera en todos los periódicos y en todos los canales de televisión; una mirada esquiva por encima del hombro, asomándose entre todo el maquillaje negro que le enmarcaba los ojos.

Después de que la viera en el café aquel día, empecé a vislumbrarla en otros sitios. Cuando salí de mi reunión en Waist Watchers(1), la chica estaba al otro lado de la calle, apoyada contra un árbol. En el supermercado la vi leyendo la etiqueta de información nutricional en una lata de alubias. Me abrí paso entre los atestados pasillos del híper siguiendo las montañas de coloreadas cajas y latas, y la chica fue detrás de mí, echando cosas al azar en su cesta de la compra (canela, líquido para encendedores) cada vez que me daba la vuelta para vigilarla.

Estaba acostumbrada a que se me quedaran mirando, sobre todo a gente que lo hacía con repulsión, cada vez que salía a hacer recados por mi barrio. No me examinaban de cerca, no como esta chica lo estaba haciendo. Pasaba la mayor parte de mi tiempo intentando camuflarme, lo que no era nada fácil, pero con esta chica siguiéndome me sentía como si me arrebataran las mantas estando metida en la cama, dejándome en bragas, temblando y expuesta. Una tarde en la que me dirigía a mi casa, me di cuenta de que la chica estaba detrás de mí, así que me di la vuelta y le dije:

—¿Me estás siguiendo?

Se quitó los diminutos auriculares blancos de las orejas.

—¿Perdona? No te he oído.

No había escuchado antes su voz. Me había esperado algo más frágil pero lo que escuché en sus palabras fue seguridad en sí misma.

—¿Me estás siguiendo? —volví a preguntar, aunque no tan confiada como la primera vez.

—¿Que si te estoy siguiendo?

A la chica le pareció divertido.

—No tengo ni idea de lo que me estás hablando.

Me rozó al pasarme por delante y continuó andando por la calle, con cuidado de no tropezarse con las raíces de un árbol que sobresalían agrietando el cemento.

Mientras la observaba alejarse no fui capaz de ver a la chica como lo que realmente era: una mensajera de otro mundo, enviada para despertarme de un profundo sueño.


***


Cuando pienso en mi vida de entonces, en aquella época, me la imagino como si estuviera metida en una caja, como un diorama: aquí están las calles de mi barrio y yo soy una figura vestida de negro. Mis actividades diarias se desplegaban en un radio de cinco manzanas y así había sido durante años: me desplazaba entre mi piso, la cafetería y Waist Watchers. Mi vida tenía unos parámetros muy estrechos, y así lo prefería yo. Me veía a mí misma como un contorno esperando que alguien me colorease.

Desde fuera, para alguien como esa chica, podría haber parecido triste, pero no lo estaba. Todos los días me tomaba una pastilla del antidepresivo Y-. Llevaba tomándolo desde mi último año de universidad. Ese año tuve un problema con un chico. En las semanas posteriores a las vacaciones de Navidad me sumí en una oscura espiral. Pasaba la mayor parte de mi tiempo en la biblioteca, donde fingía que estudiaba. Estaba en el séptimo piso y una tarde me quedé mirando al horizonte. Me imaginé que saltaba por la ventana y aterrizaba en la nieve, donde no dolería tanto.

Una bibliotecaria me vio (más tarde me contaron que yo había estado llorando) y llamó al médico del campus. Después de eso, las medicinas fueron algo inevitable. Mi madre vino a Vermont. Ella y el doctor Willoughby (un hombrecillo viejo y gris, con el pelo canoso, gafas ahumadas y un diente descolorido) decidieron que lo mejor era que acudiera a una terapia y me tomara Y-. La medicación me quitó la tristeza y la reemplazó con otra cosa; no era felicidad, sino un murmullo sordo, una interferencia en mis sensaciones que no se podía subir o bajar de volumen.

Mucho después de acabar la universidad y la terapia, y de haberme mudado a Nueva York, seguía tomando Y-. Vivía en una casa en Brooklyn, en la calle Swann, en el segundo piso de un edificio de piedra rojiza. Era un apartamento largo y estrecho, con suelos de madera y un ventanal que daba a la calle principal. Ese piso, en un barrio tan codiciado, se salía de mi presupuesto pero Jeremy, el primo de mi madre, era el dueño, así que me lo dejaba a un precio muy reducido. Me lo hubiera dejado gratis de no ser por la insistencia de mi madre, que decía que debía darle algo, así que al final acabé pagando muy poco. Jeremy trabajaba como periodista para el Wall Street Journal. Cuando su mujer falleció estaba como loco por irse de Nueva York y especialmente de Brooklyn, el barrio en el que tan mal lo había pasado. Sus jefes lo mandaron a Buenos Aires, después a El Cairo. La casa tenía dos habitaciones y una de ellas estaba llena con sus cosas, pero no parecía que fuese a volver nunca a por ellas.

 

No tenía muchas visitas en la calle Swann. Mi madre venía a verme una vez al año. Mi amiga Carmen se pasaba algunas veces, pero sobre todo la veía en la cafetería. En mi vida real tendría más amigos, y cenas en grupo, y gente que se quedara a dormir, pero mi vida todavía no era real.


El día después de mi enfrentamiento con la chica miré a un lado y a otro de la calle, pero no la vi, así que salí, aliviada por que no me estuviera siguiendo. Me esperaba una jornada de trabajo en la cafetería, pero primero tenía que ir a mi reunión de Waist Watchers. Escogí el camino largo para no encontrarme con el grupo de chicos que solían estar en la esquina y me hacían comentarios groseros.

Las reuniones se convocaban en Second Street, en el sótano de una iglesia de piedra gris situada entre una tintorería y un gimnasio, y en cuya fachada había un rosetón en forma de margarita. Ya dentro de la iglesia, bajé las curvadas escaleras hacia el sótano, donde me saludó la mujer de siempre con su carpeta sujetapapeles. «Hola, Plum», me dijo, y me hizo señas para que me subiera a la báscula. «Ciento treinta y siete kilos», me susurró, y me alegré de pesar un kilo menos que la semana pasada.

En la mesa situada junto a la puerta firmé el registro y cogí las recetas de la semana, dándome prisa para poder irme antes de que empezara la reunión. Había asistido a Waist Watchers durante años y no necesitaba ir más; en mi lecho de muerte todavía sería capaz de recitar los principios básicos del programa.

Solo había mujeres en las reuniones matinales, la mayoría de ellas un poco mayores que yo, con bebés o niños en sus regazos. Estaban ligeramente fofas debido a los embarazos, pero no estaban gordas. A su lado me sentía mucho más grande y más joven. Comparada con ellas, era como una de las adolescentes de Kitty, aunque iba a cumplir treinta años. Cuando estaba rodeada de mujeres que llevaban vidas de adultas, el tipo de vida que yo debería haber llevado, me sentía inmovilizada en el tiempo, como un animal flotando en un tarro de formol.

Subí otra vez por las escaleras y metí las recetas, impresas en cartulinas, en el maletín del portátil. En casa tenía una colección de más de mil recetas de Waist Watchers ordenadas por aperitivos, primeros platos, postres y todo eso. Después de cocinar un plato lo calificaba con estrellas. Cinco estrellas era lo mejor.

Intentaba seguir lo que me decían en Waist Watchers pero era difícil. Empezaba todos los días con un desayuno adecuado y me preparaba algo para picar a lo largo del día, pero algunas veces tenía tanta hambre que me temblaban las manos y no me podía concentrar en nada. Entonces comía cosas malas. No podía soportar estar hambrienta. Para mí tener hambre era similar a estarse muriendo.

Dado mi fracaso a la hora de hacer dieta el plan era cambiar Waist Watchers por una cirugía de reducción de estómago. La tenía programada para octubre, en poco menos de cuatro meses. Estaba muy emocionada, pero también tenía un poco de miedo ante la idea de que me sajaran los órganos internos y me los recolocaran, y las posibles complicaciones posteriores.

La operación haría que mi estómago fuera del tamaño de una nuez, y después solo sería capaz de ingerir unas cucharaditas de comida durante el resto de mi vida. Esa era la parte aterradora, pero el milagro sería que perdería entre cinco y diez kilos al mes.

En un año era posible perder más de noventa kilos, pero no iría tan lejos. Yo quería llegar a unos cincuenta y siete kilos, y entonces sería feliz. Waist Watchers no podía ofrecerme eso. Había seguido el programa durante años y estaba más gorda que nunca.

Cuando salí de la oscura iglesia, parpadeando ante la cegadora luz del sol, esperaba ver a la chica apoyada en un árbol, pero no estaba allí. Crucé rápido la calle para no tener que pasar por delante de los ventanales del gimnasio y evitar que esos vanidosos de las cintas de correr se me quedasen mirando.


Como no había visto a la chica aquel día supuse que la había ahuyentado, pero cuando llegué a la cafetería estaba allí. Más que seguirme había empezado a adelantárseme. A lo mejor me echaba en cara que era yo la que la estaba siguiendo.

Mientras pasaba por delante de ella se puso a mordisquear el tapón de su bolígrafo, fingiendo estar sumida en sus propios pensamientos. La ignoré y coloqué el portátil en mi mesa habitual. Teniéndola tan cerca, me iba a ser difícil concentrarme en mi trabajo, pero me metí en mi cuenta y descargué los mensajes. Abrí el primero.


De: LuLu6

Para: DaisyChain

Asunto: hermanastro

Querida Kitty,

Tengo 14 años y medio. Espero q me puedas ayudar. Mi madre se casó el año pasado con un tipo que se llama Larry. Mi padre de verdad está muerto. Larry tiene dos hijos son mis hermanastros Evan y Troy. Estoy muy asustada y no sé q hacer. Muchas veces me despierto en mitad de la noche y Troy está en mi habitación, mirándome dormir. Cuando ve q me despierto se va. Tiene 19. Creo q a lo mejor me toca pero no lo sé. Una vez entró en el baño mientras me estaba duchando y me vio desnuda. Dice q le gustan mis tetas. Se lo conté a mi madre y me dijo q me lo estaba inventando para q se divorciara de Larry (pq le odio) ¿Qué hago?

Con cariño,

LuAnne de Ohio


LuAnne era mi primera chica del día, así que no estaba en la plenitud de mis facultades mentales. Miré por la ventana para librarme de la ansiedad producida por el puntero parpadeante y empecé a responderle en mi cabeza.

Querida LuAnne, siento que tu madre no te crea. Ni siquiera debería tener derecho a llamarse a sí misma “madre”. Las progenitoras de las lectoras de Kitty a menudo escogían a sus hombres frente a sus hijas; su necesidad de romance sobrepasaba su deseo de protegerlas. Me apetecía preguntarle a LuAnne su teléfono para llamar a su madre y decirle que era una persona horrible. Me alegro de que me hayas pedido ayuda, LuAnne. Habla inmediatamente con el psicólogo de tu instituto. No, eso tampoco. LuAnne se merecía algo mejor que ser pasada de uno a otro como si fuera un relevo.

Con esa chica tan extraña en mi visión periférica, como un insecto, llevé las manos al teclado y empecé a escribir, canalizando la voz de Kitty:


De: DaisyChain

Para: LuLu6

Asunto: Re: hermanastro

Querida LuAnne:

Me parece muy mal que tu madre no te crea. Yo sí lo hago. Te recomiendo que cierres tu puerta con cerrojo cuando te vayas a dormir. Si no tiene coloca una silla u otro mueble frente a la puerta y pon libros o algo pesado encima. Si Troy consigue entrar en tu habitación, grita tan fuerte como puedas cuando le veas. Tampoco estaría mal tener al lado un bate de béisbol o algo así. ¿Tienes un teléfono móvil? Si lo tienes, puedes llamar a la policía en un caso de emergencia.

Lo siguiente que quiero que hagas es que le cuentes a un adulto de tu confianza (la madre de tu mejor amiga o tu profesora favorita) lo que está pasando, y seguro que ella puede ayudarte. Si no puedes encontrar a alguien que te ayude, tendrás que hablar con la policía. ¿Sabes dónde está la comisaría de tu barrio? Puedes ir allí y explicar lo que te está ocurriendo a uno de los agentes. Pide hablar con una mujer policía.

Me alegro de que me lo contaras, LuAnne. Te mando mucho ánimo a través de este email.

Con cariño,

Kitty (besos)


Releí mi respuesta y la mandé. Intentaría no volver a pensar en LuAnne, en la puerta de su habitación con una silla colocada delante, en su hermanastro metiéndose entre las sábanas para estar junto a ella y sentenciándola a toda una vida de terapia psicológica o algo peor. Necesitaba borrarla de mi mente, y para eso Internet era muy apropiado, la gente podía ser eliminada, silenciada. Solo respondía una vez a cada chica, y si me escribían de nuevo las ignoraba. Con el volumen de mensajes que me llegaban cada día, no tenía tiempo para convertirme en su amiga. Para sobrevivir a mi trabajo necesitaba el cinismo de un médico de urgencias.

Siguiente.

Había cientos de mensajes en mi bandeja de entrada. Antes de continuar me apetecía comer, mi habitual hummus bajo en calorías y germinados con pan de avena (300), pero la chica estaba en la caja pagando por un batido de frutas. Carmen se lo sirvió sin saber que existía un hilo invisible que nos conectaba a la chica y a mí. Donde quiera que fuera yo, allí iba ella.

La cafetería de Carmen parecía una cocina de los años cincuenta, con las paredes pintadas de turquesa y tazas de té vintage como adornos. La fachada era una cristalera que ofrecía una vista de Violet Avenue, que parecía un retablo viviente de personas y coches. De vez en cuando, Carmen necesitaba ayuda y yo me ponía en la caja o en la cocina, llegando antes de que amaneciera para preparar cupcakes y pan de plátano. A pesar de la tentación me encantaba hornear pasteles, pero no me permitía hacerlo a menudo.

Conocí a Carmen en la universidad y, aunque en aquel entonces éramos simples compañeras, volvimos a encontrarnos en Nueva York. Me permitía usar la cafetería como si fuera mi oficina. Ya éramos amigas, dado que nuestra relación abarcaba llamadas de teléfono y quedadas ocasionales, pero ahora que Carmen estaba embarazada me preocupaba pensar que las cosas iban a cambiar.

La chica volvió a su mesa con el batido y se sentó. No escribió nada en la agenda, aunque estaba abierta frente a ella. En vez de eso, se dedicó a darles vueltas a los anillos plateados que llevaba en los dedos, pasándolos de uno a otro. Parecía aburrida. Era yo quien la estaba aburriendo.

¿Estaría siguiéndome de verdad? Me había parecido que se sorprendió mucho cuando me enfrenté a ella. No podía pensar en una sola razón para que me acechara, a no ser que Kitty la hubiera mandado para espiarme, para asegurarse de que estaba haciendo mi trabajo. No parecía el tipo de chica que trabajaba para Kitty, pero lo cierto es que yo tampoco.


De: AshliMcB

Para: DaisyChain

Asunto: problema gordo

Querida Kitty,

Esto va a sonar extraño, pero me gusta cortarme los pechos con una cuchilla. Es algo que empecé a hacer el mes pasado, pero no sé por qué lo hago. Me gusta dibujar el contorno de mis pezones y observar la sangre empaparme el sujetador. Me da mucha vergüenza y no hay nadie a quien se lo pueda contar. Odio mis tetas, así que no me importa si tienen cicatrices. Son pequeñas y no son iguales. He visto algo de porno en Internet y sé que no soy normal, pero no puedo seguir cortándomelas porque me puedo desangrar o las heridas se me pueden infectar. Por favor, ayúdame. No puedo parar. Sé que es raro, pero lo hago porque me siento bien. Duele, pero también me gusta.

Tu amiga Ashli (17 años)


Una que se cortaba. Sentí un bajonazo momentáneo ante la idea de que unas chicas con tantos problemas le tuvieran que estar escribiendo a una revista para recibir ayuda, pero si no lo hicieran yo no tendría trabajo. Miré en los archivos de mi ordenador y copié y pegué la respuesta estándar para las que se hacían daño a sí mismas, con unos cuantos detalles personalizados.


De: DaisyChain

Para: AshliMcB

Asunto: Re: problema gordo

Querida Ashli:

Me preocupa mucho que te estés cortando. Muchas chicas lo hacen, así que por favor no te sientas rara, pero como tu amiga te pido que dejes de hacerlo ya. No estoy legalmente cualificada para darte consejos acerca de este tema, pero al final de este correo tienes una página web que te dará mucha información y opciones para conseguir ayuda profesional cerca de tu casa.


El siguiente párrafo de mi correo se centraría en los pechos y en la pornografía. Mis Archivos/Kitty/Pechos/Porno.


Muchas chicas tenemos pechos que no son simétricos. Por favor, recuerda que las mujeres que aparecen haciendo porno no son normales. ¡Tú eres normal!

 

Para hacerla sentir mejor podría haberle dicho que yo no me atrevía a mostrar mis propias tetas, con los pezones apuntando al suelo, a nadie. Odiaba enseñárselas incluso a los médicos, aunque cuando estaba tumbada en la camilla no estaban tan mal. Solo cuando estaba de pie uno podía ver el espantoso efecto que producían. No podía decirle eso a Ashli porque me estaba haciendo pasar por Kitty cuyos pechos perfectos y simétricos se mantenían erectos, estaba segura de ello.

El resto de la tarde, los mensajes que respondí tocaban los temas predecibles (dietas, chicos, cuchillas y sus diferentes usos). También había varias quejas de las lectoras canadienses de la revista. Querida Tania: Seamos razonables. No me referí a Quebec como un país a propósito. Había algunos un poco más difíciles. Querida Kitty: ¿Alguna vez has tenido la fantasía de que te violaran?, pero nada que no pudiera manejar. Daba igual lo rápido que contestara los mensajes, seguían llegando, así que pocas veces sentía satisfacción por mis logros. Mientras que a otras chicas en países lejanos les habían trinchado los genitales como si fueran un pavo en Acción de Gracias, las chicas de Kitty tenían sus propios y urgentes problemas. Si Matt no me llama, ME MORIRÉ. No se me daban bien las dudas acerca de los chicos.

No existía un final para las súplicas. Venían del centro del país, del norte y del sur, del este y el oeste. Parecía que no había un lugar en suelo norteamericano que no estuviera empapado con las lágrimas de tantas chicas. Después de escribir un mensaje en el que explicaba la diferencia entre vulva y vagina (Tu vagina es el pasillo hasta la cérvix. Te provee de una salida para el ciclo menstrual. Respondiendo a tu pregunta, no, no puedes afeitarte la vagina. ¡Ahí no hay pelo!), alcé la vista y descubrí que la chica se había ido. Aliviada, abrí el siguiente mensaje, sin esperar nada interesante o que restaurara mi fe en las chicas adolescentes. Todas las noches, después de la cena, voy al baño y vomito. Antes de que me pudiera sumir en la desesperación, lo que solía ocurrir todas las tardes a partir de las tres, Carmen me sorprendió con una taza de café solo (SIN CALORÍAS) y una galleta de avena (195).

Llevaba una camisola premamá en tonos pastel, su enorme barriga parecía un huevo de Pascua. Se sentó enfrente de mí, dejando escapar un resoplido y pasándose los dedos por su pelo negro y recogido.

—Venga, léeme uno.

Los mensajes de las chicas de Kitty tenían todo el morbo de un accidente de coche. Miré a la pantalla de mi ordenador.

—Querida Kitty, ¿está mal tener sexo con tu padre?

—Te lo estás inventando. Por Dios.

No estaba muy segura y esperaba que yo le hiciera una señal. Cuando empecé a reírme, ella también lo hizo, y me sentí malvada, como una psicóloga burlándose de sus pacientes. Carmen se frotó la barriga y dijo:

—Queríamos que fuese una niña, pero ahora ya no estoy segura. Me has asustado. Esas chicas me dan miedo.

—No a simple vista —le dije—. Solo cuando escarbas.

—Eso da más miedo todavía.

Ahora que tenía la atención de Carmen, decidí preguntarle sobre la chica misteriosa. No la había mencionado antes porque no quería parecer una paranoica.

—¿Te has fijado en esa chica de allí? —pregunté, señalando a la silla vacía.

—¿La del delineador de ojos? Ha estado viniendo mucho últimamente. ¿Por qué? ¿Te estaba molestando?

—Parece un poco extraña, ¿no crees?

Carmen se encogió de hombros.

—No particularmente. Ya ves el tipo de personas que vienen por aquí.

Hizo una pausa, y esperé que estuviera recordando algo importante acerca de la chica. En vez de eso, me preguntó si podría cubrir un turno la semana siguiente mientras ella iba al médico. Me lo pensé. Estaba intentando portarme bien con mi dieta. Sentarme en mi mesa no estaba tan mal si podía bloquear las vistas y los olores que me rodeaban, y beber solo café y té, pero estar tras el mostrador era otra cosa.

—Claro —dije. Algunos días, Carmen era la única persona con la que hablaba. Eran charlas intrascendentes; pero ella podía distraerme en los momentos adecuados. Solo por eso, ya se lo debía.

Carmen volvió al trabajo, y dado que estaba siendo buena, me permití darle un pequeño mordisco a la galleta de avena. Dos chicas en la mesa de al lado sonrieron burlonamente mientras me observaban. Dejé la galleta y decidí trabajar más rápido para poder irme antes. La mejor manera era tirarme de cabeza a la piscina, abriéndome paso entre la oscuridad, sin dejar que nada me afectara, permitiendo que la corriente me llevara:


Por qué todas las modelos de tu revista son tan delgadas qué suerte nunca seré nada excepto una gorda me dijo después de clase pero todavía me gusta y sé que es una locura pq se porta fatal conmigo y mi amiga se quiere librar de los granos de los brazos me puedes ayudar por favor pq mis muslos parecen tan gruesos en bañador así q debería dejar el equipo de natación o qué debería hacer si ningún chico me invita al baile pq mi primo me dijo q fuera con él pero eso es incesto o no a los chicos les gustan las pelirrojas mi vagina no es sexy tetas mi profe de historia me dijo cuando me puse la camiseta morada o sea q es un pervertido y ahora tengo miedo de engordar durante las vacaciones qué puedo hacer si no me puedo pagar una rinoplastia no le voy a gustar a ningún chico con esta nariz estoy segura es un misterio para mí cómo puedes dormir por las noches zorra estúpida pero por qué me dijo eso no soy una zorra así que no entiendo por qué mi madre no me deja usar tampones pq le dije que seguiría siendo virgen si me ponía un tampón le puedes escribir para decírselo mi novio y yo lo hemos hecho porque me obligó pero después dijo que lo sentía mucho así que cuenta eso como violación pq todavía le quiero pero estoy confusa y por qué cada vez que me pongo pintalabios rojo se me manchan los dientes.


Y un último mensaje, de un hombre que estaba en la cárcel: «Me gusta masturbarme con tus fotos. ¿Me envías un par de bragas?».

Borrar.


En casa me esperaba un paquete. Me senté en la cama con el bolso y el maletín del portátil todavía colgados y abrí el sobre acolchado. Dentro había un vestido camisero de popelín hasta la rodilla, blanco, ribeteado en violeta. Era todavía más bonito que en las fotografías.

En la esquina de mi habitación tenía un espejo de cuerpo entero con marco de metal. Lo mantenía tapado con una sábana blanca, que aparté para poder sostener el vestido frente a mí, imaginándome cómo me quedaría cuando me cupiera. Cuando acabé lo coloqué en el armario junto con el resto de ropa que me quedaba pequeña.

Mi ropa normal, la que me ponía todos los días, estaba arrebujada en la cómoda o tirada por el suelo. De tejido flexible y sin forma alguna, llena de kilómetros de goma elástica, no estaba a la moda ni pasada de moda, simplemente no era moda. Siempre me vestía de negro y pocas veces me desviaba del uniforme de faldas hasta el tobillo y camisetas de manga larga, incluso en verano. Mi cabello también era casi negro. Durante años lo había llevado en una melenita a la altura de la barbilla que pensaba que me hacía más delgada, junto con un flequillo recto. Me gustaba ese corte pero hacía que mi cabeza pareciera una bola que se podía desenroscar del resto de mi cuerpo, como un frasco de perfume.

Dentro del armario, no había nada negro, solo luz y color. Durante meses había estado comprando la ropa que me pondría después de la operación. Los paquetes llegaban dos o tres veces por semana: blusas en lavanda y mandarina, faldas de tubo, vestidos, unos cuantos cinturones (jamás me había puesto un cinturón). No iba a comprarlos en persona; cuando alguien de mi talla entra en una tienda de ropa la gente se queda mirando. Lo había hecho solo una vez, al ver un vestido en el escaparate al que no me pude resistir. Entré, lo pagué y después hice que me lo envolvieran como si fuera un regalo para otra persona.

Nadie se había enterado de lo de la ropa, ni siquiera Carmen o mi madre. Carmen ni siquiera sabía lo de la cirugía, pero mi madre sí, y estaba totalmente en contra. Le preocupaban las posibles complicaciones. Me envió artículos de prensa que se centraban en lo peligroso del procedimiento, y una historia muy trágica acerca de unos niños que se habían quedado huérfanos cuando su madre se murió después de la operación.

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