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David Copperfield

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Mientras atravesábamos un magnífico corredor pregunté a míster Creakle y a sus amigos cuáles eran las ventajas principales de aquel todopoderoso, de aquel incomparable «sistema» . Supe que era el aislamiento completo de los prisioneros, gracias al cual un hombre no podía saber nada del que estaba encerrado a su lado, y se encontraba reducido a un estado de espíritu saludable, que le llevaba por fin al arrepentimiento y a la contrición sincera.

Cuando hubimos visitado a algunos individuos en sus celdas y atravesado los corredores a que daban estas; cuando nos explicaron la manera de ir a la capilla, y todo lo demás, pensé que era muy probable que los prisioneros supieran unos de otros más de lo que se creía, y que evidentemente habrían encontrado un buen medio de correspondencia. Eso creo que ha sido demostrado después; pero sabiendo que semejante sospecha sería rechazada como una abominable blasfemia contra el «sistema», esperé a examinar más de cerca las huellas de aquella penitenciaría tan alabada.

Pero fui de nuevo asaltado por grandes dudas. Me encontré con que la penitenciaría estaba trazada sobre un patrón uniforme, con los trajes y chalecos que se ven en los escaparates de las sastrerías. Me encontré con que hacían ostentosas profesiones de fe, muy semejantes unas a otras, en fondo y forma, lo que me pareció sospechoso. Y encontré, sobre todo, que los que más hablaban eran los que despertaban mayor interés, y que su amor propio, su vanidad, la necesidad que tenían de llamar la atención y de contar sus historias, sentimientos estos bien demostrados por sus antecedentes, les hacían pronunciar largas profesiones de fe, en las cuales se complacían.

Sin embargo, oí hablar tanto en el curso de nuestra visita de cierto número Veintisiete, que estaba en olor de santidad, que decidí suspender mi juicio hasta haber visto al Veintisiete. El Veintiocho le hacía la competencia, y era también, según me dijeron, un astro muy brillante; pero, desgraciadamente para él, su mérito estaba ligeramente eclipsado por el brillo extraordinario del Veintisiete. A fuerza de oír hablar del Veintisiete, de las piadosas exhortaciones que dirigía a todos los que le rodeaban, de las hermosas cartas que escribía constantemente a su madre, inquieta por no verle en buen camino, llegué a estar impaciente por conocerle.

Tuve que dominar bastante tiempo mi impaciencia, pues reservaban el Veintisiete para final. Por fin llegamos a la puerta de su celda, y allí míster Creakle, aplicando su ojo a un agujerito de la pared, nos dijo, con la mayor admiración, que estaba leyendo un libro de salmos.

Imnediatamente se precipitaron tantas cabezas para ver al número Veintisiete leer su libro de salmos, que el agujerito se vio bloqueado. Para remediar aquel inconveniente y para damos ocasión de hablar con el Veintisiete en toda su pureza, míster Creakle dio orden de abrir la puerta de la celda y de invitar al Veintisiete a que saliera al corredor. Lo hicieron así, y ¡cuál no sería la sorpresa de Traddles y la mía al descubrir que el número Veintisiete era Uriah Heep!

Inmediatamente nos reconoció y nos dijo, saliendo de su celda, con sus antiguas contorsiones:

-¿Cómo está usted, míster Copperfield? ¿Cómo está usted, míster Traddle?

Aquel reconocimiento causó entre los asistentes una sorpresa general, que no puedo explicarme más que suponiendo que se maravillaban de que no fuera orgulloso y nos hiciera el honor de reconocemos.

-Y bien, Veintisiete —dijo míster Creakle, admirándole con expresión sentimental-, ¿cómo se encuentra usted hoy?

-Soy muy humilde, caballero -respondió Uriah Heep.

-Lo es usted siempre, Veintisiete -dijo míster Creakle.

En esto, otro caballero le preguntó con expresión de profundo interés:

-¿Pero se encuentra usted completamente bien?

-Sí, caballero, gracias -dijo Uriah Heep, mirando de soslayo a su interlocutor-; estoy aquí mucho mejor de lo que he estado en ninguna parte. Ahora reconozco mis locuras, caballero, y eso es lo que hace que me encuentre tan bien en mi nuevo estado.

Muchos de los presentes estaban profundamente conmovidos. Uno de ellos se adelantó hacia él y le preguntó, con extremada sensibilidad, qué le parecía la carne.

-Gracias, caballero -respondió Uriah Heep, mirando hacia donde había salido la pregunta-; ayer estaba más dura de lo que hubiera deseado, pero mi deber es resignarme. He hecho tonterías, caballeros —dijo Uriah, mirando a su alrededor con una sonrisa indulgente-, y debo soportar las consecuencias sin quejarme.

Se elevó un murmullo combinado, donde se mezclaba por una parte la satisfacción de ver al Veintisiete en un estado de espíritu tan celestial, y, por el otro, un sentimiento de indignación contra el cocinero por haber dado motivo de queja. (Míster Creakle tomó nota inmediatamente.) Veintisiete continuaba de pie entre nosotros, como si se diera cuenta de que representaba el objeto curioso de un museo, de lo más interesante. Para darnos a los neófitos el golpe de gracia y deslumbrarnos, redoblando a nuestros ojos aquellas deslumbrantes maravillas, dieron orden de traemos también al Veintiocho.

Me había sorprendido ya tanto, que sólo sentí una especie de sorpresa resignada cuando vi acercarse a Littimer leyendo un libro.

-Veintiocho —dijo un caballero con lentes que no había hablado todavía-. La semana pasada se quejó usted del chocolate, amigo mío; ¿ha sido mejor esta semana?

—Gracias, caballero -dijo Littimer-; estaba mejor hecho. Si me atreviera a hacer una observación, caballero, creo que la leche con que lo hacen no está completamente pura; pero ya sé que en Londres se adultera mucho la leche, y es un artículo muy difícil de procurarse al natural.

Me pareció que el caballero de los lentes hacía competencia, con su Veintiocho, al Veintisiete de míster Creakle, pues cada uno de ellos se encargaba de hacer valer a su protegido.

-¿Y cómo se encuentra usted, Veintiocho? —dijo el de los lentes.

-Muchas gracias, caballero -respondió Littimer-; reconozco mis locuras, caballero, y siento mucho, cuando pienso en los pecados de mis antiguos compañeros; pero espero que obtendrán perdón.

-¿Y es usted dichoso? -continuó el mismo caballero en tono animador.

-Muy agradecido, caballero; muy dichoso —dijo Littimer.

-¿Y hay algo que le preocupe? Dígalo francamente, Veintiocho.

-Caballero -dijo Littimer sin levantar la cabeza-, si mis ojos no me han engañado, hay aquí un señor que me conoció hace tiempo. Puede serle útil a ese caballero el saber que atribuyo todas mis locuras pasadas a haber llevado una vida frívola, al servicio de jóvenes, y haberme dejado arrastrar por ellos a debilidades a las cuales no tuve la fuerza de resistir. Espero que ese caballero, que es joven, aprovechará la advertencia y no se ofenderá de la libertad que me tomo, pues es por su bien. Reconozco todas mis locuras pasadas y espero que él también se arrepentirá de todas las faltas y pecados en que ha tomado parte.

Observé que muchos de aquellos señores se tapaban la cara con las manos como si meditaran en la iglesia.

-Eso le hace honor, Veintiocho; no esperaba menos de usted… ¿Tiene usted algo más que decir?

-Caballero -dijo Littimer, levantando ligeramente, no los ojos, sino únicamente las cejas-, había una joven de mala conducta a quien he tratado en vano de salvar. Ruego a ese caballero, si le es posible, que informe a esa joven, de mi parte, de que la perdono y la invito al arrepentimiento. Espero que tenga esa bondad.

-No dudo, caballero —continuó su interlocutor-, que el caballero a quien usted alude no sienta muy vivamente, como lo hacemos todos, lo que usted acaba de decir de una manera tan conmovedora. Pero no queremos detenerle más tiempo.

-Muchas gracias -dijo Littimer-. Caballeros, les deseo buenos días, y espero que también ustedes y sus familias llegarán a reconocer sus pecados y a enmendarse.

El Veintiocho se retiró, después de lanzar una mirada de inteligencia a Uriah. Vi que no eran desconocidos uno para el otro y que habían encontrado medio de entenderse. Cuando se cerró la puerta de su celda se oyó murmurar en todo el grupo que era un preso muy respetable, un caso magnífico.

-Ahora, Veintisiete -dijo míster Creakle, volviendo a entrar en escena con su campeón-, ¿hay algo que podamos hacer por usted? No tiene más que decirlo.

-Le pido humildemente, caballero -repuso Uriah, sacudiendo su cabeza odiosa—, la autorización de escribir otra vez a mi madre.

-Le será acordada -dijo míster Creakle.

-Muchas gracias; me preocupa mucho mi madre. Temo que esté en peligro.

Alguien tuvo la imprudencia de preguntar qué peligro podía correr; pero un « ¡chis! » escandalizado fue la respuesta general.

-Temo por su seguridad eterna, caballero -respondió Uriah, torciéndose hacia donde había salido la voz-. Me gustaría encontrar a mi madre en el mismo estado de ánimo que yo. Yo nunca hubiese llegado a este estado de espíritu si no hubiera venido aquí. Querría que mi madre estuviera aquí. ¡Qué felicidad sería para todos que se pudiera traer aquí a todo el mundo!

Aquello fue recibido con una satisfacción sin límites, la mayor satisfacción que habían tenido nunca aquellos señores.

-Antes de venir aquí -dijo Uriah, lanzándonos una mirada de soslayo, como si hubiera querido poder envenenar con una mirada al mundo exterior, a que pertenecíamos-, antes de venir aquí he cometido faltas; pero, ahora puedo reconocerlo, hay mucho pecado en el mundo; hay mucho pecado en mi madre; hay mucho pecado en todas partes, menos aquí.

-Está usted completamente cambiado -dijo míster Creakle.

-¡Oh Dios mío! Ya lo creo -gritó aquel esperanzado.

 

-¿Y usted no recaería si le pusieran en libertad? -preguntó otra persona.

-¡Oh Dios mío; no, caballero!

-Bien —dijo míster Creakle-; todo eso es muy satisfactorio. Antes se ha dirigido usted a míster Copperfield, Veintisiete. ¿Tiene usted algo más que decirle?

-Usted me ha conocido mucho tiempo antes de mi entrada aquí y de mi gran cambio, míster Copperfield -dijo Uriah mirándome con una mirada feroz, como nunca he visto otra, ni aun en su rostro… - Usted me ha conocido en los tiempos en que, a pesar de todas mis faltas, era humilde con los orgullosos y dulce con los violentos. Usted ha sido violento una vez conmigo, míster Copperfield; usted me dio una bofetada, ya lo sabe usted.

Cuadro de conmiseración general; me lanzan miradas indignadas.

-Pero yo le perdono, míster Copperfield -dijo Uriah, haciendo de su clemencia un paralelo impío, que me parecería blasfemar el repetirlo-; yo perdono a todo el mundo. Yo no conservo rencor a nadie. Le perdono de todo corazón, y espero que en el futuro dominará usted mejor sus pasiones. Espero que míster Wickfield y mistress Wickfield se arrepentirán, como todos los demás pecadores. Usted ha sido visitado por la aflicción, y eso le aprovechará; pero todavía le hubiera aprovechado más el venir aquí. Míster Wickfield y mistress Wickfield también hubieran hecho mejor viniendo aquí. Lo mejor que puedo desearle, míster Copperfield, como a todos ustedes, caballeros, es que sean detenidos y conducidos aquí. Cuando pienso en mis locuras pasadas y en mi estado presente me doy cuenta de lo ventajoso que les sería esto. Y compadezco a todos los que no están aquí.

Se deslizó en su celda, en medio de un coro de aprobaciones. Traddles y yo descansamos cuando le vimos bajo llave.

Una consecuencia notable de todo aquel hermoso arrepentimiento fue que me dio ganas de preguntar lo que habían hecho aquellos dos hombres para ser encarcelados. Era evidentemente lo único que no estaban dispuestos a confesar. Y me dirigí a uno de los dos guardianes que, por la expresión de su rostro, parecía saber muy bien a qué atenerse sobre toda aquella comedia.

-¿Sabe usted -le dije, mientras seguíamos el corredor- cuál ha sido el último error del número Veintisiete?

Me dijo que era un caso de banca.

-¿Un fraude a la banca de Inglaterra? -pregunté.

-Sí, caballero, un caso de fraude, falsificación y conspiración, entre él y otros; él era el jefe de la banda. Se trataba de una suma enorme. Los condenaron a perpetua. Veintisiete era el más hábil de la tropa y había sabido permanecer en la sombra. Sin embargo, no lo consiguió del todo.

-¿Y el crimen del Veintiocho, lo sabe usted?

-Veintiocho -repuso el guardián, hablando en voz baja y por encima del hombro, sin volver la cabeza, como si temiese que Creakle y sus acompañantes le oyesen hablar con aquella culpable irreverencia de las dos criaturas inmaculadas-, Veintiocho, igualmente condenado, entró al servicio de un joven a quien la víspera de su partida para el extranjero robó doscientas cincuenta libras en dinero y en valores. Lo que me recuerda muy particularmente su asunto fue que le detuvo una enana.

-¿Quién?

-Una mujercita, de la que he olvidado el nombre.

-¿No será Mowcher?

-Pues, sí; había escapado a todas las pesquisas, y se iba a América con una peluca y patillas rubias (nunca he visto un disfraz semejante), cuando esa mujer, que se encontraba en Southampton, se le tropezó en la calle, lo reconoció con su mirada perspicaz y corrió a meterse entre sus piernas para hacerle caer, y le sujetó con fuerza.

-¡Excelente miss Mowcher! -exclamé.

-Ya lo creo que merece la pena decirlo, si la hubiera usted visto, como yo, de pie en el banco de los testigos, el día del juicio -dijo mi amigo-. Cuando lo detuvo le hizo una gran herida en la cara y la maltrató del modo más brutal; pero ella no le soltó hasta verle bajo llave. Es más, le sujetaba con tal ahínco, que los agentes de policía tuvieron que llevárselos juntos. Ella lo puso en evidencia. Recibió cumplidos de todo el Tribunal y la llevaron a su casa en triunfo. Dijo delante del Tribunal que, conociéndole como le conocía, le hubiese detenido aunque hubiera sido manca y él fuerte como Sansón. Y yo creo que lo habría hecho como decía.

También era esta mi opinión, y me hacía estimar cada vez más a miss Mowcher.

Habíamos visto todo lo que había que ver. Habría sido en vano tratar de convencer a un hombre como el «venerable» míster Creakle de que el Veintisiete y el Veintiocho eran personas cuyo carácter no había cambiado en absoluto; que seguían siendo lo que habían sido siempre: unos hipócritas que ni hechos de encargo para aquellas confesiones públicas; que sabían tan bien como nosotros que todo aquello se cotizába por el lado de la filantropía, y que se los tendría en cuenta en cuanto estuvieran lejos de su patria; en una palabra, que era todo cálculo a impostura. Pero los dejamos allí con su «sistema» y emprendimos el regreso, todavía aturdidos con lo que acabábamos de ver.

—Quizá sea mejor así, Traddles, « pues no hay corno hacerle correr a un mal caballo para que reviente».

-Esperémoslo así -replicó Traddles.

Capítulo 22 Una luz brilla en mi camino

Se acercaba la Navidad y ya hacía dos meses que había vuelto a casa. Había visto muy a menudo a Agnes, y a pesar del placer que sentía oyéndome alabar públicamente, voz poderosa para animar a redoblar los esfuerzos, la menor palabra de elogio salida de la boca de Agnes valía para mí mil veces más que todo.

Iba a Canterbury por lo menos una vez a la semana, y a veces más, y me pasaba la tarde con ella. Volvía por la noche, a caballo, pues había recaído en mi humor melancólico… sobre todo cuando la dejaba… y me gustaba verme obligado a hacer ejercicio para escapar a los recuerdos del pasado, que me perseguían en mis penosas vigilias y en mis sueños, más penosos todavía. Pasaba, por lo tanto, a caballo la mayor parte de mis largas y tristes noches, evocando durante el camino el mismo sentimiento doloroso que me había preocupado en mi larga ausencia.

Mejor dicho, escuchaba como el eco de aquellos sentimientos. Los sentía yo mismo, pero como desterrados lejos de mí; no tenía más remedio que aceptar el papel inevitable que me había adjudicado a mí mismo. Cuando leía a Agnes las páginas que acababa de escribir; cuando la veía escucharme con tanta atención, echarse a reír o deshacerse en lágrimas; cuando su voz cariñosa se mezclaba con tanto interés al mundo ideal en que yo vivía, pensaba en lo que hubiera podido ser mi vida; pero lo pensaba, como antes, después de haberme casado con Dora, sabiendo que ya era demasiado tarde.

Mis deberes con Agnes me obligaban a no turbar la ternura con que me quería, sin hacerme culpable de un egoísmo miserable. Mi impotencia para reparar el daño; la seguridad en que estaba, después de una madura reflexión, de que, habiendo estropeado voluntariamente y por mí mismo mi destino, y habiendo obtenido la clase de cariño que mi corazón impetuoso le había pedido, no me daba derecho a quejarme y sólo me quedaba sufrir. Eso era todo lo que llenaba mi alma y mis pensamientos; pero la quería y me consolaba al pensar que quizá llegaría un día en que podría confesarme con ella sin remordimientos; un día muy lejano en que podría decirle:

«Agnes, mira cómo estaba cuando volví a tu lado, y ahora soy viejo, y no he podido volver a querer a nadie desde entonces». En cuanto a ella, no demostraba el menor cambio en sus sentimientos ni en su modo de tratarme. Era lo que había sido siempre para mí, ni más ni menos.

Entre mi tía y yo este asunto parecía haber sido desechado de las conversaciones, no porque nos hubiéramos propuesto evitarlo, sino porque, por una especie de compromiso tácito, pensábamos cada uno por su lado, pero sin decir en alto nuestro pensamiento. Cuando, siguiendo nuestra antigua costumbre, estábamos por la noche sentados al lado del fuego, a veces nos quedábamos absortos en aquellos sueños; pero con toda naturalidad, como si hubiéramos hablado de ello siempre sin reservas. Y, sin embargo, guardábamos silencio. Yo creo que ella había leído en mi corazón y comprendía por qué me condenaba al silencio.

Navidad se acercaba y Agnes nada me decía. Empezaba a temer que se hubiera dado cuenta del estado de mi alma y que guardara su secreto por no hacerme sufrir. Si era así, mi sacrificio había sido inútil y no había cumplido ni el menor de mis deberes con ella. Por fin me decidí a zanjar la dificultad; si existía entre nuestra confianza semejante barrera, había que romperla con mano enérgica.

Era un día de invierno, frío y oscuro. ¡Cuántas razones tengo para recordarlo! Había caído algunas horas antes una nevada que, sin ser demasiado espesa, se había helado en el suelo, cubriéndolo. A través de los cristales de mi ventana veía los efectos del viento, que soplaba con violencia. Acababa de pensar en las ráfagas que debían de barrer en aquel momento las soledades de nieve de Suiza, y sus montañas, inaccesibles a los hombres en aquella estación, y me preguntaba qué era más solitario, si aquellas regiones aisladas o aquel océano desierto.

-¿Sales hoy a caballo, Trot? -dijo mi tía entreabriendo la puerta.

-Sí -le dije-; voy a Canterbury. Es un día hermoso para montar.

-¡Ojalá tu caballo sea de la misma opinión -dijo mi tía-, pues está delante de la puerta, con las orejas gachas y la cabeza inclinada, como si prefiriera la cuadra al paseo!

Yo creo que mi tía olvidaba que mi caballo atravesaba el césped, pero sin flaquear en su severidad con los asnos.

-Ya se animará, no temas.

-En todo caso, el paseo le sentará bien a su amo —dijo mi tía, mirando los papeles amontonados encima de la mesa-. ¡Ay, hijo mío!; trabajas demasiadas horas. Antes, cuando leía un libro, nunca me hubiera figurado que le costaba tanto trabajo a su autor.

-A veces, leer cuesta trabajo -le contesté, Y el trabajo de autor no deja de tener encantos, tía.

-¡Ah, sí! La ambición, el afán de gloria, la simpatía, y otras muchas cosas, supongo. ¡Bah! ¡Buen viaje!

-¿Sabes algo más -le dije, con tranquilidad, mientras se sentaba en mi sillón, después de haberme dado un golpecito en la espalda-, sabes algo más sobre el enamoramiento de Agnes, de que me hablaste?

Me miró fijamente antes de contestarme.

-Creo que sí, Trot.

Me miraba de frente, con una especie de duda, de compasión, de desconfianza en sí misma, y viendo que yo trataba de demostrarle una alegría perfecta:

-Y lo que es más, Trot… -me dijo

-¡Y bien!

-Es que creo que va a casarse.

-¿Que Dios la bendiga! —dije alegremente.

-¡Que Dios la bendiga -dijo mi tía-, y a su marido también!

Me uní a sus deseos mientras le decía adiós; bajé rápidamente la escalera, me subí al caballo y partí. «Razón de más -pensé- para adelantar la explicación.»

¡Cómo recuerdo aquel viaje triste y frío! Los trozos de hielo barridos por el viento venían a golpearme el rostro; las herraduras de mi caballo llevaban el compás sobre el suelo endurecido; la nieve, arrastrada por la brisa, se arremolinaba. Los caballos, humeantes, se detenían en lo alto de las colinas, para resoplar, con sus carros cargados de heno y sacudiendo sus cascabeles armoniosos. Los valles que se veían al pie de las montañas se dibujaban en el horizonte negruzco como líneas inmensas trazadas con tiza sobre una pizarra gigantesca.

Encontré a Agnes sola. Sus discípulas habían vuelto a sus casas. Leía al lado de la chimenea. Dejó el libro al verme entrar y me acogió con su cordialidad acostumbrada; tomó la labor y se sentó al lado de una de las ventanas.

Yo me senté a su lado y nos pusimos a hablar de lo que yo hacía, del tiempo que necesitaba todavía para terminar mi obra, de lo que había hecho desde mi última visita. Agnes estaba muy alegre; me dijo que pronto me haría demasiado famoso para que se me pudiera hablar de semejantes cosas.

-Por eso verás que me aprovecho del presente -me dijo y que no dejo de hacer preguntas mientras está permitido.

Miré su rostro, inclinado sobre la labor. Ella levantó los ojos y vio que la miraba.

-Parece que hoy estás preocupado, Trot -me dijo.

-Agnes, ¿puedo decirte por qué? He venido para decírtelo.

Dejó su labor, como acostumbraba a hacerlo cuando discutíamos seriamente, y me dedicó toda su atención.

 

-Querida Agnes, ¿dudas de mi sinceridad contigo?

-No -respondió, mirándome sorprendida.

-¿Dudas de que pueda yo dejar de ser lo que he sido siempre para ti?

-No -respondió como la primera vez.

-¿Recuerdas lo que he tratado de decirte a mi vuelta, querida Agnes, de la deuda de reconocimiento que tengo contigo y del cariño que me inspiras?

-Lo recuerdo muy bien —dijo con dulzura.

-Tienes un secreto, Agnes; permíteme que lo comparta contigo.

Bajó los ojos; temblaba.

-No podía ignorarlo siempre, Agnes, aunque te haya sabido antes por otros labios que no son los tuyos (lo que me parece extraño); sé que hay alguien a quien has dado el tesoro de tu amor. No me ocultes una cosa que toca tan de cerca a tu felicidad. ¡Si tienes confianza en mí, trátame como amigo, como hermano, en esta ocasión sobre todo!

Me lanzó una mirada suplicante, casi de reproche; después, levantándose, atravesó rápidamente la habitación, como si no supiera dónde ir, y ocultando la cara entre las manos, se echó a llorar..

Sus lágrimas me conmovieron hasta el fondo del alma, pero despertaron en mí algo que me dio valor. Sin que supiera cómo, se unían en mi espíritu a la dulce y triste sonrisa que había quedado grabada en mi memoria, y me causaban una sensación de esperanza más que de tristeza.

-Agnes, hermana mía, amiga mía, ¿qué he hecho?

-Déjame salir, Trotwood; no me encuentro bien; estoy fuera de mí; ya te contaré… en otra ocasión… te escribiré. Ahora no; te lo ruego; ¡te lo suplico!

Yo trataba de recordar lo que me había dicho la tarde en que habíamos hablado de la naturaleza de su afecto, que no necesitaba correspondencia, y me parecía que acababa de atravesar todo un mundo en un momento.

-Agnes, no puedo soportar el verte así, y sobre todo por mi culpa. Amiga mía, tú, que eres lo que más quiero en el mundo, si eres desgraciada, déjame que comparta tu pena; si necesitas ayuda o consejo, déjame que trate de ayudarte; si tienes un peso en el corazón, déjame que trate de dulcificártelo. ¿Por qué crees que soporto la vida, Agnes, sino por ti?

-¡Oh!, déjame ahora… estoy fuera de mí… En otra ocasión.

Sólo podía distinguir aquellas palabras entrecortadas.

¿Me equivocaba? ¿Me arrastraba mi amor propio a mi pesar? ¿O sería verdad que tenía derecho para esperar, para soñar que percibía una felicidad en la que nunca me había atrevido ni a pensar?

-Tengo que hablarte, no puedo dejarlo así. ¡Por amor de Dios, Agnes, no nos engañemos el uno al otro después de tantos años, después de todo lo que ha pasado! Quiero hablarte sinceramente. Si crees que puedo estar celoso de la felicidad que tú puedes dar; si crees que no me resignaría a verte en manos de un protector más querido y elegido por ti; que en mi aislamiento no vería con satisfacción tu felicidad, desecha ese pensamiento, porque no es hacerme justicia. ¡De algo me ha servido el sufrir! Y no se han desperdiciado tus lecciones. ¡No hay el menor egoísmo en mis sentimientos hacia ti, Agnes!

Se había tranquilizado. Al cabo de un momento volvió hacia mí su rostro, pálido todavía, y me dijo en voz baja, entrecortada por la emoción, pero muy clara:

-Le debo a tu amistad por mí, Trotwood, el declararte que te equivocas. No puedo decirte más. Si he necesitado a veces apoyo y consuelo, nunca me han faltado. Si alguna vez he sido desgraciada, mi pena pasó ya. Si he tenido que llevar una carga, se ha ido haciendo ligera. Si tengo un secreto, no es nuevo… y no es lo que supones. No puedo ni revelarlo ni compartirlo con nadie; debo guardarlo para mí sola.

-Agnes, espera todavía un momento.

Se alejó, pero la retuve. Pasé mi brazo alrededor de su talle. «Si alguna vez he sido desgraciada… mi secreto no es nuevo.» Pensamientos y esperanzas desconocidas asaltaron mi alma; los colores de mi vida cambiaban.

-Agnes, querida mía, tú, a quien respeto y honro… a quien amo tan tiernamente… cuando he venido aquí hoy creía que nadie podría arrancarme semejante confesión. Creía que mi secreto continuaría enterrado en el fondo de mi alma hasta el día de nuestra vejez. Pero, Agnes, si veo en este momento la esperanza de que un día quizá me permitas que te dé otro nombre, un nombre mil veces más dulce que el de hermana…

Lloraba; pero ya no eran las mismas lágrimas; brillaba en ellas mi esperanza.

-Agnes, tú, que has sido siempre mi guía y mi mayor apoyo. Si hubieras pensado un poco más en ti misma y un poco menos en mí, cuando crecíamos juntos, creo que mi imaginación vagabunda no se hubiese dejado arrastrar lejos de tu lado. Pero estabas tan por encima de mí, me eras tan necesaria en mis penas y en mis alegrías de niño, que tomé la costumbre de confiarme a ti, de apoyarme en ti para todo; y esta costumbre ha llegado a ser en mí una segunda naturaleza, que tomó el lugar de mis primeros sentimientos, el de la felicidad de quererte como te quiero.

Agnes seguía llorando; pero ya no eran lágrimas de tristeza: ¡eran lágrimas de alegría! Y yo la tenía en mis brazos como no la había tenido nunca, como nunca había soñado en tenerla.

-Cuando quería a Dora, Agnes y ya sabes si la quería tiernamente…

-Sí -exclamó con viveza-; y soy dichosa sabiéndolo.

-Cuando la quería, aun entonces mi amor habría sido incompleto sin tu simpatía. La tenía, y por eso no me faltaba nada. Pero al perder a Dora, Agnes, ¿qué hubiera hecho sin ti?

Y la estrechaba en mis brazos, contra mi corazón. Su cabeza descansaba, temblando, en mi hombro; sus ojos, tan dulces, buscaban los míos, brillando de alegría a través de sus lágrimas.

-Cuando me fui, Agnes, te quería. Desde lejos no he dejado de quererte… y de vuelta aquí, te quiero.

Entonces traté de contarle la lucha que había tenido que sostener conmigo mismo y la conclusión a que había llegado. Traté de revelarle toda mi alma. Traté de hacerle comprender cómo había intentado conocerla más y conocerme a mí mismo; cómo me había resignado a lo que había creído descubrir, y cómo aquel mismo día había venido a verla, fiel a mi resolución. Si me quería lo bastante para casarse conmigo, ya sabía yo que no era por mis méritos, pues el único que tenía era el haberla amado fielmente y el haber sufrido mucho, y eso último era lo que me había decidido a confesárselo todo. ¡Oh Agnes! En este momento vi brillar en sus ojos el alma de mi «mujer-niña», y me dijo: " Está bien", y encontré en ella el más precioso recuerdo de la florecita que se había deshojado en todo su esplendor.

-¡Soy tan dichosa, Trotwood! Mi corazón está tan lleno; pero tengo que decirte una cosa.

-¿Qué, vida mía?

Puso con dulzura sus manos en mis hombros, y mirándome serenamente al rostro, me dijo:

-¿No sabes lo que es?

-No me atrevo a pensarlo; dímelo tú, querida.

-¡Que te he querido toda mi vida!

¡Oh, qué dichosos éramos, qué dichosos éramos! Ya no llorábamos por nuestras penas pasadas (las suyas eran mayores que las mías); llorábamos de alegría al vemos así, el uno junto al otro, para no separamos nunca.

Estuvimos paseando por el campo en aquella tarde de invierno, y la naturaleza parecía compartir la alegría tranquila de nuestras almas. Las estrellas brillaban por encima de nosotros, y, con los ojos en el cielo, bendecíamos a Dios por habernos llevado a aquella tranquila dicha.

De pie, juntos ante la ventana abierta, contemplábamos la luna, que brillaba. Agnes fijó sus ojos tranquilos en ella; yo seguí su mirada. Un gran espacio se abría en tomo mío; me parecía ver a lo lejos, por aquella carretera, un pobre chico, solo y abandonado, que ahora podía decir, del corazón que latía contra el suyo: « ¡Es mío! ».

La hora de la comida se acercaba cuando aparecimos al día siguiente en casa de mi tía. Peggotty me dijo que estaba en mi cuarto. Ponía su orgullo en tenerlo muy en orden y preparado para recibirme. La encontramos leyendo, con los lentes puestos, al lado de la chimenea.

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