Al Faro

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Al Faro


Al Faro (1927) Virginia Woolf

© Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Edición: Noviembre 2020

Imagen de portada: Ana Gabriela León

Traducción: Rogelio Quintanar (para Editorial Lectorum S.A. de C.V.)

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  Parte I. La ventana.

2  Capítulo 1

3  Capítulo 2

4  Capítulo 3

5  Capítulo 4

6  Capítulo 5

7  Capítulo 6

8  Capítulo 7

9  Capítulo 8

10  Capítulo 9

11  Capítulo 10

12  Capítulo 11

13  Capítulo 12

14  Capítulo 13

15  Capítulo 14

16  Capítulo 15

17  Capítulo 16

18  Capítulo 17

19  Capítulo 18

20  Capítulo 19

21  Parte II. El tiempo pasa.

22  Capítulo 1

23  Capítulo 2

24  Capítulo 3

25  Capítulo 4

26  Capítulo 5

27  Capítulo 6

28  Capítulo 7

29  Capítulo 8

30  Capítulo 9

31  Capítulo 10

32  Parte III. El Faro.

33  Capítulo 1

34  Capítulo 2

35  Capítulo 3

36  Capítulo 4

37  Capítulo 5

38  Capítulo 6

39  Capítulo 7

40  Capítulo 8

41  Capítulo 9

42  Capítulo 10

43  Capítulo 11

44  Capítulo 12

45  Capítulo 13

46  Capítulo 14

Parte I. La ventana.

Capítulo 1

—Si hace buen tiempo, seguro que iremos —dijo la señora Ramsay—. Pero tendrás que levantarte temprano —añadió.

Fue grande la alegría que aquellas palabras causaron en su hijo menor, como si ya hubiera quedado decidido que la expedición era segura y que lo más grande que anhelaba desde hacía tanto tiempo —años y años, se diría— se hallaba, después del breve paréntesis de la oscuridad de una noche y de una jornada de navegación, al alcance de la mano. Dado que a los seis años pertenecía ya a la gran familia de quienes son incapaces de separar un sentimiento de otro, y están obligados a permitir que las esperanzas futuras, con sus alegrías y sus penas, oscurezcan la realidad presente, y dado que para tales personas, incluso cuando no son más que niños, cualquier giro de la rueda de las sensaciones tiene poder para cristalizar y fijar el momento sobre el que descansa su sombra y su luz, James Ramsay, sentado en el suelo mientras recortaba las ilustraciones del catálogo de los Almacenes del Ejército y de la Marina, dotó, mientras su madre hablaba, de una felicidad celestial a la imagen de un refrigerador. Era un aparato aureolado de alegría. La carretilla, la segadora de césped, el ruido de los álamos, la palidez de las hojas antes de la lluvia, los graznidos de los cuervos, el raspar de las escobas, el frufrú de los vestidos: cada una de aquellas sensaciones tenía en su mente un colorido tan nítido que constituían ya un código privado, un lenguaje secreto, aunque él, con su frente alta y sus despiadados ojos azules, impecablemente cándidos y puros, fruncido ligeramente el ceño ante el espectáculo de la fragilidad humana, pareciera la imagen de la severidad más inflexible y absoluta, por lo que su madre, al verlo guiar sin vacilación las tijeras en torno al refrigerador, se lo imaginó todo de rojo y armiño, administrando justicia o dirigiendo una importante y delicada operación financiera durante alguna crisis de los asuntos públicos.

—Pero no va a hacer buen tiempo —dijo su padre, deteniéndose delante de la ventana de la sala de estar. Si hubiera tenido a la mano un hacha, un atizador para el fuego o cualquier otra arma capaz de agujerear el pecho de su padre y de matarlo, allí mismo y en aquel instante, James la hubiera empuñado con gusto. Tales eran los abismos de emoción que el señor Ramsay provocaba en el pecho de sus hijos con su simple presencia: inmóvil, como en aquel momento, tan delgado como un cuchillo, tan afilado como una navaja, sonriendo sarcástico, no sólo por el placer de desilusionar a su hijo y arrojar ridículo sobre su esposa, que era diez mil veces mejor que él desde cualquier punto de vista –en opinión de James–, sino también por el secreto orgullo que le producía la exactitud de sus propios juicios. Lo que decía era verdad. Siempre era verdad. Era incapaz de decir algo que no fuese verdad; nunca modificaba los hechos; nunca renunciaba a una palabra desagradable en servicio de la conveniencia o del placer de ningún mortal, y menos aún de sus propios hijos, que, carne de su carne y sangre de su sangre, tenían que estar al tanto desde la infancia de que la vida es difícil; de que en materia de hechos no hay compromiso posible; y de que el paso a la tierra legendaria en donde nuestras esperanzas más gloriosas se desvanecen y nuestros frágiles barcos naufragan en la oscuridad —aquí el señor Ramsay se erguía y contemplaba el horizonte entornando sus ojillos azules—, requiere, por encima de todo, valor, sinceridad y capacidad de aguante.

—Pero quizá haga buen tiempo... espero que haga buen tiempo— dijo la señora Ramsay, impaciente, retorciendo un poco la calceta de color marrón rojizo que estaba tejiendo. Si las terminaba aquella noche, si, pese a todo llegaban a ir al faro, se las daría al farero para su hijito, enfermo de tuberculosis ósea; y acompañaría el regalo con un montón de revistas antiguas y algo de tabaco; a decir verdad, les llevaría cualquier cosa inútil que encontrase a mano y no hiciera más que ocupar espacio, con el fin de que aquellas pobres gentes que tenían que estar muertas de aburrimiento, sin otra ocupación durante todo el día que sacar brillo a la lámpara, despabilar la mecha y rastrillar su ridículo jardín, se distrajeran un poco. Porque, ¿a quién podía gustarle permanecer encerrado, durante todo un mes, y posiblemente más en época de tempestades, en una isla rocosa del tamaño de una pista de tenis?, preguntaba la señora Ramsay; a lo que había que añadir la ausencia de correspondencia y de periódicos y el no ver a nadie; y si se era casado, vivir separado de la esposa, no saber cómo estaban los hijos, si habían enfermado, o si se habían caído y se habían roto una pierna o un brazo; ver las mismas olas monótonas rompiendo semana tras semana, y luego la llegada de alguna terrible tempestad, las ventanas cubiertas de espuma, los pájaros chocando contra la lámpara, todo el edificio estremecido, y no atreverse siquiera a sacar fuera la nariz por temor a terminar en el fondo del mar. ¿Qué tal les parecería?, preguntaba la señora Ramsay, dirigiéndose de modo especial a sus hijas. De manera que, añadía, cambiando por completo de tono, había que llevarles cualquier consuelo que se tuviera al alcance de la mano.

 

—Directamente del oeste —dijo el señor Tansley, el ateo, abriendo mucho los dedos huesudos para que el viento soplara entre ellos, porque acompañaba al señor Ramsay en su paseo vespertino a lo largo de la terraza. Que el viento procediera del oeste significaba que soplaba en la peor dirección posible para desembarcar en el faro. Sí, decía cosas desagradables, reconoció la señora Ramsay; era una crueldad desilusionar todavía más a James; pero, al mismo tiempo, no les dejaría que se rieran de él. “El ateo”, lo llamaban; “el ateíto”. Rose se burlaba de él; Prue se burlaba de él; Andrew, Jasper y Roger hacían lo mismo; incluso el viejo Badger, al que ya no le quedaba ni un solo diente, lo había mordido, por ser –en palabras de Nancy– el enésimo joven que los había perseguido hasta las islas Hébridas, cuando era mucho más agradable la soledad.

—Tonterías —dijo la señora Ramsay con gran seriedad. Dejando a un lado la tendencia a exagerar que habían heredado de ella y prescindiendo de que no les faltaba razón cuando insinuaban que invitaba a demasiada gente, por lo que a algunos tenían que buscarles alojamiento en el pueblo, no soportaba que se tratara descortésmente a sus invitados, a los jóvenes en particular, que eran tan pobres como ratas, “excepcionalmente capacitados”, decía su marido — además de grandes admiradores suyos—, y que venían a pasar con ellos las vacaciones. De hecho todo el sexo masculino estaba bajo su protección; por razones que era incapaz de explicar, por su caballerosidad y su valor y porque negociaban tratados y gobernaban la India y controlaban las finanzas; y en último extremo por una actitud hacia ella que cualquier mujer, inevitablemente, consideraría agradable; por un algo confiado, infantil y reverente que una mujer mayor podía aceptar de un joven sin pérdidas de dignidad; y desventurada la muchacha —¡rogaba al Cielo que entre su número no se contara ninguna de sus hijas!— que no sintiera, hasta la médula de los huesos, la importancia de aquella actitud y todo lo que implicaba.

La señora Ramsay se volvió hacia Nancy con expresión severa. —No los había perseguido—, dijo. —Lo habían invitado—.

Tenían que encontrar algún modo de escapar a todo aquello. Tenía que haber alguna manera más sencilla, menos laboriosa, suspiró. Cuando se miraba al espejo y veía los cabellos grises y las mejillas hundidas a los cincuenta años, se le ocurría que quizás podría haber sido más eficaz con su marido, en la administración del dinero, al ocuparse de los libros del señor Ramsay. Pero, en cuanto a ella, nunca lamentaría, ni por un momento, las decisiones tomadas, ni rehuiría las dificultades ni se desentendería de sus obligaciones. En aquel instante su aspecto resultaba impresionante y tan sólo en perfecto silencio, la cabeza todavía inclinada sobre el plato, les fue posible a sus hijas —Prue, Nancy, Rose—, después de que les hubiera hablado con tanta severidad sobre Charles Tansley, volver a juguetear con las ideas heterodoxas que habían cultivado en una vida diferente de la de su madre; en París, quizá; una vida menos controlada; sin estar siempre pendientes de algún hombre; porque en la mente de todas existía una muda voluntad de desafío ante cuestiones como la deferencia y la caballerosidad, el Banco de Inglaterra y el Imperio Británico, los anillos y los adornos de encaje, aunque también había en ello algo de la esencia de la belleza, que despertaba en sus corazones juveniles la admiración de los valores masculinos y hacía que, mientras se sentaban a la mesa bajo la mirada de su madre, rindieran homenaje a su extraña severidad, a su extremada cortesía, como la de una reina que alza del barro el pie del mendigo y procede a lavarlo, y ello incluso cuando las reprendía con tanta severidad por su manera de hablar sobre el miserable ateo que los había perseguido hasta la isla de Skye o, hablando con más propiedad, al que se había invitado a pasar una temporada con ellos.

—No se podrá desembarcar mañana en el faro —dijo Charles Tansley, uniendo las manos ruidosamente mientras seguía junto a la ventana con el señor Ramsay. Ya había hablado más de lo necesario, sin duda alguna. La señora de la casa quería que se marcharan y prosiguieran su conversación y los dejaran solos a ella y a James. Contempló a su invitado. Era un ejemplar absolutamente impresentable de la raza humana, decían los niños, todo él bultos y oquedades. Jugaba rematadamente mal al críquet, era fisgón y arrastraba los pies al andar. Y un estúpido sarcástico, decía Andrew. Sabían perfectamente lo que más le gustaba: estar siempre paseando —arriba y abajo, abajo y arriba— con el señor Ramsay, explicando quién había ganado esto, quién aquello, quién se hallaba excepcionalmente dotado para el verso latino, quién “aunque brillante, está en mi opinión, totalmente equivocado”, quién, sin duda, “es el tipo más capaz de Balliol”, si bien, por el momento, ocultase su luz en Bristol o en Bedford, pero del que, indefectiblemente, se volvería a hablar cuando se publicara el resumen de su tesis (sobre alguna rama de la matemática o de la filosofía), resumen del que el señor Tansley tenía en su poder, en galeradas, las primeras páginas, en el caso de que el señor Ramsay quisiera verlas. Tales eran las cosas de las que hablaba con su anfitrión.

A veces la señora Ramsay no podía evitar la risa. Días antes ella había dicho algo sobre “olas altas como montañas”. Sí, respondió Charles Tansley, el mar estaba un poco encrespado. “¿No se ha calado usted hasta los huesos?”, le preguntó. “Algo húmedo, pero no calado”, dijo el señor Tansley, pellizcándose la manga y palpándose los calcetines.

Pero no era eso lo que les molestaba, decían sus hijos. No se trataba de su cara ni de sus modales. Era él: su punto de vista. Cuando hablaban de algo interesante, gente, música, historia, cualquier cosa, incluso cuando decían que hacía muy buena noche y que por qué no se sentaban en la terraza, su queja sobre Charles Tansley era que sólo se sentía satisfecho cuando daba por completo la vuelta al tema, consiguiendo de algún modo brillar él y denigrarlos a ellos, y haciendo de paso que se sintieran incómodos por su manera avinagrada de dejarlo todo despellejado y exangüe. Y añadían que iban a los museos y a las exposiciones y les preguntaba si les gustaba su corbata. Y bien sabía Dios, decía Rose, que no era ése el caso.

En cuanto terminó la comida, los ocho hijos e hijas de los señores Ramsay, sigilosos como ciervos, salieron del comedor en busca de sus dormitorios, único refugio posible en una casa donde no había ningún otro sitio para discutir de todo y de nada: la corbata de Tansley, la aprobación de la ley de la reforma, las aves marinas y las mariposas, la gente; y todo ello mientras la luz del sol inundaba los cuartos del ático —separados entre sí por tabiques muy delgados, de manera que se oía con nitidez cualquier ruido, incluidos los sollozos de la doncella suiza, que lloraba porque su padre se estaba muriendo de cáncer en un valle del cantón de los Grisones— e iluminaba bates de críquet, pantalones de franela, sombreros de paja, tinteros, botes de pintura, escarabajos y cráneos de pájaros, al mismo tiempo que hacía brotar de las largas tiras onduladas de algas colgadas de la pared un olor a sal y a maleza que también despedían las toallas, rasposas por la arena adherida durante el baño.

Querellas, divisiones, diferencias de opinión y prejuicios incorporados al entramado mismo del ser: ¡cuánto lamentaba la señora Ramsay que empezaran tan pronto! Sus hijos tenían una actitud muy crítica. Decían muchas tonterías. Salió del comedor con James de la mano, puesto que el pequeño no quería ir con los demás. A ella le parecía absolutamente sin sentido inventar diferencias cuando la gente, el Cielo era testigo, ya resultaba bastante distinta por naturaleza. Basta, y sobra, con las verdaderas diferencias, pensó, deteniéndose junto a la ventana de la sala de estar. Meditaba en aquel momento sobre ricos y pobres, clase alta y clase baja; era cierto que las personas de noble cuna recibían de ella, casi a regañadientes, cierta medida de respeto, porque ¿acaso no corría por sus venas la sangre de una casa italiana muy distinguida, aunque ligeramente apócrifa, cuyas hijas, desperdigadas por diferentes salones ingleses en el siglo xix, habían ceceado de manera encantadora y habían dado pruebas de su temperamento con gran ímpetu, por lo que todo el ingenio y el porte y el carácter de la señora Ramsay procedía de ellas y no de la lentitud de Inglaterra ni de la frialdad de Escocia? Pero meditaba sobre todo acerca del otro problema, el de los ricos y los pobres, el de las cosas que veía con sus propios ojos todas las semanas, a diario, allí y en Londres, cuando visitaba a esta viuda, o a aquella ama de casa combativa con una bolsa al brazo y en la mano una libreta y un lápiz que utilizaba para anotar, en columnas cuidadosamente trazadas para ese fin, ingresos y gastos, empleo y paro, con la esperanza de dejar de ser una simple mujer, cuya caridad era en parte freno a su indignación y en parte alivio de su curiosidad, para convertirse en investigadora y poner en claro el problema social, tarea que, debido a su escasa formación, admiraba grandemente.

Inmóvil junto a la ventana, con James de la mano, a la señora Ramsay le parecía que se trataba de cuestiones sin solución. El joven del que sus hijos se reían la había seguido hasta el cuarto de estar; se había detenido junto a la mesa y jugueteaba con algo, torpemente, sintiéndose fuera de lugar, estado de ánimo que ella adivinaba sin necesidad de volverse para mirarlo. Se habían ido todos: sus hijos, Minta Doyle y Paul Rayley, Augustus Carmichael, su marido; todos. Con un suspiro se volvió y dijo: —¿Le aburriría mucho acompañarme, señor Tansley?

Tenía que hacer un recado sin interés y escribir una o dos cartas; quizá tardaría diez minutos; se pondría el sombrero. Y, con la cesta y la sombrilla, reapareció diez minutos más tarde, dando la sensación de estar preparada, de haberse equipado para una breve excursión, que, sin embargo, tuvo que interrumpir por un instante, cuando pasaron junto a la pista de tenis, para preguntar al señor Carmichael —que estaba tomando el sol con sus amarillos ojos de gato entreabiertos, de manera que, al igual que los de un gato, parecían reflejar la agitación de las ramas o el movimiento de las nubes, pero sin dar el menor indicio de actividad mental o de emoción de ningún tipo— si quería alguna cosa.

Porque, dijo la señora Ramsay riendo, se disponían a hacer la gran expedición. Iban al pueblo. “¿Sellos, papel de cartas, tabaco?”, le sugirió, deteniéndose a su lado. Pero no, el señor Carmichael no quería nada. Juntó las manos sobre su espacioso vientre, guiñó los ojos como si le hubiera gustado responder amablemente a aquellas atenciones —la señora Ramsay se mostraba encantadora aunque un poco nerviosa—, pero no pudo hacerlo, hundido como se hallaba en la somnolencia gris verdosa que los abrazaba a todos — sin necesidad de palabras— en un vasto y benévolo letargo de buena voluntad: a toda la casa, a todo el mundo, a todas las personas que lo habitaban, porque, durante el almuerzo, había vertido en su copa unas gotas de algo, lo que explicaba, según la teoría de los chicos, la llamativa raya de color amarillo canario en unos bigotes y una barba que eran habitualmente de tonalidad lechosa. No quería nada, murmuró. Debería haber llegado a ser un gran filósofo, dijo la señora Ramsay durante el descenso por la carretera hacia el pueblo de pescadores, pero había hecho un matrimonio desgraciado. Mientras caminaba con la sombrilla muy derecha, poniendo de manifiesto con toda su actitud, sin que se supiera bien de qué forma, como estar a la espera, como si fuera a encontrarse con alguien al doblar la esquina, procedió a contar la historia del señor Carmichael; una aventura amorosa en Oxford, un matrimonio precipitado, la pobreza, el viaje a la India, algunas traducciones de poesía “muy hermosas, según creo”, su disposición para enseñar persa o indostaní a los chicos, pero ¿para qué servía eso en realidad?Y luego, allí lo tenía, tumbado, como había visto, sobre el césped.

 

A Tansley le halagó; después del desaire que se le había hecho, le aplacó que la señora Ramsay le contara aquello y se sintió revivir. Insinuando, además, como hacía ella, la grandeza del intelecto varonil incluso en su decadencia, la sujeción de las esposas (aunque ella no culpase a la muchacha y el matrimonio hubiera sido razonablemente feliz, en opinión suya) al trabajo de sus maridos, la anfitriona logró que se sintiera más satisfecho consigo mismo de lo que lo había estado hasta aquel momento, y le hubiera gustado, en el caso de tomar un taxi, pagar él la carrera. En cuanto a la bolsita, ¿no le permitiría que se la llevara? No, no, dijo la señora Ramsay, siempre la llevaba ella. Y así era, en efecto. Charles Tansley lo comprendió. Captaba muchas cosas y, en particular, algo que le estimulaba y le preocupaba, aunque por razones que no era capaz de explicar. Le gustaría que su anfitriona lo viera, con toga y muceta, participando en alguna procesión académica. Un puesto de profesor, una cátedra... se sintió capaz de cualquier cosa y se vio... pero ¿qué era lo que miraba la señora Ramsay? Un hombre pegando un cartel. La enorme hoja restallante se iba alisando, y cada nuevo brochazo revelaba nuevas piernas, aros, caballos, unos rojos y azules resplandecientes que ningún pliegue venía a perturbar, hasta que medio muro quedó cubierto con el anuncio de un circo; cien jinetes, veinte focas amaestradas, leones, tigres... Acercándose mucho, porque era corta de vista, la señora Ramsay leyó que... “visitaría aquella población”. Era sumamente peligroso para un manco, exclamó ella, trabajar en lo alto de una escalera de aquel modo: una cosechadora le había cortado el brazo hacía dos años.

—¡Tenemos que ir todos! —exclamó caminando de nuevo, como si aquella profusión de jinetes y caballos la hubieran llenado de un júbilo infantil, haciéndole olvidar su compasión.

—Tenemos que ir —dijo él, repitiendo las palabras de la señora Ramsay, pero con una falta tal de naturalidad que a su interlocutora le resultó penosa. “Tenemos que ir al circo.” No. No era capaz de decirlo bien. No era capaz de sentirlo. Pero ¿por qué no?, se preguntó ella. ¿Qué era lo que le pasaba? En aquel momento le caía muy bien. ¿Era que nunca lo habían llevado al circo, preguntó, de niño? Nunca, respondió, como si ella le hubiera hecho la pregunta que estaba deseando contestar; como si durante todos aquellos días hubiera estado anhelando contar cómo él y sus hermanos nunca habían ido al circo de pequeños. Eran una familia muy numerosa, nueve hermanos y hermanas, y su padre trabajaba para vivir. “Mi padre es boticario, señora Ramsay”. Charles se había pagado los estudios desde los trece años. Muchas veces había pasado el invierno sin abrigo. En la universidad nunca pudo “corresponder a la hospitalidad de otros” —ésas fueron sus ceremoniosas palabras—. Tenía que hacer que las cosas le durasen el doble que a lo demás; fumaba picadura, el tabaco más barato, el mismo que fuman en los muelles los viejos marineros retirados. Trabajaba con ahínco, siete horas diarias; su tema actual era la influencia de algo sobre alguien... Seguían caminando, y la señora Ramsay no captaba del todo el significado de sus palabras, que le llegaban aisladas... tesis... ayudante... adjunto... profesor. No era capaz de seguir la fea jerga académica, que, al parecer, brotaba de la boca de Tansley sin esfuerzo alguno, pero se dijo que ahora entendía por qué la idea de ir al circo lo había descentrado por completo, pobrecillo, y por qué había sacado a relucir al instante todo aquello sobre su padre y su madre y sus hermanos y sus hermanas; se ocuparía de que sus hijos no volvieran a reírse de él; se lo explicaría a Prue. Lo que le hubiera gustado, supuso, sería contar a sus amigos cómo había ido a ver una obra de Ibsen en compañía de los Ramsay. Era un pedante de tomo y lomo y la persona más aburrida del mundo. A pesar de que ya habían llegado al pueblo y estaban en la calle principal, con carros que rechinaban sobre los adoquines, aún seguía hablando sobre academias populares, enseñanza, obreros, ayudar a los de su clase y conferencias, hasta que la señora Ramsay llegó a la conclusión de que su acompañante había recuperado por completo la confianza en sí mismo, se había repuesto de la conmoción del circo, y estaba a punto (de nuevo le caía francamente bien) de decirle... pero allí, con las casas desapareciendo por ambos lados, se encontraron en el muelle, toda la bahía se extendió ante ellos y la señora Ramsay no pudo por menos de exclamar: “¡Qué hermosura!”. Porque tenía delante la gran bandeja de agua azul; el faro blanco, distante, austero, en el centro; y a la derecha, hasta donde llegaba la vista, desapareciendo y perdiéndose, en suaves pliegues bajos, las dunas, cubiertas de ondeantes hierbas silvestres, que siempre parecían alejarse hacia algún país lunar, desconocido de los hombres.

Aquél era el panorama, dijo, deteniéndose, mientras los ojos se le volvían más grises, que gustaba mucho a su marido.

Hizo una pequeña pausa. Pero ahora, añadió, habían llegado los artistas. De hecho, a muy pocos pasos, se encontraba uno de ellos, con sombrero de paja y botas amarillas, de rostro redondo y colorado, serio, meticuloso y absorto, que, pese a los diez niñitos que le observaban atentamente, examinaba el paisaje con aire de honda satisfacción y luego, una vez que había mirado, mojaba el pincel hundiendo la punta en algún suave montículo verde o rosa. Desde que el señor Paunceforte había estado allí, tres años antes, todos los cuadros eran así, explicó la señora Ramsay, verdes y grises, con embarcaciones a vela de color amarillo limón en el mar y en la playa mujeres de color rosa.

Pero los amigos de su abuela, dijo, mirando discretamente mientras pasaban, se esforzaban muchísimo; primero mezclaban sus propios colores, después los trituraban y finalmente los cubrían con paños húmedos para evitar que se secaran.

El señor Tansley supuso que su acompañante quería que viera las insuficiencias del cuadro de aquel hombre, ¿era así como se decía? ¿Que los colores no eran sólidos? ¿Era aquello lo que se tenía que decir? Bajo la influencia de la extraordinaria emoción que había ido creciendo durante todo el paseo, de la emoción que había empezado en el jardín, cuando quiso llevarle la bolsa, y que había aumentado en el pueblo cuando le contó su vida y milagros, estaba llegando a tener una visión ligeramente deformada de sí mismo y de todo lo que había conocido. Era sumamente extraño.

Se quedó a esperarla en la sala de la casita a donde la señora Ramsay lo había llevado, mientras ella subía un momento a los cuartos para ver a una enferma. Oyó arriba sus pasos rápidos y luego su voz, alegre primero, reposada después; contempló los tapetes, los tarros para el té, los fanales; esperó con creciente impaciencia; anticipó con vivo placer el paseo de vuelta, decidido esta vez a llevar la bolsa de su anfitriona; luego la oyó salir, cerrando una puerta; y estaba diciéndole a alguien que tenían que mantener las ventanas abiertas y las puertas cerradas y que acudieran a su casa para pedir cualquier cosa que necesitaran (debía de tratarse de una niña), cuando se presentó ante sus ojos de repente, se detuvo sin hablar unos momentos (como si hubiera estado representando un papel en el piso de arriba y ahora se permitiera ser un poco ella misma), y aún se inmovilizó más delante de un cuadro de la reina Victoria con la cinta azul de la orden de la Jarretera; entonces, de pronto, se dio cuenta de lo que le estaba pasando, lo entendió con toda claridad: la señora Ramsay era la criatura más hermosa que había visto nunca.

Con estrellas en los ojos y velos en los cabellos, adornada con ciclamen y violetas silvestres... ¿qué tonterías estaba pensando? Tenía por lo menos cincuenta años y ocho hijos. Atravesando campos florecidos y llevándose al pecho capullos tronchados y corderos caídos; con estrellas en los ojos y el viento en los cabellos... él sosteniendo la bolsa.

—Adiós, Elsie —dijo la señora Ramsay antes de empezar a caminar calle arriba, manteniendo el paraguas muy recto y avanzando como si esperase encontrar a alguien a la vuelta de la esquina, mientras que, por primera vez en su vida, Charles Tansley sintió un orgullo fuera de lo común; un hombre que trabajaba en un canal de drenaje se detuvo para mirarla; bajó los brazos y la miró; Charles Tansley sintió un orgullo extraordinario; sintió el viento y el ciclamen y las violetas porque, por primera vez en su vida, caminaba junto a una mujer hermosa y le llevaba la bolsa.

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