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Riverita

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VI

Tan sucio era aquel caserón por dentro como por fuera; la enseñanza y el alimento que se daba correspondían muy bien con el local. El fundador y director del establecimiento era un excoronel de artillería andaluz y amigo de la familia Guevara; por eso Miguel había ido a dar allí con sus huesos. El tal coronel, llamado D. Jaime, había salido del cuerpo por un asunto de honor en que el suyo no había quedado bien parado; tuvo algunas palabras con otro oficial de ingenieros, nombráronse los padrinos, y cuando llegó la ocasión de formalizarse el desafío, nuestro D. Jaime se achicó y dio toda clase de satisfacciones; los artilleros se ofendieron mucho con esta conducta, dejaron de saludarle, y el coronel al cabo se vio obligado a pedir la absoluta. Por supuesto que los alumnos no sabían palabra de todo esto; antes se tenían formada, de la braveza y esfuerzo de su director, una idea superior a toda hipérbole; no había en el colegio quien no le tuviese por más áspero y belicoso que Roldán y más denodado que Oliveros de Castilla, y quien no le temblase. El propio coronel había fomentado esta opinión refiriendo a sus discípulos en los momentos en que el álgebra les dejaba algún respiro, un sin número de hazañas portentosas y aventuras sangrientas llevadas a término por su mano, o en cuya ejecución, por lo menos, había tenido parte muy lucida. Además, cuando se incomodaba, y era muy a menudo, acostumbraba a desafiar al muchacho delincuente, y no sólo a él, sino también a toda la cátedra y al colegio entero lo mismo que hizo el Cid con el pueblo de Zamora.—«¡Hombre, tendría gracia que uztede ze burlasen de mí!… Nada, zeñore, el que quiera reírze que lo diga francamente. Lo hombre han de zer hombre siempre. ¡Que lo diga y le daré una piztola para que nos peguemo un tiro! ¡Y zi viene el papá, ze lo pego al papá, canazto! ¡Y zi viene el hermano, ze lo pego al hermanito! ¡Y zi viene el abuelito, al abuelito! ¿Eztamo?» Los chicos quedaban petrificados de terror.

Había otro profesor para la geografía y las Historias de mediana edad, hombre tímido y pusilánime hasta el exceso, que ganaba el sustento suyo y el de su madre y hermanas con grandísimo esfuerzo, corriendo todo el día de un colegio a otro, dando además lección particular en algunas casas y cantando de tiple en las funciones religiosas. Llamábase D. Leandro; era de estatura baja y bajo también de color, con grandes ojos negros y dulces que pedían misericordia; andaba siempre vestido de negro y cuidadosamente rasurado, como convenía a su estado semisacerdotal; poco le faltaba para gastar corona. Daba lección de música a los alumnos que la pagasen, y era en lo que más se placía; todo su amor y pasiones se cifraban en el arte; no tenía grandes facultades para él, bien lo sabía y no se avergonzaba de confesarlo; pero lo amaba platónicamente, y adoraba a quien brillase cultivándolo. Hablarle a él de los grandes maestros y aun de los pequeños, era verle caerse boca abajo como un indio en presencia de sus ídolos. También dibujaba un poquito, muy poquito; pero en secreto. En cuanto le mirasen fijamente se ruborizaba; cuando por casualidad hablaba con una mujer, tenía los ojos puestos en el suelo.

El profesor de Psicología, Lógica y Ética era el reverso de éste: pedante, charlatán sin pizca de sustancia, procaz de palabra y de obra, y colérico cuando se creía denigrado. No llegaba a los treinta años de edad y había hecho ya nueve o diez oposiciones a cátedras sin resultado alguno; sólo una vez había obtenido un segundo lugar. Fuera de los momentos en que estaba sentado en cátedra, no hablaba de otra cosa; oposiciones por arriba y por abajo; conocía los nombres de todos los catedráticos de España, de instituto y de facultad, sabía cómo habían ingresado en el profesorado (casi siempre por intrigas según él), llevaba la cuenta exacta de todas las cátedras vacantes y aun de las que iban a vacar, las que tocaban a turno de oposición o a concurso, los tribunales que se habían nombrado desde diez años hasta la fecha, y calculaba los que podían nombrarse en lo sucesivo, y mejor aún los que le convendría que se nombrasen. Apesar de sus ínfulas, era un gorrón que se dejaba regalar tabaco, alfileres de corbata y hasta tal cual peseta por los alumnos. Llamábase D. Benigno, pero estos le apodaban Pppsicología recalcando mucho la p, como él acostumbraba a hacer.

El catedrático de Física e Historia natural, señor Marroquín, era un antiguo republicano de barricada, que había perdido la plaza de auxiliar en el Instituto de San Isidro por sus ideas políticas y religiosas. En toda España no había hombre más heterodoxo que él: no creía ni en la madre que le parió. D. Jaime, que no era intolerante, y la prueba es que lo sostenía en su colegio, le había prohibido, no obstante, que hiciese alarde de sus ideas, contrarias a toda religión positiva, delante de sus discípulos.—«Amigo Marroquín, no zea uzté balzamina en zu vía; too eztamo enterao de que eso de Dio y lo santo son arma al hombro; pero si los papá y laz mamá quieren que zuz hijos lo crean, ¿qué lez va V. a hacé? Ojo, pue, con el pico, ¿eztamo? No vaya a atufárseme D. Juan (D. Juan era el cura), y tengamo un lío.»—Por instinto de conservación, que tarde o nunca abandona ni aun a los enemigos de Dios, procuraba Marroquín refrenarse: pero con mucho trabajo lo conseguía. Halló un medio ingenioso de manifestar su rencor al Ser Supremo sin comprometerse, y fue la preterición: ni por casualidad se le escapaba el nombre de Dios; en reemplazo suyo decía siempre la naturaleza, y cuando algún chico lo nombraba, solía rectificarle suave y disimuladamente, diciendo:—«Eso es, las fuerzas de la naturaleza, perfectamente.»—Era hombre de complexión recia, hirsuto como un jabalí (así le llamaban en el colegio), le salían los pelos hasta por debajo de los ojos, firmes y erizados como púas; los de la cabeza andaban siempre revueltos y aborrascados por la imposibilidad absoluta de domeñarlos, y los gastaba largos para que mejor se observase. Pues no diremos nada de las cerdas que le salían por las manos y las muñecas, que podían competir muy bien con las de los cepillos más ásperos. Cuando Marroquín escribía, uno de los trabajos mayores era pelear con aquel vello de la muñeca, que le borraba a lo mejor los renglones: no tenía otro remedio que metérselos a cada momento debajo del puño de la camisa; pero a veces se impacientaba terriblemente. ¡Estos pelos indecentes! Y se arrancaba con rabia un puñado de ellos. «Tantos pelos tiene en el alma como en el cuerpo,» decía de él el capellán del colegio con sorda cólera. No estamos conformes con este juicio. Marroquín era un pobre diablo, no exento de las pasioncillas que atormentan a los humanos, tales como la envidia, la lujuria, la gula, pero no en más alto grado que la mayoría de ellos. Sin embargo, erraba mucho en echárselas de austero y hombre acrisolado, rompiendo en presencia de los discípulos tarjetas de recomendación y tratando con afectado desdén al hijo de algún título, porque en realidad estaba muy lejos de serlo, y de ello tenemos datos inconcusos.

Enemigo irreconciliable de éste era el capellán D. Juan Vigil, director espiritual de los alumnos, maestro de doctrina cristiana, y catedrático de latinidad y retórica y poética. Es persona tan notable desde varios puntos de vista, que de ella nos ocuparemos con alguna detención más adelante. Sólo diremos ahora que era hombre de cuarenta años de edad, rubio, pálido, de pocas carnes y no muy apretadas, de mediana estatura y grandes extremidades. Después del director, la persona más influyente en el colegio: dormía dentro de él, y aun se decía que tenía alguna participación en las ganancias.

Además de estos personajes principales, había algunos otros secundarios: un maestro de primeras letras, un pasante, un inspector, dos criados, una cocinera, una doncella de labor y una planchadora.

El régimen interno del colegio no era un modelo de orden y disciplina. El director se cuidaba poco de él: decíase que tiraba de la oreja a Jorge en el casino, y tal vez fuese cierto: lo indudable era que las cosas casi nunca andaban bien, que más de cuatro veces faltó dinero en la caja para pagar al almacenista, y que a los profesores se les adeudaban casi siempre tres o cuatro meses de sueldo. A pesar de esto, D. Jaime tenía suerte; no se le marchaba un chico: el colegio siempre lleno. Tal vez contribuyese a ello su mismo desorden, que tenía algo de patriarcal; aquella amable indisciplina era muy del gusto de los niños. Aunque la comida era de inferior calidad, no estaba tasada ni había gran rigor en las horas: si un chico tenía hambre, bajaba a la cocina, pedía pan y queso, y sin inconveniente alguno, se lo daban, y si la cocinera, de natural francota y bonachona, estaba de humor, hasta le freía un huevo o una magra. Cuando D. Jaime «estaba en fondos,» los gaudeamus se sucedían en el colegio; variedad de postres, vino de Jerez y hasta se improvisaba una que otra merendeta en el campo: D. Jaime era muy aficionado a pintar paisajes, muy malos, eso sí, pero que no por eso dejaban de ser celebrados por discípulos y profesores. En cambio, si se daban bizcas y el bolsillo se desmayaba, adiós confites y la mantequilla del chocolate y las copitas a las once; nadie comía más que lo estrictamente indispensable para no fenecer de hambre. Además, aquellos días no había quien dirigiese la palabra a D. Jaime, ni aun le mirase a la cara: los castigos eran más frecuentes: el palo andaba listo y la sopa perezosa. Hay que confesarlo, porque es la pura verdad, los únicos progresos literarios y científicos del colegio de la Merced se hacían en estos días de crisis monetaria.

La llegada de Miguel no causó efecto alguno, ni en profesores, ni en discípulos: un niño más, y bien atrasadito por cierto. Sin embargo, no tardó en llamar la atención de unos y de otros por su condición inquieta y ruidosa: en cuanto tomó confianza, y le bastaron pocos días, mostrose tan travieso, tan turbulento, que los maestros comenzaron a murmurar y a tenerle sobre ojo, y los alumnos a contar con él para todas las jugarretas. Don Jaime dijo que aquel chico «era de la piel del diablo y había que apretarle un poco los tornillos.» El cura, aficionado a los motes, le puso por sobrenombre Bullita, y por él se le conoció mucho tiempo en el colegio. Apesar de esto, no despertó rencores, ni antipatías; había en su rostro expresivo cierta nobleza que atraía generalmente, y en sus travesuras nunca dejaba de hallarse alguna gracia: así que, los profesores, aunque le castigasen con dureza, no dejaban muchas veces de reírse y de celebrar al hallarse reunidos «la buena sombra de aquel muchacho.» El único que le odió cordialmente desde su entrada, fue el famoso Pppsicología, el eterno y asendereado opositor. Por supuesto que el odio fue recíproco al instante, y que Miguel no perdonó medio humano de vejarle y tenerle en continuo sobresalto: cuando iba a pronunciar la palabra Psicología, nunca dejó en su vida de prepararse con cierta tosecilla, que hacía inmediatamente sonreír a los compañeros. Los castigos que por esta broma hubo de padecer, no son para contados: pasaba casi todas las horas de recreo encerrado en unas jaulas de madera con rejas de hierro que D. Jaime había hecho construir en el patio para los delincuentes: sobre estas jaulas, y debido a la inventiva de Pppsicología, se habían puesto grandes cartelones con nombres de animales; en uno decía Hipopótamo, en otro Rinoceronte, en otro Bucéfalo, en otro Mastodonte, etcétera, etc. Miguel recorrió innumerables veces la fauna moderna y la antediluviana, pero ya no le daba bendita la vergüenza; se distraía el tiempo de prisión tocando la trompeta con los puños hasta que venía el inspector a hacerle callar: los chicos, de quienes era querido, solían traerle los postres que les sobraban, o bien cigarrillos, o cualquiera otro entretenimiento para que no lo pasase tan mal.

 

No por virtud de los castigos y reprensiones, sino por otra causa muy distinta, la conducta de Miguel reformose algún tanto durante una temporada de varios meses, a los dos años próximamente de hallarse en el colegio. Fue el amor quien operó este cambio, si merece tal nombre la afición prematura que le prendió por la planchadora del colegio. Había establecido ésta en su cuarto de trabajo, situado en la guardilla, una tertulia donde acudían algunos niños en las horas de recreo: contábales historias maravillosas mientras repasaba la ropa blanca o la aplanchaba. Desde un día que subió casualmente aficionose tanto a ellas, que comenzó a acudir asiduamente para escucharlas. Sentado a los pies de la narradora, con la cabeza apoyada en sus rodillas, pasaba admirablemente las horas embebecido y suspenso. Por delante de sus ojos desfilaron las aventuras estupendas de Los doce pares de Francia, la historia de Aladino o la lámpara maravillosa, la de Flores y Blanca-Flor «su descendencia, amores y peligros que pasaron por ser Flores moro y Blanca-Flor cristiana,» la de Pierres de Provenza y la hermosa Magalona, la de El esforzado Clamades y la hermosa Clermonda, o sea El caballo de madera, y otras muchas interesantísimas donde la virtud sale triunfante y el vicio corrido. Sabida de todos es la particular inclinación que tienen las planchadoras a ver a los buenos ricos y felices y a los malos abatidos y miserables. Miguel participó muy pronto de estas ideas: y aunque la bella narradora agotó prontamente el repertorio de sus fábulas, cada día las escuchaba con más atención y deleite. Fuerza es confesar, como ya indicamos, que algo, bastante y aun mucho influía en su atención el placer que empezaba a sentir contemplando la vigorosa y agraciada figura de Petra (así se llamaba). Llegó a admirarla como un bruto: el ideal de la belleza se encarnó para él en sus carnes frescas, sonrosadas y un tanto crasas.

El cuarto de la planchadora era una verdadera estufa en las tardes de verano. La proximidad del tejado, lo bajo del techo y la hornilla encendida se conjuraban para hacerlo intolerable. No obstante, Miguel encontrábase allí como el pez en el agua: la mayor parte de las tardes, cuando llegó esta época, se las pasaba nuestro héroe mano a mano con el ideal, sin que nadie viniese a turbarlo. Los tertulianos de la guardilla desertaban hostigados por el calor. El ideal se mostraba en su posible desnudez, los brazos remangados hasta el sobaco, el liviano pañuelo de percal arriado hasta donde el pudor empezaba a gritar con fuerza. El mórbido cuello relucía con el sudor, las mejillas se inflamaban y los negros y mal peinados cabellos caían en crenchas sobre la espalda y en rizos sobre la frente salpicada también de menudas y brillantes gotas de agua. Ahumaba la planchadora, o por mejor decir, despedía un vaho sutil y punzante que Miguel aspiraba embriagándose sin darse cuenta de ello.

Cuando no venían otros chicos, Petra no se decidía a malgastar sus talentos de novelista, y se dedicaba con alma y vida a la tarea que se le había encomendado; el hijo del brigadier seguía con atención profunda, como un aprendiz que desea imponerse pronto en el arte, las manos de la bella. Algunas veces le daba a ésta por hacerle un sin número de preguntas, enterándose de todos los pormenores de su vida; los disgustos de Miguel con su madrastra la enternecieron sobremanera, y se desató en injurias contra ella, diciendo que no tenía corazón y que era peor que las fieras de los montes; después alargó su diatriba a todas las señoras.—«Mira Miguelito, que te lo digo yo; ninguna señora sabe lo que es conciencia; tienen el corazón más duro que una piedra; si es caso, vale más una pobre de la calle que todas esas señoras con su colorete y su ringo rango… No llevan nada que no sea postizo: el pelo, el color, los dientes… y otras cosas que no quiero decirte porqué eres todavía pequeño… Pocas gracias que sean bonitas de ese modo… ¡anda, anda!… ¡pues si las pobres nos pusiéramos todos esos perendengues!… Pero más vale lo natural, ¿no es verdad, Miguelito? ¿Llevo yo polvos de arroz? ¿llevo colorete? ¿eh?… Toca, toca lo que quieras… frota bien (Miguel frotaba con mano temblorosa). Y apesar de eso, no cambio mis colores por los de ninguna de esas señoritas tísicas que van al Prado en carretela…»

El hijo del brigadier asentía incondicionalmente a estas atrevidas proposiciones; quizá las llevase en su pensamiento más allá que la misma interesada. La verdad es que la admiración de Petrarca a Laura y la de Dante a Beatriz eran nada en comparación con la apasionada y vehemente que nuestro chico profesaba a la planchadora. La admiraba sin comprender que la naturaleza pudiese formar otro ser que rivalizase con ella; todo lo encontraba hechicero, desde sus cabellos, un tantico revueltos, hasta sus pies, nada breves y nada bien calzados. Petra, que al principio no había reparado, concluyó por fijarse en aquel niño que tan asiduamente la visitaba, y vencida de su constancia o por ventura halagada por la adoración que en él veía, testimoniole algún afecto. Un día que estaban solos, como Miguel la mirase desde su taburete hasta comérsela con los ojos, le dijo con sonrisa burlona y placentera a la par:

–¿Por qué me miras tanto, Miguelito?… ¿Te gusto?

La vergüenza y la confusión se apoderaron del chico; se puso como una cereza y concluyó por llorar desconsoladamente como si le hubiese dicho alguna injuria. Petra le consoló y le mimó, dándole algunos besos, que fueron los hierros con que le esclavizó para siempre.

De allí en adelante mostrose muy benévola hacia él; le cosía con esmero cualquier rotura que hubiese en su vestido; le pegaba los botones y le arreglaba la corbata; cuando venía despeinado, con sus propios peines le aliñaba el pelo. Miguel vivía entre los bienaventurados; el roce de aquellas manos en su cabeza le producían espasmos de dicha, y el perfume de la pomada de heliotropo que la planchadora usaba, causábale una embriaguez dulce y feliz como no volvió a sentirla jamás en su vida.

Es condición precisa de las planchadoras, y también de las que no lo son, hacer con gusto el papel de ídolos y propender a la dominación. Petra, dejándose adorar, adoptó cierta actitud protectora y maternal. Se interesó vivamente por todo lo que a Miguel concernía, revolvió su baúl, contó las camisas y los pañuelos, fue depositaria del dinero que le daban, en una palabra, se hizo cargo por completo de la dirección de sus negocios, tanto morales como económicos. Las pocas cartas que el muchacho recibía leíalas ella de cabo a rabo, y frecuentemente dictaba la respuesta: cuando le castigaban, le llevaba la comida a la prisión; algunas veces llegó por su propia autoridad a levantar el castigo, y lo que aún es más grave, a recriminar al profesor que se lo había impuesto.

Por la pendiente de la soberanía se llega muy pronto al absolutismo. Petra empezó a mandar en Miguel como en cosa propia, y a dictarle reglas de conducta para todos los actos de la vida, haciéndole estudiar a su lado el tiempo que juzgaba necesario y prohibiéndole los juegos cuando lo creía oportuno. Porque perdió dos pañuelos en pocos días, tomó la resolución de cosérsele al bolsillo. Tenía que darle cuenta del empleo de todos los momentos:—«¿Qué has hecho después de salir de clase? ¿Con quién estabas hablando en el patio? ¡Cuidado que vuelvas otra vez a subirte al pasamano de la escalera! No andes más con Pepito; no me gusta ese chico. Ya me han dicho que ayer no has sabido la lección. ¿Qué haces el tiempo que estás en la sala de estudio? Por de contado, enredar: ¡si te tuviese siempre a mi lado andarías un poco más derecho!»—Llegó a reprenderle duramente las faltas como si tuviese sobre él autoridad. Miguel temblaba cuando subía al cuarto de la guardilla con el pantalón roto, lo mismo que cuando iba a ver a su madrastra. Mas en cambio de estos apuros tenía compensaciónes: la planchadora se mostraba amable y generosa a ratos: algunas veces le levantaba entre sus robustos brazos y le tiraba al aire volviendo a recogerle; le daba vivos y sonoros besos; le llamaba pichoncito, rico mío, querido, y le estrechaba con tal fuerza contra su seno, que andaba cerca de asfixiarle. Era nuestro héroe ya muy hombre y todavía al recordar estos abrazos experimentaba una dulzura inexplicable.

Desgraciadamente, como sucede casi siempre, Petra se desvaneció con el poder; en vez de mantener su dominio en los límites discretos y convenientes, empujolo lentamente hasta los últimos extremos, convirtiéndolo en un despotismo escandaloso y repugnante. Miguel pasó al cabo de algunos meses a ser su paje de cola: «Miguel, tráeme las tenazas.—Miguel, echa carbón en la hornilla.—Miguel, corre a pedir a la cocinera agujas.—Miguel, abre esa ventana.» El hijo del brigadier se apresuraba a cumplimentar estas órdenes como el caballero que busca ocasión de festejar a su dama y ansía testimoniarle su rendimiento. La dama recibía el homenaje sin pestañar, cual si le fuese debido. Poco a poco empezó a mostrarse impertinente y descontentadiza: «¿Cómo has tardado tanto, chico?—No es eso lo que te pido, hombre, no es eso, ¡parece que estás en Babia!—¿Dónde tienes los ojos? ¡tonto, retonto!—¡Me estás consumiendo la paciencia, chiquillo!» Nuestro muchacho llegó prontamente a ejecutar los oficios más viles. La planchadora se complacía en tenerle horas enteras abanicándola mientras trabajaba, en obligarle a dar lustre a sus zapatos y en general en proporcionarle todos los oficios de un consumado negrito. Pero él los desempeñaba con gusto; después de todo, era el favorito y nadie le disputaba este título. La sultana, aunque cada día más altiva y desdeñosa, todavía le consentía apoyar la barba en su regazo y contemplarla largos ratos fijamente. Aquellos ojos ardientes y ávidos demandaban tímidamente una caricia. Petra era cada vez menos expresiva; pero aunque de mala gana y con semblante hosco, aún se dignaba hacérselas.

La verdad es que se iba cansando del chico; la adoración ferviente sin límites que éste la tributaba, llegó a empalagarla. ¡Tal es la condición humana! Este cansancio manifestose en frecuentes enojos y desabrimientos, sin motivo alguno la mayor parte de las veces. Mostrábase amable con todo el mundo menos con Miguel, para quien reservaba tan sólo su mal humor. Esto le hizo padecer bastante, y aun conmovido por sus desprecios y reprensiones, lloró lágrimas amargas que la planchadora concluía por enjugar con el pañuelo. Acariciaba, más le hacía pagar las caricias: «¡Ahora le da el sentimiento al niño! ¡Quieres callarte, tontuelo! ¿Te figuras que estoy yo aquí para templar gaitas? ¡Bueno, bueno, ya empieza el lloriqueo!» Con estas y otras tales expresiones abría la llave de las lágrimas que su mano trataba de secar. Mas no pararon todavía aquí las cosas. Un día trasladando Miguel una cesta con ropa aplanchada de un sitio a otro, la dejó caer al suelo y se manchó una buena parte. Petra, hasta entonces, en sus más fuertes enojos no había hecho mas que cogerle por el brazo y sacudirle; ahora le dio una soberbia bofetada que le encendió el rostro. En vez de ponerlo en conocimiento del director, o por lo menos marcharse y no subir más al cuarto, como aconsejaba su dignidad, contentose con llorar perdidamente. ¡Y bien perdido quedó desde entonces! Petra, para resarcirle, le hizo caricias muy exquisitas, con lo cual dio por bien empleado el bofetón y se dispuso a recibir todos los que en adelante aquélla fuera servida darle, como así acaeció en efecto. Las reprensiones comenzaron a ir casi siempre con acompañamiento; segura ya de que se aceptaban los golpes, no los escaseó; más por una contradicción, bien explicable por cierto, desde que comenzó a dárselos, le mostró al mismo tiempo mayor afecto; tan suyo le consideraba, tan pobre y miserable le veía a sus pies, y tanto le sorprendió su paciencia, que no es mucho si después de una buena granizada de mojicones, le otorgase algunas pruebas de afecto. El muchacho se creía bien indemnizado recibiéndolas; lejos de apagarse el fuego de su pecho, creció y se sobresaltó hasta lo sumo. Era una pasión encarnizada, furiosa, bestial, como sólo existen en esa edad en que los sentidos amanecen. Los hombres pueden hablar cuanto gusten de sus pasiones, los poetas y novelistas exaltar la violencia de las de sus héroes como plazca a su fantasía; nada es comparable a la afición concentrada, fija y ardiente que alguna vez despiertan en el alma y en el cuerpo de un niño las formas exuberantes y macizas de una mujer. Miguel despreciaba en el fondo de su corazón a Petra. Con la precoz viveza de comprensión de los niños cortesanos, no se le ocultaban sus defectos ni el despreciable papel que desempeñaba cerca de ella; pero una adoración ciega y frenética que le hacía soñar noche y día, le tenía fatalmente encadenado. Los malos tratos de su ídolo, eran un aliciente que comunicaba sabor más exquisito a los deleites que disfrutaba. Aquella dependencia absoluta en que estaba, aquel temor y zozobra en que vivía, ejercían sobre él cierta suave fascinación, un encanto irresistible. Después de gustarlo, por nada en el mundo quisiera que su dueño cambiase de condición y templase sus rigores.

 

Ni se crea tampoco que los castigos de Petra le produjesen mucho dolor. Al principio le hicieron llorar, más por la humillación que por su efecto físico; pero más tarde halló en esta misma humillación una nueva fuente de dulces y halagüeños placeres. Por una aberración que a nosotros sólo nos toca hacer constar, los golpes de aquellos brazos tersos y mórbidos, en vez de causarle dolor, evocaron en su natural fogoso un mundo de ignotas voluptuosidades. Y desde entonces, no sólo los sufría con resignación, pero aun llegó a provocarlos con astucia, contrariando a su terrible dueño hasta verlo fuera de sí. ¡Oh, cuando se irritaba, era Petra una mujer realmente hermosa! Sus mejillas se coloreaban fuertemente, los labios se encendían, las narices se dilataban, los ojos adquirían una expresión de olímpico orgullo, y todo su cuerpo se estremecía al soplo de la ira. Miguel permanecía aterrado, y al propio tiempo embelesado ante ella. Cuando la iracunda planchadora le estrujaba entre sus manos, sentíase poseído de espanto, de amor, de respeto y de gozo, lo mismo que los héroes de la gentilidad cuando incurrían en el desagrado de alguna de sus diosas, tan bellas como terribles y vengativas. Caía de rodillas a sus pies pidiendo perdón, y se los abrazaba y besaba temblando de terror y voluptuosidad. La diosa, vencida de tanta humildad, solía tenderle una mano y levantarle haciéndole jurar que no volvería más a quebrantar sus preceptos. De muy buen grado lo haría Miguel si no se huyeran de este modo los misteriosos deleites que gozaba en sus enojos.

Finalmente, también llegó a aburrirse la regia planchadora de ejercer un mando tan despótico; que la mujer, como dicen los que filosofan acerca de ella en las mesas de los cafés, es más feliz dejándose dominar que dominando. El pobre Miguel la cansó y apestó de tal manera, que vino a cobrarle verdadero aborrecimiento. Apenas se pasaba día sin que no le arrojase de junto a sí con algún insulto que iba a clavársele en el corazón: en no pocas ocasiones le cerró la puerta o le tuvo aguardando horas enteras para dejarle entrar. Coincidió este desvío con frecuentar el cuarto de la guardilla un nuevo muchacho de los años de Miguel, pero gordo y crecido, y tan rubio y blanco como una inglesa. El reciente tertuliano rindió pleito homenaje a la planchadora, y comenzó a visitarla con asiduidad. ¡Ah miserable Miguel! En un instante perdió hasta las pocas migajas de favor que le quedaban. El chico gordo quedó alzado sobre el pavés a los pocos días y proclamado favorito exclusivo, dueño absoluto del cuarto de la plancha y sus alrededores. No obstante, Miguel insistió en acudir a él por las tardes, sin obedecer las órdenes de Petra, que formalmente se lo había prohibido. Un día entró nuestro niño muy descuidado: la traición le acechaba: de entre las faldas de la planchadora salió repentinamente el nuevo favorito y cayó sobre él con el ímpetu y rabia de una fiera; arrojole al suelo y comenzó a golpearle con tal furia, que en pocos minutos no le dejó sitio en el rostro sin su correspondiente señal. Mientras duraba el vapuleo, Petra lo contemplaba riendo, ¡que a tal grado de fiereza llevó su despego! Molido, deshecho y ensangrentado bajó nuestro Miguel, y al verlo en tal estado diose parte al director. El cual, enterado del suceso y sospechando lo demás que en el cuarto de la guardilla ocurría, tuvo a bien prohibir, bajo penas severas, que ningún chico pusiese los pies en la guardilla, ¿eztamo?

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