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100 Clásicos de la Literatura

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—¡Hola, Elena! —me dijo Heathcliff al verme. —Me temía tener que ir en persona a buscar lo que es mío. Me lo has traído, ¿no? Vamos a ver qué tal es.

Se levantó y se dirigió a la puerta, seguido por José y por Hareton.

El pobre Linton los miró a los tres.

—¡Qué aspecto tiene! —dijo José, después de una detenida inspección. —Me parece, señor, que le han echado a perder su hijo.

Heathcliff, que miraba al niño fijamente, soltó una carcajada de desprecio.

—¡Dios mío, qué encanto de niño! Parece que le han criado con caracoles y con leche agria. El diablo me lleve si no es aún peor de lo que yo esperaba, y eso que no me hacía muchas ilusiones.

Mandé al niño que se apeara y entrase. Él no había comprendido bien las palabras de su padre, ni aún tenía seguridad de que fuera su padre aquel extraño. Me miraba con creciente temor, y cuando Heathcliff se sentó y le mandó acercarse, él se agarró a mi falda y empezó a llorar.

—¡Ta, ta, ta! —dijo Heathcliff. Le cogió, le atrajo hacia él, y tomándole por la barbilla, añadió: Nada de tonterías. No vamos a hacerte nada, Linton. ¿No te llamas así? Verdaderamente, eres el retrato de tu madre. ¿Qué hay mío en ti, pollito?

Le quitó el sombrero y le echó hacia atrás los rizos. Le palpó los brazos y manos. Linton dejó de llorar y contempló a su vez al hombre con sus grandes ojos azules.

—¿Me conoces? —preguntó Heathcliff, después de cerciorarse de la fragilidad de los miembros de su hijo.

—No —dijo Linton, mirándole con temor. —¿Ni te han hablado de mí?

—No.

—No, ¿eh? Tu madre debía haberse avergonzado de no despertar tu cariño hacia mí. Bueno, pues entérate: eres mi hijo, y tu madre fue una malvada bribona al no explicarte qué clase de padre tienes. ¡Vamos, te ruborizas! Algo es convencerse de que no tienes blanca la sangre también. Ahora a ser buen chico. Elena, siéntate, si estás cansada, y vuélvete a tu casa, si no. Ya supongo que contarás en la Granja todo lo que estás viendo y oyendo. Y el chico no se hará al ambiente mientras no se quede con nosotros solo.

—Espero, señor Heathcliff —contesté—, que se portará bien con el niño, porque de lo contrario no le tendrá mucho tiempo a su lado. Piense que es el único familiar que le queda.

—Seré buenísimo con él, no tengas miedo —repuso. Ahora que nadie más lo será. Procuraré monopolizar su afecto. Y para empezar mis bondades, ¡José, trae algo de desayunar al niño! Hareton, cachorro del diablo, vete a trabajar —y cuando ambos se fueron, agregó—: Sí, Elena, mi hijo es el futuro propietario de tu casa y no quiero que muera hasta estar seguro de que yo seré su heredero. Además, es hijo mío, y quiero ver a mi descendiente dueño exclusivo de los bienes de los Linton y a estos o a sus descendientes cultivando las tierras de sus padres a las órdenes de mi hijo. Es lo único que me interesa de este chico. Le odio por lo que me evoca, y le desprecio por lo que es. Pero lo que te he dicho basta para que le cuide y le atienda tanto como tu amo pueda atender y cuidar a su hija. He preparado para él una habitación lindamente amueblada y he encargado a un maestro que venga, desde una distancia de treinta kilómetros, a darle lección tres veces a la semana. A Hareton le he mandado que le obedezca, y, en fin, he hecho todo lo necesario para que Linton se sienta superior a los demás de la casa. Pero me disgusta que valga tan poco. Lo único que me hubiera consolado es que fuese digno de mí, y he experimentado una desilusión viendo que es un pobre infeliz que no sabe hacer otra cosa que llorar.

José llegó trayendo un tazón de sopa de leche. Linton, después de dar muchas vueltas al cacharro, dijo que no lo quería. El viejo criado, según noté, sentía hacia el niño el mismo desprecio que su padre, pero procuraba disimularlo, teniendo en cuenta el deseo de Heathcliff de que le respetaran.

—¿Conque no quiere comerlo? —dijo José en voz muy baja. — Pues el señorito Hareton no comía otra cosa cuando era niño, y era tan bueno como usted.

—Llévatelo —repuso Linton. No lo quiero.

José, indignado, cogió el tazón y se lo presentó a Heathcliff.

—¿Qué hay en esto de malo? —preguntó.

—No creo que haya nada malo —dijo Heathcliff.

—Pues su hijo no quiere comerlo —respondió José. —Pero ¡se saldrá con la suya! Su madre era lo mismo. Pensaba que todos éramos unos asquerosos y que nuestro contacto ensuciaba el trigo con el que había de cocer su pan.

—Guárdate de mencionar a su madre —gruñó Heathcliff, enojado. —Trae algo que le guste, y basta. ¿Qué suele comer, Elena?

Indiqué que le convendría té o leche hervida, y la criada recibió orden de prepararlo. Yo reflexioné que el egoísmo de su padre contribuiría a su bienestar. Heathcliff veía que su delicada salud exigía tratarle con cuidado. Y pensé que el señor se consolaría cuando se lo dijese. Entretanto, como ya no tenía pretexto para quedarme, salí al patio, aprovechando un momento en que Linton estaba ocupado en rechazar tímidamente las muestras de amistad que le quería prodigar un mastín. Pero él se dio cuenta de mi marcha.

Al cerrar la puerta le oí gritar repetidamente: ¡No se vaya! ¡No quiero quedarme aquí! Se cerró la puerta y le impidieron salir. Monté en Minny y así concluyó mi breve custodia del muchacho.

CAPITULO VEINTIUNO

Pasamos el día ocupados en consolar a la pequeña Cati. Se levantó muy temprano, impaciente por ver a su primo, y tanto lloró y se lamentó al saber que se había marchado, que Eduardo tuvo que consolarla, prometiéndole que el niño volvería en breve, si bien añadió: «Si lo consigo» Algo la calmó con esta promesa, y, sin embargo, tanto puede el tiempo, que cuando volvió a ver a Linton le había olvidado, hasta el punto de no reconocerle.

Siempre que yo encontraba a la criada de Cumbres Borrascosas le preguntaba por el niño, y ella me solía contestar que vivía casi tan encerrado como Cati, y que rara vez se le veía. Su salud seguía siendo delicada, y resultaba un huésped bastante molesto. El señor Heathcliff le quería cada vez menos, a pesar de que trataba de disimularlo. Le molestaba su voz y no podía aguantar largo tiempo su presencia. Hablaba poco con él. Linton estudiaba y pasaba las tardes en una salita, cuando no se quedaba en cama, ya que era muy frecuente que sufriese catarros, accesos de tos y todo género de dolencias.

—No he visto otro ser más melindroso ni más apocado —decía la criada. —Si dejo la ventana un poco abierta por la tarde, se pone fuera de sí, como si fuese a entrar la muerte por ella. En pleno verano necesita estar junto al fuego, le incomoda el humo de la pipa de José y hay que tenerle siempre preparados bombones y golosinas, y leche y más leche. Se pasa el tiempo al lado de la lumbre, envuelto en un abrigo de pieles, teniendo al alcance de su mano tostadas y algo que beber. Y si alguna vez Hareton, que no es malo, a pesar de su tosquedad, va a distraerle, siempre salen uno renegando y otro llorando. Se me figura que al amo le agradaría que Earnshaw moliese al niño a palos, si no se tratara de su hijo, y creo que sería capaz de echarle de casa si supiera lo mucho que el chico se cuida. Pero el señor no entra nunca en la salita, y si Linton empieza a hacer tonterías de esas en el salón, le manda enseguida irse a su cuarto.

Estas explicaciones me hicieron comprender que el joven en medio de un ambiente donde no encontraba simpatía alguna, se había hecho egoísta e ingrato, si es que no lo era ya de nacimiento, y cesé de interesarme por él, por más que no dejara de lamentar que no le hubieran permitido estar con nosotros. Pero el señor Linton me estimulaba a que me informase de él, y creo que le hubiera agradado verle, porque una vez incluso me mandó preguntar a la criada si el muchacho no solía ir al pueblo.

Ella me contestó que había ido con su padre a caballo dos o tres veces, y que siempre había vuelto rendido para varios días. La criada a que me refiero se marchó dos años después de llegar el niño.

En la Granja el tiempo transcurría plácidamente. Llegó el momento en que la señorita Cati cumplió los dieciséis años. No celebrábamos nunca el día de su cumpleaños, porque era también el aniversario de la muerte de su madre. Su padre pasaba aquellos días en la biblioteca, y al oscurecer se iba al cementerio de Gimmerton, donde se quedaba a veces hasta medianoche. Catalina tenía que divertirse sola. Aquel año, el veinte de marzo hizo un tiempo excelente, y después de que su padre hubo salido, la señora bajó vestida y me dijo que había pedido permiso al señor para que paseáramos juntas por el borde de los pantanos, con tal que no tardáramos en volver más de una hora.

—¡Anda, Elena! —me dijo entusiasmada. —Quiero ir allí, ¿ves? Por donde suelen ir las cercetas. Quiero ver si tienen nidos.

—Eso debe de estar lejos —respondí—, porque no suelen anidar junto a los pantanos.

—No, no está lejos —me aseguró. —He ido con papá hasta las cercanías.

Me puse el sombrero y salimos. Cati corría ante mí, yendo y viniendo como un perrillo juguetón. Al principio lo pasé bien. Cantaban las alondras, y mi niña mimada estaba encantadora, con sus dorados bucles colgando hada atrás, y sus mejillas, tan puras y encendidas como una rosa silvestre. Era un ángel entonces. Verdaderamente, era imposible no desear proporcionarle todas las alegrías que se pudiese.

—Pero, señorita —dije, después de un buen rato—, ¿dónde están las cercetas? Estamos lejos ya de casa.

—Es un poco más allá, solo un poco —repetía invariablemente. — Ahora sube esa colina, bordea esa orilla y verás qué pronto hago que los pájaros echen a volar.

Pero tantas colinas había que subir y tantas orillas que bordear, que al fin, me cansé y le grité que era necesario volverse ya. Pero no me oyó, porque se había adelantado mucho, y la tuve que seguir contra mi deseo. Empezó a descender una hondonada. En aquel momento estábamos más cerca de Cumbres Borrascosas que de su casa. De pronto vi que la habían abordado dos personas y en una de ellas reconocí al propio Heathcliff.

 

Habían sorprendido a Cati en el acto de coger, o al menos dispersar, unos nidos de aves. Aquellas extensiones pertenecían a Heathcliff y él estaba amonestando a la cazadora furtiva.

—No he cogido pájaro alguno —dijo ella, enseñando sus manos para demostrarlo. — Papá me dijo que anidaban aquí y quería ver cómo son sus huevos.

Yo llegaba en aquel momento. Heathcliff me miró maliciosamente y le preguntó:

—¿Quién es su papá?

—El señor Linton, de la Granja de los Tordos —repuso ella. —Ya he supuesto que usted no me conocía, pues de lo contrario no me hubiera hablado de esa forma.

—¿Así que usted supone que su papá es digno de mucha estimación y respeto? —le preguntó él irónicamente.

—¿Quién es usted? —repuso ella mirando a Heathcliff con curiosidad. —A ese hombre ya le he visto otra vez. ¿Es hijo suyo?

Y señalaba a Hareton, a quien los dos años transcurridos le habían hecho ganar en fuerza y estatura; pero que continuaba por lo demás tan torpe como antes.

—Señorita Cati —intervine—, tenemos que volver. Hace tres horas que salimos de casa.

—No, no es mi hijo —contestó Heathcliff. —Pero tengo uno, y también le conoce usted. Aunque su aya tenga prisa, creo que sería mejor que vinieran a descansar un poco a casa. Sólo con dar la vuelta a esta colina ya estamos allí. Será usted bien recibida, descansará un poco y volverá a la Granja en cuanto quiera.

Yo insistí a Cati para que no aceptáramos la invitación, pero ella respondió:

—¿Por qué no? Estoy cansada y no vamos a sentarnos aquí. El suelo está húmedo. ¡Anda, Elena! Dice, además, que conozco a su hijo. Yo creo que se equivoca. Vive en aquella casa donde estuve cuando volví de la peña de Penniston, ¿no?

—Exactamente —dijo Heathcliff. —Cállate, Elena. Le gustará ver nuestra casa. Hareton, vete delante con la muchacha. Tú ven conmigo, Elena.

—No irá a semejante sitio —grité. Y traté de soltarme de Heathcliff, que me había cogido por un brazo. Pero Hareton había desaparecido por un lado del camino.

—Esto es un atropello, señor Heathcliff —le reproché—. Ella verá a Linton; cuando volvamos le contará a su padre y todas las culpas me las cargaré yo.

—Deseo que vea a Linton —repuso. —Está estos días de mejor aspecto. No será difícil conseguir que la muchacha no hable de la visita... ¿Qué mal hay en ello?

—Hay el mal de que su padre me odiaría si supiese que la he dejado entrar en casa de usted. Además, estoy segura de que usted lleva algún mal fin —repliqué.

—Mi fin es honradísimo —dijo—, y te lo voy a declarar. Quiero que los dos primos se enamoren y se casen. Ya ves que soy generoso con tu amo. La chica no tiene otras perspectivas. Si ella se casara con Linton, la designaría como coheredera.

—Lo sería de todos modos si Linton muriese —repuse—, y ya sabe usted que la salud de éste es muy precaria.

—No lo sería —replicó—, porque ninguna cláusula del testamento lo menciona, y yo sería el heredero. Pero para evitar pleitos, quiero que se casen.

—Y yo no quiero que ella entre en esa casa conmigo —respondí.

Catalina había llegado ya a la verja. Heathcliff aconsejó que me tranquilizase y nos precedió por el sendero. La señorita le miraba como pretendiendo darse cuenta de qué clase de hombre era; pero él le correspondía con sonrisas, y al hablarle suavizaba su voz. Llegué a imaginar que la memoria de la madre le hacía simpatizar con la joven. Encontramos a Linton junto al fuego. Venía de pasear por el campo, tenía aún puesta la gorra y en aquel momento estaba pidiendo a José calzado seco. Le faltaban pocos meses para cumplir los dieciséis años, y estaba muy crecido para su edad. Seguía teniendo bellas facciones, y en sus ojos y en su piel se notaban los saludables efectos del aire y el sol que acababa de tomar durante su paseo.

—¿Le conoce? —preguntó Heathcliff a Cati.

—¿Es su hijo? —dijo ella mirando, dudosa, a los dos.

—Sí; pero ¿cree que es la primera vez que le ve? Haga memoria. Linton, ¿no te acuerdas de tu prima?

—¿Linton? —exclamó Catalina, agradablemente sorprendida. ¿Es éste el pequeño Linton de antes? Pero ¡si está más alto que yo!

Él se adelantó hacia ella, se besaron y ambos se miraron asombrados del cambio que habían experimentado los dos. Cati estaba ya completamente desarrollada. Era a la vez llena y esbelta, flexible como el acero y rebosante de animación y salud. En cuanto a Linton, tenía lánguidos los ademanes y las miradas, y era muy endeble de complexión; pero la gracia de sus maneras compensaba aquellos defectos. Luego de haber cambiado muchas caricias con él, su prima se dirigió al señor Heathcliff, que estaba junto a la puerta fingiendo mirar afuera; pero, en realidad, mirando exclusivamente lo que pasaba dentro.

—¿Así que es usted tío mío? —dijo la joven, abrazándole—. ¿Y por qué no va a vernos a la Granja de los Tordos? Es raro vivir tan próximos y no visitarnos nunca. ¿Por qué su—cede así?

—Antes de que tú nacieras yo iba alguna vez. Anda, déjate de besos... Dáselos a Linton. Dármelos a mí es perder el tiempo.

— ¡Qué mala eres, Elena! —exclamó Cati, viniendo hacia mí para prodigarme también sus zalamerías. —¡Mira que no dejarme entrar! En adelante, vendré todas las mañanas. ¿Puedo hacerlo, tío? ¿Y puede venir conmigo papá? ¿No le gustará veros?

—Claro que sí —repuso él, disimulando la mueca de aversión que le inspiraban los dos presuntos visitantes. Mejor será que te diga que tu padre y yo reñimos terriblemente una vez, y si le cuentas que me visitas, es muy fácil que te lo prohíba. Así que si quieres seguir viendo a tu primo, vale más que no se lo digas a tu padre.

—¿Por qué riñeron? —preguntó entonces Catalina, disgustada.

—Porque él creyó que yo era demasiado pobre para casarme con su hermana —exclamó Heathcliff. —Se disgustó conmigo cuando lo hicimos, y no me perdonó jamás.

—Eso no está bien —dijo la muchacha. Pero Linton y yo no tenemos la culpa. En vez de venir yo, es mejor que él vaya a la Granja.

—Está demasiado lejos para mí, Cati —respondió su primo—. Andar seis kilómetros me mataría. Ven tú cuando puedas; por lo menos, una vez a la semana.

Heathcliff miró con desprecio a su hijo.

—Me temo que voy a perder el tiempo, Elena –rezongó—. Catalina verá que su primo es tonto, y le mandará al diablo. ¡Si hubiera sido Hareton! Te aseguro que me lamento continuamente de que no sea como él, a pesar de lo degradado que Hareton está. Si el chico fuera otro, yo le querría. No, no hay miedo de que ella se enamore. No creo que pase de los dieciocho años. ¡Maldito tonto! No se ocupa más que de secarse los pies, y ni mira a su prima. ¡Linton!

— ¿Qué, papá?

—¿No hay nada que puedas enseñar a tu prima? ¿Ni un mal conejo o un nido de comadrejas? Anda, hombre; deja de cambiarte el calzado, llévala al jardín y enséñale tu caballo.

—¿No prefieres sentarte aquí? —preguntó él a Cati, indicando en su tono la poca gana que tenía de moverse.

—No sé... —contestó ella, dirigiendo a la puerta una mirada que indicaba que prefería hacer algo a sentarse.

Pero él se acomodó en su silla y se aproximó más al fuego. Heathcliff se fue a buscar a Hareton. Se notaba que el joven acababa de lavarse en sus mejillas brillantes y su cabello mojado.

—Quiero hacerle una pregunta, tío —dijo Catalina. —Este no es primo mío, ¿verdad?

—Sí —contestó él. —Es sobrino de tu madre. ¿No te agrada? Catalina le miró con extrañeza.

—¿No es un buen mozo? —siguió Heathcliff.

La joven se alzó sobre las puntas de los pies y habló a Heathcliff al oído. Él se echó a reír. Hareton se puso sombrío, y yo reparé en que era muy suspicaz para algunas cosas.

Pero Heathcliff le tranquilizó al decirle:

—¡Ea, Hareton, te preferimos a ti! Me ha dicho que eres un... ¿un qué? Bueno, no me acuerdo... Una cosa agradable. Acompáñala a dar una vuelta y pórtate como un gentil hombre. No digas palabrotas, no la mires cuando ella no te mire a ti, ruborízate cuando se ruborice ella, háblale con dulzura y no lleves las manos en los bolsillos. Anda, trátala todo lo mejor que puedas.

Y miró a la pareja cuando pasaron ante la ventana. Hareton no miraba a su compañera, y parecía tan atento al paisaje como un pintor o un turista. Cati le miró a su vez de un modo muy poco lisonjero. Después se dedicó a encontrar objetos que atrajesen su interés, y, a falta de conversación, canturreaba.

—Con lo que le he dicho —indicó Heathcliff—, verás cómo no pronuncia ni una palabra. Elena, cuando yo tenía su edad o poco menos, ¿era tan estúpido como él?

—Era usted peor —precisé—, porque era usted aún más huraño.

—¡Cuánto me satisface verle así! —siguió Heathcliff, expresando sus pensamientos en voz alta. —Ha colmado mis esperanzas. Si hubiese sido un tonto de nacimiento, no estaría tan contento. Pero no es tonto, no, y comprendo todos sus sentimientos, ya que yo mismo antes que él los he experimentado. Ahora me hago cargo de cuánto padece, aunque no es, por supuesto, más que un principio de lo que padecerá después. Y no logrará desprenderse jamás de su zafiedad y su ignorancia. Lo he hecho todavía más vil de lo que su miserable padre quiso hacerme a mí. Le he acostumbrado a despreciar cuanto no es brutal, y llega al extremo de vanagloriarse de su rudeza. ¿Qué pensaría Hindley de su hijo si pudiera verle? ¡Estaría tan orgulloso de él como yo del mío! Con la diferencia de que Hareton es oro en bruto que hace el papel de ladrillo y este otro es latón que hace menesteres de vajilla de plata. El mío no vale nada, y, sin embargo, le haré que prospere todo cuanto se lo permitan sus cualidades. El otro tiene excelentes cualidades, que le he hecho desperdiciar. ¡Y lo grande es que Hareton me quiere como un condenado! En esto he vencido a Hindley. ¡Si el granuja pudiera levantarse de su sepultura para venir a echarme en cara el mal que he hecho a su hijo, éste sería el primero en venir a defenderme, ya que me considera como el mejor amigo que pudiera tener en el mundo!

Esta idea hizo soltar a Heathcliff una carcajada diabólica. No le repliqué, ni él lo esperaba. Mientras tanto, Linton, que estaba sentado harto lejos de nosotros para poder oír nuestra conversación, empezó a agitarse y a dar muestras de que lamentaba no haber salido con Cati. Su padre distinguió cómo miraba hacia la ventana. La mano del muchacho se dirigía, irresoluta, hacia su gorra.

—¡Vamos, perezoso, levántate! —dijo con fingida bonachonería. —Vete con ellos. Están junto a las colmenas.

Linton reunió sus energías y abandonó el hogar. Cuando salía, oí por la ventana, que estaba abierta, cómo Cati preguntaba a Hareton el significado de la inscripción que había sobre la puerta. Pero Hareton levantó los ojos y se rascó la cabeza como hubiera hecho un verdadero rústico.

—No sé leer ese condenado escrito —contestó.

—¿Que no puedes leerlo? —respondió Cati. —Yo sí que lo leo; pero lo que quiero es saber por qué está ahí.

Linton soltó una risotada, primera manifestación de alegría que daba.

—No sabe leer —comunicó a su prima. —Supongo que te asombrará saber que es un burro tan grande.

—¿Está bien de la cabeza? —preguntó Catalina seriamente. —Sólo le he hecho dos preguntas; pero creo que no me entiende, y, además, me habla de un modo tal, que tampoco yo le comprendo.

Linton se volvió a reír, y miró despreciativamente a Hareton, que no pareció ofenderse por ello.

—¿Verdad que todo es cuestión de pereza, Hareton? — dijo—. Mi prima se imagina que eres un idiota. Entérate de a lo que conduce despreciar los libracos, como tú dices. ¿Has oído cómo pronuncia, Cati?

—¿Pa qué diablos necesito tener buena pronuncia? —respondió Hareton. Y siguió hablando a su manera, con gran regocijo de mi señorita.

—¿Y pa qué diablos necesitas mencionar al diablo en esa frase? —dijo Linton, haciéndole burla. — Papá te ha ordenado hablar correctamente, y no dices dos palabras sin cometer una incorrección. Procura portarte como un caballero.

—Si no tuvieras más de chica que de chico, te tumbaba de un puñetazo —contestó el otro, marchándose con el rostro encendido, ya que comprendía que le había afrentado y no acertaba a reaccionar de otra manera.

 

Heathcliff, que lo había oído todo tan bien como yo, sonrió; pero enseguida miró con animosidad a la pareja, que se había quedado hablando en el portal. El muchacho se animaba al referir anécdotas relativas a Hareton. En cuanto a ella, celebraba sus comentarios, sin reparar en que denotaban un espíritu perverso. Con todo ello, yo empecé a aborrecer a Linton, y me sentí inclinada a justificar el desprecio que sentía hacia él su padre.

Estuvimos hasta la tarde. El señor no salió de su habitación, y esta feliz circunstancia impidió que notara nuestra larga ausencia. Mientras volvíamos, intenté explicar a la joven quiénes eran aquellos con los que habíamos estado; pero a ella se le antojaba que mi prevención era injusta.

—Yo veo que le das la razón a papá —me dijo. —No eres imparcial. La prueba es que me has tenido engañada todos estos años asegurándome que Linton vivía lejos de aquí. Estoy incomodada; mas como, por otro lado, me siento muy satisfecha, no te digo nada. Pero no hables mal de mi tío. Ten en cuenta que es mi pariente. Voy a reñir a papá por no tratarse con él.

Tuve que renunciar a mi intento de disuadirla de su equivocación. No habló de la visita aquella noche, porque no vio al señor Linton. Pero al día siguiente le soltó todo, y aunque, por un lado, esto me disgustaba, me complacía, por otro, pensar que el señor acertaría a aconsejarla mejor que yo.

—Papá —dijo Cati, después de saludarle—, ¿a quién crees que vi ayer cuando salí de paseo? Noto que te estremeces. Claro; como no obré bien... Escúchame y sabrás cómo he descubierto que tú y Elena me estabais engañando diciéndome que Linton vivía muy lejos, a la vez que afectaban compadecerme cuando yo seguía hablando de él.

Contó todo lo sucedido. El señor no dijo nada hasta que ella terminó, y sólo de cuando en cuando me miraba con expresión de reproche. Al final le preguntó si conocía las razones por las que le había ocultado la proximidad de Linton.

—Porque tú no quieres al señor Heathcliff —contestó ella. —¿De modo que piensas, Cati, que me preocupan más mis sentimientos que los tuyos? No es que yo no quiera al señor Heathcliff, sino que él no me quiere a mí. Además, es el hombre más diabólico que ha existido, y se goza en dañar y arruinar a los que odia, aunque no le den motivo para ello. Yo sabía que no podías tratar a tu primo sin tratarle a él, y me constaba que él te odiaría por ser hija mía. Por eso y por tu propio bien procuré impedir que le vieses. Me proponía explicártelo cuando fueras mayor, y lamento no habértelo dicho antes.

—El señor Heathcliff se portó muy atentamente conmigo —contestó Cati, recalcitrante. —Me dijo que puedo ver a mi primo cuando quiera, y que eres tú quien no le ha perdonado que él se casara con la tía Isabel. El tío está dispuesto a permitir que me trate con Linton, y tú, no.

Entonces el amo le explicó sucintamente lo sucedido con Isabel y el procedimiento por el que las Cumbres habían pasado a manos de Heathcliff. No se extendió en muchos detalles; pero, por pocos que fueran, bastaban para ilustrar a Cati, dada la animosidad con que los expresó su padre, que seguía odiando a su enemigo, a quien consideraba como el causante de la muerte de la señora, sentimiento que no le abandonaba jamás. La señorita Cati, que era incapaz de hacer mal a nadie, salvo pequeñas faltas de desobediencia, quedó asombrada al oír explicar el carácter de aquel hombre, capaz de prolongar durante años enteros sus planes de venganza sin sentir remordimiento alguno. Tan afectada nos pareció, que el señor creyó superfluo seguir hablando más. Y sólo agregó:

—Ya te diré más adelante, hija mía, por qué deseo que no vayas a su casa. Ahora ocúpate de tus cosas, y no pienses más en eso.

Cati dio un beso a su padre, y luego dedicó, como siempre, dos horas a sus lecciones. Dimos una vuelta por el parque, y no hubo otra novedad. Pero a la noche, mientras yo la ayudaba a desnudarse, se echó a llorar.

—¿No le da vergüenza, niña? —la increpé. —Si tuviera usted aflicciones de veras, no lloraría por una contrariedad tan insignificante. Figúrese que su padre y yo faltáramos y que usted se quedara sola en el mundo. ¿Qué sentiría usted entonces? Compare lo que sufriría, en un caso así, con esta pequeña contrariedad, y dará usted gracias a Dios, que le concede suficientes amigos lo bastante buenos para no tener que suspirar por otros.

—No lloro por mí, Elena —respondió. — Lloro por Linton, que me espera, y que tendrá mañana el desengaño de no verme ir.

—No se figure —repuse— que él piensa en usted tanto como usted en él. Ya tiene a Hareton para hacerle compañía. Nadie en el mundo lloraría por dejar de tratar a un pariente al que ha visto dos veces en toda su vida. Linton comprenderá lo que ha pasado y no se acordará más de usted.

—Podía escribirle una nota explicándole por qué no voy y mandarle unos libros que le he prometido prestarle. ¿Por qué no hacerlo, Elena?

—No —respondí resueltamente—, porque él, entonces, le contestaría a usted, y sería el cuento de nunca acabar. Hay que cortar las cosas de raíz, como lo ha mandado su papá.

—Pero una notita... —dijo suplicante.

—Nada de notitas —dije. —Acuéstese.

Me dirigió una mirada tal, que me abstuve de besarla después de desearle buenas noches. La tapé y salí muy disgustada. Pero, arrepintiéndome de mi dureza, volví para rectificar, y la encontré sentada a la mesa escribiendo con un lápiz una nota, que escondió al verme entrar.

—Voy a apagar la vela —dije. —Y si le escribe usted, no encontrará quien le lleve la carta.

Y apagué, recibiendo, al hacerlo, un golpe en la mano y varias violentas recriminaciones, tras las cuales Cati se encerró en su cuarto. La carta, con todo, fue terminada, y enviada por un lechero que iba al pueblo. Pero yo no me enteré hasta más adelante. Transcurrieron varias semanas, y Catalina abandonó su actitud violenta. Tomó entonces la costumbre de ocultarse por los rincones. Si cuando estaba leyendo me acercaba a ella, se sobresaltaba y procuraba esconder el libro, pero no lo suficiente para que yo dejase de ver que tenía papeles sucios entre las hojas. Solía bajar temprano de mañana a la cocina, y andaba por allí como en espera de algo. Dio en la costumbre de echar la llave a un cajoncito que tenía en la biblioteca para su uso.

Un día observé que en el cajoncito, que en aquel momento estaba ella ordenando, en lugar de las chucherías y los juguetes que eran su contenido habitual, había numerosos pliegos de papel. La curiosidad y la sospecha me decidieron a echar una ojeada a sus misteriosos tesoros. Aprovechando una noche en que ella y el señor se habían acostado pronto, busqué entre mis llaves hasta hallar una que valía para abrir aquel cajón, saqué cuanto había en él y me lo llevé a mi cuarto. Como había supuesto, era una correspondencia procedente de Linton Heathcliff. Las cartas de fecha más antigua eran tímidas y breves; pero las sucesivas contenían encendidas frases de amor, que por su exaltada insensatez parecían propias de un colegial, pero que mostraban acá y acullá, ciertos rasgos que me parecieron de mano más experta. Algunas principiaban expresando enérgicos sentimientos, y luego concluían de un modo afectado, tal como el que emplearía un estudiante para dirigirse a una figura amorosa inexistente. No sé lo que aquello parecería a Cati, pero a mí me dio la impresión de una cosa ridícula. Finalmente, las até juntas y volví a cerrar el cajón.

Como tenía por costumbre, la señorita bajó a la cocina muy temprano. Al llegar el muchacho que traía la leche, mientras la criada la vertía en el jarro, la señorita salió y deslizó un papel en el bolsillo del jubón del rapaz, a la vez que recogía algo de él. Dando un rodeo, atajé al chico, quien defendió esforzadamente la integridad de su misiva. Pero al fin logré arrebatársela y le hice irse amenazándole con fieros males en caso contrario. Leí la carta de amor de Cati. Era mucho más sencilla y más expresiva que la de su primo. Moví la cabeza y me volví pensativa a casa. Como llovía, Catalina no bajó aquel día al parque. Al terminar de estudiar acudió a su cajón. Su padre estaba sentado a la mesa, leyendo. Yo, adrede, estaba arreglando unos flecos descosidos de la cortina de la ventana.

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