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El intruso

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Aresti no conoció otro padre que el señor Juan, y Sánchez Morueta fué para él un hermano. El mocetón grave, de carácter áspero, tuvo para el pequeño dulzuras y atenciones que sorprendían á la familia.

Cuando el gabarrero iba á Bilbao, llevábase á Luis, dejándolo en las banquetas de los escritorios mientras ajustaba con los señores la cuenta de sus viajes. Por las noches lo dormía sobre sus rodillas, cantándole los viejos zortzicos de los barqueros del Nervión ó relatándole patrañas que el pobre hombre apreciaba como lo más indiscutible de la sabiduría histórica. Gustábale especialmente relatar el origen de Bilbao. Lo habían fundado unos pescadores á orillas de la ría, entre las repúblicas de Begoña y Abando, y andaban tristes y preocupados no sabiendo qué nombre dar á su aglomeración de chozas. Un día, por divertirse, arrojaron al Nervión un botijo vacío. Bil, bil, bil cantaba el agua al penetrar en él y cuando casi lleno se fué á fondo, lanza un sonoro bao. Los pescadores gritaron «Bilbao será su nombre». Y el gabarrero miraba al pequeño y á las dos mujeres que le escuchaban atónitas, admirando su sabiduría del pasado.

El tiempo trajo grandes modificaciones en la familia. Pepe, que había terminado su carrera en compañía de Matías Iriondo, hijo de un vecino, se embarcó en un vapor que hacía viajes á Inglaterra. Al poco tiempo, no satisfecho de la vida del mar ó deseoso de mayor medro, se quedó en Londres, entrando como empleado en una casa vizcaína.

Su madre murió de repente. La encontraron tendida de bruces, sobre un surco de aquella tierra gredosa que cultivaba desde la niñez, y que su marido no podía hacerla abandonar. Había querido, al irse del mundo, morir abrazada á aquellas hortalizas que todas las mañanas llevaba al mercado de Bilbao, con avaricia de aldeana. El señor Juan se sintió más unido á su cuñada y su sobrino. El hijo escribía de tarde en tarde: la ría ofrecía cada vez menos alicientes para él.

Comenzaba á despertar la explotación de las minas y se hablaba de limpiar el Nervión, convirtiéndolo en un puerto para que los vapores llegasen hasta el mismo paseo del Arenal. ¡Adiós las gabarras! Y descuidando un negocio cuya muerte veía próxima, tranquilo ante el porvenir, pues poseía una fortuna de la que se hablaba con asombro en el pueblo, no tuvo otra ocupación que cuidarse de Luisillo y admirar sus progresos.

–¡Diablo de rapaz!—decía hablando de él con los viejos camaradas de la ría.—¡De dónde habrá sacado tanto talento! ¡Nadie hubiera dicho que de aquel pobre patrón de Bermeo pudiera salir un hijo así!…

Y el gabarrero temblaba de emoción, saltándole las lágrimas, cuando le hablaban en la villa de su sobrino y de lo satisfechos que tenía á los señores del Instituto. Llegó el momento de que Aresti, á los catorce años, escogiera una carrera y el viejo consultó su voluntad. A ver ¿qué quería ser? ¡con franqueza! Allí estaba el tío Juan con la bolsa abierta para costearle la carrera que más le gustase… aunque quisiera ser Sumo Pontífice. Marino no: ya había bastante con uno en la familia. ¿Médico? ¿quería ser médico? Algo más grande y de mayor brillo había soñado el gabarrero, sin saber ciertamente lo que era.... Pero, en fin ¡vaya por la medicina! Y como puesto á hacer las cosas había que hacerlas bien, le enviaría á estudiar á Madrid. No reparaba en gasto más ó menos. Para eso había trabajado él, y algo le cosquilleaba la vanidad, la idea de que, con el tiempo, toda Olaveaga, los descendientes de los que le habían conocido descalzo y despechugado, remando en la ría, entregarían las vidas á su sobrino, viéndolo llegar como una esperanza y llamándolo á todas horas «señor doctor».

Mientras Luis estudiaba su carrera, ocurrió la gran transformación de la familia, el tirón loco de la suerte que sacó de la obscuridad á Sánchez Morueta. Su primo se presentó inesperadamente en Olaveaga. Venía á la conquista de la Fortuna; sabía dónde estaba oculta y llegaba antes que los demás, aprovechando sus estudios y observaciones en país extranjero. El invento de Bessemer, que acababa de revolucionar la metalurgia abaratando la fabricación, hacía necesarios los hierros sin fósforo y ningunos como los de las minas de Bilbao. Iba á comenzar en aquellas montañas un período de explotación loca, de rápidas fortunas: el que primero se apoderase del mineral sería rico como un príncipe. Dinero… necesitaba dinero, para centuplicarlo en poco tiempo. Su padre apenas lo entendió; pero tenía fe en su hijo, le inspiraba respeto su gravedad, aquel pensamiento siempre reconcentrado y en función: y le entregó sus ahorros, vendió las gabarras y hasta la casa nueva que había construido imitando á las mejores de la villa y que era el asombro de Olaveaga.

Entonces comenzó la historia del poderoso Sánchez Morueta, aquella transformación de cuento mágico, atropellándose los negocios fabulosos, las caricias de la buena suerte, como si les faltase tiempo para enriquecer á aquel hombrón que veía llegar los millones sin el más leve estremecimiento en su rostro impasible. Se apoderó rápidamente de la montaña. Allí donde asomaba el mineral de hierro, especialmente el llamado campanil, que era el más rico, allí ponía sus manos de vencedor, diciendo: «Esto es mío». Compraba minas para venderlas al mes siguiente á los ingleses que llegaban detrás de él. Tenía en el abra los vapores á docenas, cargándolos de aquellos terrones rojos que eran como oro. Bilbao hablaba de Sánchez Morueta con admiración: sonaba su nombre á todas horas. Mientras los demás dormían, él había visto claro; cuando la gente comenzaba á despertar, ya era él millonario. Tras sus espaldas de luchador victorioso marchaba una corte de ingenieros, contratistas y tardíos buscadores de la fortuna.

«Tu primo está loco—escribía el señor Juan á su sobrino.—Esto es un escándalo; los millones entran en casa como una inundación. Ahora habla de construir una flota de barcos propia para que transporten el mineral á Inglaterra: quiere establecer fundiciones en la orilla del Nervión, que fabriquen carriles, puentes enteros, cañones, navíos de guerra ¡qué sé yo cuántas locuras más! Créeme, Luisillo; esto es demasiado: no puede durar».

Y hablaba con asombro de su nueva existencia. Él y la madre de Luis vivían con el grande hombre, en una casa muy hermosa de Bilbao, con un batallón de empleados, sirvientes y parásitos. Una vida de abundancia y de movimiento que hacía pensar melancólicamente á los dos viejos en sus huertecitas de Olaveaga, tan tranquilas y risueñas, al abrigo de los montes, con la ría enfrente como un espejo en los días de sol. Además, el poderoso príncipe de la industria se había casado para hacer dignamente los honores á la fortuna que llegaba. Su mujer era una señorita de Durango: (y el antiguo gabarrero, recalcaba con respeto y temor la calidad social de su nuera) una parienta de los principales que Sánchez Morueta había tenido en Londres. Su familia de hidalgos vivía estrechamente de las flacas rentas de algunas caserías: nobleza agrícola que hacía remontar sus blasones á los tiempos casi fabulosos de Vizcaya, á Jaun Zuria el Cid vascongado, y que, aturdida por la escandalosa fortuna del hijo del gabarrero, había accedido á emparentar con él. Sánchez Morueta, casi al día siguiente de la boda, había continuado su vida de agitación, de viajes y de encierros en el escritorio. La mujer, de una belleza rubia, áspera y dura, fruncía el entrecejo ante los dos ancianos que vejetaban tímidamente en la casa, como si fuesen unos criados distinguidos, y vivía sola, repartiendo su tiempo entre las iglesias y las visitas á las principales familias de Bilbao. La satisfacción de anonadarlas con su lujo, el goce de provocar la envidia de las amigas con su riqueza, eran las únicas dulzuras que encontraba en el matrimonio.

Después, cuando Aresti estaba próximo á terminar su carrera, ocurrió la muerte del señor Juan. El viejo se fué del mundo asustado de la fortuna de su hijo, creyéndole loco, presagiando un desquite terrible de la mala suerte, repitiendo tenazmente que «aquello no podía durar». Al presentarse Luis en Bilbao vió á su primo en plena gloria, con su gravedad de hombre fuerte y silencioso, insensible á las desgracias como á los triunfos. Sus párpados ligeramente enrojecidos y la vehemencia con que le apretó sobre su pecho, fueron las únicas muestras de emoción por la muerte de su padre.

–Luis—dijo con brevedad, como si sus palabras fuesen oro,—sigue tu carrera: después irás al extranjero. Estudia… no vaciles ante los gastos. El viejo no ha muerto: si antes era yo tu hermano, ahora soy tu padre.

Y Aresti vivió tres años en París, hizo la vida de estudiante en el Barrio Latino, fué interno en los hospitales, al lado de los más célebres cirujanos, y la fama de sus estudios llegó hasta Bilbao antes que él regresase. Cuando volvió, su carrera estaba hecha, entrando en su prestigio lo mismo el éxito de sus operaciones que la calidad de pariente de Sánchez Morueta.

Su primo había realizado todos sus deseos: una flota en el mar, altos hornos de fundición junto á la ría, casi todo el mineral de Vizcaya monopolizado por él, y el dinero acudiendo á sus manos, embriagándolo con la borrachera de la fortuna.

La madre de Aresti había muerto mientras él estaba en París: había languidecido, como su cuñado, en aquel ambiente de grandeza que la asustaba. El joven doctor no tenía otra familia que la de su primo y se instaló en su casa. Cristina, que había tenido una hija y por los cuidados de la maternidad salía poco de casa, acogió bien al doctor. La acompañaba tardes enteras hablándola de París, la famosa ciudad del pecado, contra la cual se exaltaban los predicadores y que ella solo había entrevisto en un rápido viaje de bodas. De toda la familia del marido, Aresti era el único que lograba despertar en ella cierta simpatía. Además, Sánchez Morueta siempre estaba ausente; sólo le veía por la noche, y aunque la escuchaba con los ojos puestos en ella, su pensamiento estaba lejos, muy lejos. El doctor la entretenía, se enteraba pacientemente de sus murmuraciones sobre las amigas, la daba consejos acerca de vestidos y joyas, recordando in mente sus tratos con ciertas amigas de París, encargaba para ella periódicos de modas, y halagaba su vanidad, afirmando que era la señora mejor vestida de Bilbao.

 

Cristina sólo torcía el gesto y parecía enfadarse con el doctor cuando á éste se le escapaba alguna afirmación impía, ó cuando, sin darse cuenta de ello, se burlaba de la devoción de las señoras y de los predicadores que el entusiasmo de todas ellas ponía en boga. Eran resabios, según Cristina, de su permanencia en un país de vicios, donde se piensa poco en Dios. ¿No podía estudiar y ser un sabio, como muchos padres jesuítas, sin separarse por eso de la religión? Debía sentar la cabeza, y para esto nada como casarse. Ella se encargaba de su matrimonio. Y con la tenacidad de una mujer hastiada de su bienestar y falta de ocupaciones, se dedicó á proponer á Luis todas las jóvenes casaderas que conocía, enumerando sus méritos entre las risas y protestas del doctor.

Un día, le habló con gran decisión. Ninguna le convenía como la pequeña de Lizamendi. La mamá era viuda, con dos hijas; familia muy cristiana, emparentada con Cristina y de lo mejorcito de Vizcaya. Eran ricas, aunque mejor se habían visto en otros tiempos; el padre había gastado mucho en la guerra, arruinándose por la buena causa, como todas las familias decentes del país. Y Cristina daba á entender en su gesto la diferencia inabordable que aún existía para ella, entre la aristocracia antigua, defensora de la tradición, y aquella otra recién formada é hija de la fortuna, á la cual se había dignado descender.

Aresti se vió asediado por su parienta. La pequeña de Lizamendi no le parecía mal. La mamá aceptaba, sonriendo, el plan de Cristina, y el doctor encontraba á las de Lizamendi con una frecuencia alarmante en el salón de su casa. Al fin acabó por ceder á los reiterados consejos de su prima, que parecían apoyados por el silencio y la mirada tranquila de Sánchez Morueta. Si había de casarse, no era mala proporción la de Lizamendi. Él había soñado algunas veces con la tranquila existencia de familia, con una vida dedicada al estudio y al ejercicio de la profesión, encontrando, al volver á casa una boca sonriente que le besase, unos brazos que vinieran á sorprenderle con repentina caricia, mientras reflexionaba inclinado sobre un libro. Bien veía él que Antonieta Lizamendi era una joven insignificante, educada, como la mayoría de las niñas de su clase, con una instrucción de monja, sin más horizonte que el chismorreo de las tertulias y las visitas diarias á la iglesia. Pero él despertaría aquella alma; él la formaría á su imagen y semejanza. ¡Infeliz doctor!…

Al recordar este período de su pasado, Aresti sonreía amargamente, burlándose de su optimismo. ¡Cambiar él á su mujer! ¡Transformarla!.... Él era quien había estado próximo á anularse, á desaparecer aplastado en el engranaje lento y monótono de esa vida gris de las almas muertas. Se casaron, y Aresti se trasladó á la casa de su mujer. La madre no quería separarse de la hija; además, la familia, como ella decía, necesitaba un hombre para mayor respeto. El joven médico creyó de buena fe que estaba enamorado de su esposa. Rompiendo la costumbre bilbaína, la acompañaba á todas partes, hacía esfuerzos por avivar el cariño conyugal, por fundirse moralmente con aquella muñeca que se le había entregado, y que una vez cumplidos los deberes conyugales, quería seguir su vida de visitas, novenas y comuniones como en tiempos de soltera. La madre y la otra hermana eran un perpetuo obstáculo, tras el cual se ocultaba la esposa. Lentamente se veía Aresti empujado á un mundo nuevo que no era de su gusto. La fama de sus operaciones era cada vez mayor, y la familia disponía de él como de un objeto de lujo que la daba cierta distinción. Si en un convento había una monja enferma de gravedad, si un padre jesuíta se quejaba del estado de su salud, las de Lizamendi enviaban á Luis, con indicaciones que eran órdenes, contentas de poder servir gratuitamente á los elegidos del Señor. El médico racionalista se veía convertido por su familia en un trotaconventos, curando á gentes que insultaban su ciencia después de aprovecharla y no perdían ocasión de darle las gracias echándole en cara su falta de religiosidad. ¿Dónde estaban sus ilusiones de dedicarse al estudio y ser un sabio? ¿Dónde aquella mujer enamorada y entusiasta que le había de ayudar con su dulzura en las ásperas investigaciones de la ciencia?…

Aresti, á los dos años de casado, adquirió la convicción de que su esposa no le amaba. Es más: le sirvió de consuelo la certidumbre de que ella no podía amar á nadie. La iglesia, la confesión con el padre de moda, un buen vestido para dar envidia á las amigas y el visiteo entre mujeres, lejos del hombre que no era más que el macho destinado á los negocios y á traer dinero á casa; estas eran todas las aspiraciones de su vida. Además, Aresti adivinaba en las palabras y en los ojos de su mujer extrañas influencias que venían de fuera. En su casa, á solas con Antonieta, presentía la existencia de invisibles fantasmas que le espiaban, que tomaban nota de sus acciones, que á cada arranque de pasión parecían interponerse entre su mujer y él.

–¿Por qué estás siempre leyendo?—preguntaba á veces la joven.—¡Ay, esos libros! ¡Con qué gusto los quemaría!

Con frecuencia, echábale en cara su falta de religiosidad; le oía con sonrisa de lástima, hablar de sus entusiasmos científicos, pensando en los fragmentos de sermón que había escuchado contra aquella ciencia malvada y perturbadora. Las otras dos mujeres de la familia no le herían menos en sus ilusiones. ¡Estaba solo! Más solo que cuando vivía en París, en su cuartucho de estudiante. La diferencia de origen, se acentuaba entre él y su nueva familia. Era en su casa como los esclavos de Roma, famosos y apreciados por su habilidad en las ciencias ó las artes, pero que en presencia de los señores recobraban su humilde condición, y seguían siendo esclavos.

Al intentar una débil protesta, se aterraba apreciando la separación moral que existía entre él y su mujer.

–Nosotras somos así—decía con altivez.—Cada uno es como se ha educado. Bastante se sufre viviendo con gentes que son de otra clase.

La madre y la hermana iban más lejos.

–Nosotras somos las de Lizamendi—le decían con arrogancia.—¿Y quién eres tú? Un chico de Olaveaga, criado en las gabarras de la ría.

Y con un gesto de soberbia, parecían abrir entre ellas y el médico un abismo que nunca había de llenarse, que le condenaba á eterna separación de lo que él consideraba su familia.

¡Cuántas veces, creyendo acariciar á una mujer, besaba á una estatua fría que se entregaba á él con rigidez de autómata! Las preocupaciones religiosas, llegaban hasta su dormitorio. «Déjame, Luis—decía su esposa—mañana tengo comunión en las Hijas de María, y necesito hacer examen de conciencia». Otras veces era Cuaresma y el ayuno se extendía hasta la vida conyugal. Aresti se decía amargamente que su mujer no era suya, que disponía de ella menos que á medias, compartiéndola en una especie de adulterio moral con directores de conciencia que apenas conocía. A veces, Antonieta, en sus momentos de cólera, tenía franquezas que asustaban al doctor. «Soy tu mujer y he de serte fiel, como manda la Santa Madre Iglesia: pero te quiero poco, lo confieso.... ¡Ay, Luis! ¡Cómo te amaría si echases á rodar todos esos libros y fueses á la Iglesia como van las personas decentes!».... Con gran frecuencia notaba en su despacho la desaparición de revistas y libros, que tal vez estarían en manos de cualquier confesor curioso que desde lejos espiaba sus acciones.

Lo que le hacía perder la calma era la insolencia con que la suegra y la cuñada le increpaban apenas osaba resistirse, apoyadas por el silencio hostil de su mujer.

–¿Pero quién eres tú?—le dijeron un día.—Un pobretón que, aunque ganas algo, casi estás mantenido por nosotras. Cuando matabas el hambre en casa del gabarrero nosotras éramos más ricas que hoy. No sirves para otra cosa que para tragarte libros impíos y repetir sandeces de filósofos contra Dios y la religión. ¡Si al menos supieras ganar dinero como tu primo Sánchez Morueta!…

Aresti no quiso sufrir más. ¿Qué hacía entre aquella gente? Por más tiempo que transcurriera, por más que se mantuviese en resignada sumisión nunca llegaría á fundirse con su nueva familia.

Entonces fué cuando pidió á su primo que le enviara de médico á las minas, y, empaquetando los libros que constituían su única fortuna, salió de aquella casa lo mismo que había entrado. ¡Ay, lo mismo no! Había sacrificado su porvenir; había sufrido dos años de amargas humillaciones; ya no podía dignamente unir su destino al de otra mujer dentro de una sociedad gobernada por las leyes más que por los efectos. Además, dejaba á sus espaldas á las tres señoras de Lizamendi, que, para justificar la fuga del doctor, hablaban á todos de la grosería de su carácter y de su perversidad moral, fruto de las doctrinas impías.

Después de esta fuga, la esposa de Sánchez Morueta, casi rompió toda relación con el doctor. Hablaba indignada de él á su marido. ¡Dejar así á la pobre Antonieta, que era un ángel, un modelo de virtud y devoción como todas las mujeres de la familia!… Fué preciso que Sánchez Morueta, con su grave autoridad que no admitía réplicas, manifestase su propósito de seguir recibiendo á Aresti en su casa, para que la esposa se contuviera ante el doctor. Pero terminó entre los dos la antigua amistad. Aresti, aislado en las minas, evitaba el bajar á Bilbao, sabiendo que su mujer visitaba con frecuencia la casa de su primo.

Cuando Sánchez Morueta abandonó la villa para habitar su hotel de Las Arenas, Aresti fué á verle con más frecuencia. Le interesaba su sobrina Pepita, que acababa de salir del colegio y casi era una mujer. Pero en estas entrevistas tropezaba siempre con la frialdad, cortés en apariencia, pero implacablemente hostil de la señora, que así como avanzaba en edad, adquiría fama en Bilbao por sus entusiasmos religiosos. La maternidad y los años, la hacían retirarse de la ostentación elegante, abdicar de la supremacía que ejercía en las tertulias, con sus trajes y sus joyas. Ahora la llamaban irónicamente «la gran cristiana», y era la primera en todas las juntas de las asociaciones religiosas y pías fundaciones, sembrando á manos llenas, en cofradías y conventos, el dinero de Sánchez Morueta.

Aresti, al llegar á este punto de sus recuerdos, fijaba la mirada en su primo, sentado junto á él en el carruaje. ¡Ay! Aquel tampoco era dichoso. La suerte le esperaba todos los días á la puerta de su casa, para acompañarlo por el mundo, pero no le seguía hasta el interior de su hogar. No se veía obligado á romper como él con la familia, porque el dinero le daba una superioridad irresistible, poniéndolo á cubierto de humillaciones; porque con un puñado de su riqueza, esparcida sin regatear, lograba entretener diariamente al enemigo, con el que estaba obligado á hacer vida común. Pero se sentía solo: se notaba la amargura del aislamiento en su gesto ensimismado y triste, en la alegría momentánea que experimentaba al ver á su primo, el único que lograba ablandar su carácter huraño, excitando sus confidencias.

El carruaje había dejado atrás la dársena de Axpe, llena de vapores que esperaban turno para la carga; de buques sin flete que dormían en las aguas muertas. Era el hospital de los barcos, según palabras de Iriondo. En medio de aquel pueblo flotante, estaban los yates de los ricos de Bilbao, blancos y ligeros como juguetes, con la cubierta entoldada para resguardar los dorados y las maderas preciosas de las cámaras. El millonario lanzó al pasar una mirada melancólica sobre su yate enorme y gallardo, una mirada en la que vió Aresti la nostalgia de la vida del mar, de los amplios horizontes, de la existencia libre, sin las miserias y preocupaciones terrestres.

Se aproximaban á Las Arenas. El puente de Vizcaya cortaba el horizonte con su red de cables movibles. En la ribera de enfrente, los altos hornos de Sánchez Morueta elevaban sus torreones de fundición, sus numerosas chimeneas coronadas por las nubes de humo multicolor. Bajo los extensos cobertizos notábase el hormigueo de varios miles de obreros. Llegaban arrollados por el viento los estrépitos de la industria, el martilleo poderoso, los resoplidos de las máquinas, el mugido de los convertidores del acero que lanzaban por encima de las techumbres su chorro de chispas y escorias.

Aresti admiraba esta grandeza industrial. ¡Todo era obra de su primo!

 

–¡Qué hermoso!—exclamó dando con el codo al millonario y mostrándole sus fundiciones.—¡Y pensar que de pequeño has correteado entre los chicos de Olaveaga! Debes estar satisfecho de tu obra. ¿Hay alguien más feliz que tú?…

Sánchez Morueta miró un instante á su primo, con inquietud, como si temiera que se burlase. Después añadió con voz lenta:

–Sí, no estoy descontento de la suerte. Todos hemos prosperado, Luis. A mí me rodea la felicidad: pero es por fuera: en todo lo que se ve.... Ahora, por dentro… por dentro cada uno sabe lo que lleva.

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