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100 Clásicos de la Literatura

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Además de la estancia en que la habían recibido, había otras dos más, igualmente repletas de objetos, en las que Isabel pasó un cuarto de hora. Todo en ellas era sumamente curioso y de enorme valor, y el señor Osmond siguió mostrándose como el más amable de los cicerones al conducirla de una pieza a otra, sin soltar en ningún momento la mano de su hija. Su amabilidad casi sorprendió a nuestra joven amiga, quien se preguntaba por qué razón se tomaba tantas molestias con ella; y al final, acabó por sentirse abrumada ante todo aquel cúmulo de belleza y conocimiento al que se vio expuesta. Por el momento ya había tenido suficiente y había dejado de atender a lo que él decía. Pese a mirarlo con ojos atentos, no pensaba en las palabras que le dirigía. Probablemente él la creyese más despierta, más inteligente en todos los aspectos, más preparada de lo que estaba. Llevada por su amabilidad, madame Merle seguramente habría exagerado, lo cual era una lástima porque, al final, él acabaría por descubrirlo, y puede que entonces su inteligencia real no bastase para que Osmond se perdonase la equivocación. Parte de la fatiga que Isabel sentía se debía al esfuerzo por parecer tan inteligente como imaginaba que madame Merle la había descrito, y al temor (muy poco habitual en ella) de dejar al descubierto no su ignorancia, que en comparación le importaba muy poco, sino una posible carencia de finura en la percepción. Le habría horrorizado manifestar su gusto por algo que él, dado su conocimiento superior, considerase que no debía gustarle; o bien pasar por alto aquello en lo que se habría fijado una mente realmente cultivada. No deseaba en absoluto caer en aquello tan grotesco que había visto hacer a muchas mujeres (y eso era una advertencia), que, sin perder la compostura, habían zozobrado de forma ignominiosa. Por lo tanto, ponía exquisito cuidado en lo que decía, así como en lo que observaba o pasaba por alto; mucho más cuidado del que hasta entonces había puesto nunca.

Regresaron a la primera estancia, donde ya habían servido el té, pero como las otras dos damas continuaban todavía en la terraza, y dado que Isabel no había disfrutado aún de las vistas, atracción principal de la casa, el señor Osmond guio sus pasos hacia el jardín sin más dilación. Madame Merle y la condesa Gemini se habían hecho llevar allí unas sillas y, como hacía una tarde preciosa, la condesa propuso que tomasen el té al aire libre. Así pues, enviaron a Pansy a avisar al criado para que sacase el servicio. El sol había descendido, la luz dorada tenía una tonalidad más intensa, y sobre las montañas y las planicies que se extendían ante ellos las sombras de color púrpura resplandecían con igual intensidad que los lugares todavía iluminados. La escena era de un encanto extraordinario. El aire mostraba una quietud casi solemne, y el amplio paisaje, con sus cultivos de aspecto ajardinado y su noble trazado, el fértil valle y las colinas apenas alteradas, con mínimas muestras de ocupación humana, se extendía ante ellos con espléndida armonía y elegancia clásica.

—Parece usted tan complacida que creo que puedo confiar en que vuelva —dijo Osmond mientras llevaba a su acompañante hasta una de las esquinas de la terraza.

—No le quepa duda de que volveré —repuso Isabel—, pese a que usted diga que es malo vivir en Italia. ¿Qué fue eso que dijo sobre la misión natural de cada uno? Me pregunto si estaría negando mi misión natural si me instalase en Florencia.

—La misión natural de una mujer es estar donde más se la aprecia.

—El problema reside en averiguar cuál es ese lugar.

—Muy cierto; a menudo la mujer pierde mucho tiempo en tal empeño. La gente debería dejárselo muy claro.

—Por lo menos en lo que a mí respecta tendría que ser así.

—En cualquier caso, me alegra oírle hablar de instalarse aquí. Madame Merle me había dado a entender que tenía usted un espíritu viajero. Creo que me habló de que tenía planes de dar la vuelta al mundo.

—Mis planes me dan bastante vergüenza, hago uno nuevo cada día.

—No veo razón para avergonzarse. Ese es el mayor de los placeres.

—A mí me parece frívolo —dijo Isabel—. Una debería elegir tras mucha deliberación, y mantenerse fiel a lo elegido.

—Según ese criterio, entonces yo no soy frívolo.

—¿No ha hecho nunca planes?

—Sí, años atrás, hice uno, y todavía hoy lo sigo.

—Debe de haber sido un plan muy agradable —se atrevió a observar Isabel.

—Era muy sencillo. Consistía en vivir lo más tranquilo posible.

—¿Tranquilo? —repitió la joven.

—Sí, sin preocuparme, sin esforzarme ni luchar por alcanzar nada. Resignarme. Contentarme con poco. —Pronunció despacio aquellas frases, haciendo breves pausas entre ellas, y clavando sus ojos inteligentes en los de su interlocutora, con la plena conciencia del hombre que se decide a hacer una confesión.

—¿Y llama usted simple a eso? —preguntó ella con leve ironía.

—Sí, porque es algo negativo.

—¿Es que es negativa su vida?

—Llámela afirmativa si prefiere. Pero lo único que ha afirmado es mi indiferencia. Y conste que no hablo de una indiferencia innata, porque carecía de ella, sino de una renuncia voluntaria y premeditada.

Isabel apenas entendía lo que le estaba diciendo, no estaba segura de si hablaba en serio o no. ¿Por qué razón iba a mostrarse de repente tan abierto un hombre que le daba la impresión de ser tan reservado? No obstante, eso era asunto de él, y sus confidencias resultaban interesantes.

—No veo por qué tenía usted que renunciar —dijo al cabo de un momento.

—Porque no podía hacer nada. No tenía perspectivas, era pobre y no era ningún genio. Tampoco tenía talento, me di cuenta muy pronto. Era simplemente el joven más disconforme de la tierra. Había dos o tres personas en el mundo que despertaban mi envidia: el zar de Rusia, por ejemplo, y el sultán de Turquía. Hubo incluso momentos en los que llegué a envidiar al Papa de Roma, por el respeto de que goza. Me habría encantado que me tratasen con igual consideración, pero como eso era imposible y no estaba dispuesto a conformarme con menos, decidí no aspirar a ningún tipo de honores. Hasta el caballero más necesitado puede siempre respetarse a sí mismo, y por fortuna, aunque necesitado, yo era un caballero. No podía hacer nada en Italia, ni siquiera podía ser un patriota italiano. Para serlo, tendría que haberme ido del país, y estaba demasiado encariñado con él para abandonarlo, por no mencionar lo mucho que Italia, en general, me satisfacía entonces, tal como era, para sentir deseos de cambiarla. Así que llevo muchos años aquí, siguiendo el plan de vida tranquila que le he mencionado, y no he sido en absoluto infeliz. No quiero decir que no me haya preocupado de nada, pero las cosas por las que me he preocupado han sido definidas, limitadas. Los acontecimientos de mi vida han pasado por completo inadvertidos para todo el mundo, excepto para mí mismo: comprar un crucifijo antiguo de plata a precio de ganga (por supuesto, jamás he comprado nada caro), o descubrir, como hice en cierta ocasión, un boceto de Correggio en una tabla sobre la que algún idiota inspirado había pintarrajeado encima.

Habría sido este un relato muy árido de la trayectoria del señor Osmond si Isabel se lo hubiera creído a pies juntillas, pero su imaginación se encargó de suplir el elemento humano que estaba convencida que no había faltado. La vida de Osmond se había entrecruzado con la de otras personas más de lo que él estaba dispuesto a reconocer, pero, como era natural, ella no podía esperar que entrase en detalles así. Por el momento, se abstenía de forzarle a más revelaciones. Insinuar que no se lo había contado todo habría sido una muestra de mayor familiaridad y de menor consideración de las que ahora quería mostrarle; de hecho, habría sido de una vulgaridad escandalosa. Lo cierto era que ya le había contado más que suficiente. No obstante, en aquel momento se sintió inclinada a expresarle una admiración controlada por haber conseguido preservar su independencia.

—¡Qué vida más placentera —dijo—, renunciar a todo menos a Correggio!

—Bueno, a mi manera, he conseguido sacarle provecho. No piense que me estoy quejando. Si uno no es feliz es por culpa suya.

Aquello era demasiado elevado e Isabel prefería algo más cotidiano.

—¿Ha vivido siempre aquí?

—No, no siempre. Viví mucho tiempo en Nápoles, y pasé muchos años en Roma. Pero ya llevo aquí una larga temporada. Aunque quizá tenga que cambiar de aires, hacer algo distinto. Ahora ya no puedo pensar solo en mí. Mi hija está creciendo y es muy probable que los Correggios y los crucifijos no le interesen tanto como a mí. Tendré que hacer lo que sea mejor para Pansy.

—Sí, hágalo —dijo Isabel—. Es una niña encantadora.

—¡Ah, es un ángel del cielo! —exclamó Gilbert Osmond con arrobo—. ¡Es mi mayor felicidad!

25

Mientras aquel coloquio bastante íntimo continuaba (y se prolongó durante algún tiempo después de que dejásemos de seguirlo), madame Merle y su acompañante, rompiendo un silencio de cierta duración, habían iniciado un intercambio de opiniones. Estaban ambas damas acomodadas en actitud de silenciosa expectativa, especialmente en el caso de la condesa Gemini, quien, al tener un temperamento más nervioso que su amiga, no era tan ducha en el arte de ocultar su impaciencia. Lo que aquellas damas esperaban no era algo aparente y quizá tampoco estuviese muy definido en sus mentes. Madame Merle estaba a la espera de que Osmond liberase a su joven amiga de aquel tête-à-tête, y la condesa esperaba porque así lo hacía madame Merle. Además, la condesa, a fuerza de esperar, encontró el momento oportuno para hacer uno de esos comentarios perversos tan suyos. Puede que llevase unos minutos deseándolo. Su hermano se alejó en compañía de Isabel hasta el fondo del jardín y ella los siguió con la mirada.

 

—Querida —observó entonces a su acompañante—, espero que me perdone si no la felicito.

—De mil amores, ya que no tengo ni idea de por qué tendría que hacerlo.

—¿Acaso no tiene usted un pequeño plan que la complace mucho? —Y la condesa señaló a la solitaria pareja con un gesto de la cabeza.

Madame Merle dirigió la mirada en la dirección indicada, y a continuación miró a su interlocutora con ojos serenos.

—Como sabe, nunca llego a entenderla muy bien —dijo con una sonrisa.

—Nadie entiende mejor que usted cuando le apetece hacerlo. Pero veo que en este momento no es así.

—Usted me dice unas cosas que nadie más me dice —dijo madame Merle con gravedad, aunque sin dejar de sonreír.

—¿Se refiere a cosas que no le agradan? ¿No le dice Osmond a veces cosas así?

—Lo que su hermano dice tiene una razón.

—Sí, a veces una envenenada. Si lo que quiere decir es que yo no soy tan inteligente como él, no crea que afectará en lo más mínimo. Pero será mucho mejor que me entienda bien.

—¿Por qué razón? —preguntó madame Merle—. ¿Qué va a cambiar eso?

—Si yo no apruebo su plan, debería usted saberlo para darse cuenta del riesgo de que yo interfiera en él.

Madame Merle pareció a punto de reconocer que podía haber algo de razón en aquello, pero al momento dijo en voz baja:

—Me cree usted más calculadora de lo que soy.

—No son sus cálculos lo que me parece mal, sino que se equivoque al hacerlos. Y es lo que sucede en este caso.

—Debe de haber hecho unos cálculos muy a fondo para descubrirlo.

—No, no he tenido tiempo para tal cosa. Esta es la primera vez que veo a la joven —dijo la condesa—, y me he dado cuenta de repente de que me gusta mucho.

—A mí también —declaró madame Merle.

—Tiene usted una forma extraña de demostrarlo.

—Le he dado la oportunidad de conocerla a usted.

—¡De hecho —exclamó la condesa entre carcajadas—, quizá sea lo mejor que podría haberle sucedido!

Madame Merle se quedó un rato en silencio. La actitud de la condesa resultaba impertinente, pero no permitió que eso la alterase; posó la mirada en la silueta color violeta del monte Morello y se sumió en la reflexión.

—Mi querida señora —dijo al fin—, le recomiendo que no se ponga nerviosa. El asunto al que hace alusión concierne a tres personas de mucha más firmeza en sus propósitos que usted.

—¿A tres? En su caso y en el de Osmond está claro. Pero ¿tiene la señorita Archer la misma firmeza?

—Tanta como nosotros.

—Pues, en ese caso —dijo la condesa con sonrisa radiante—, si la convenzo de que le conviene oponerles resistencia, lo logrará sin problemas.

—¿Oponernos resistencia? ¿Por qué se expresa usted con tanta crudeza? No se la está obligando por la fuerza.

—Yo no estoy tan segura. Son capaces de cualquier cosa, usted y Osmond. No hablo de Osmond por su cuenta, ni de usted por la suya. Pero juntos son peligrosos… como una combinación química.

—Pues en ese caso será mejor que nos deje tranquilos —dijo madame Merle sonriendo.

—No es mi intención meterme con ustedes, pero voy a hablar con la joven.

—Mi pobre Amy —murmuró madame Merle—, no entiendo qué se le ha metido en la cabeza.

—Me intereso por ella… eso es lo que se me ha metido en la cabeza. Me gusta ella.

Madame Merle titubeó un instante.

—Pues no creo que usted le guste a ella.

La condesa abrió sus brillantes ojillos de par en par y su rostro se contrajo en una mueca.

—¡Ay, usted no necesita a nadie para ser peligrosa!

—Si quiere caerle bien, no hable mal de su hermano delante de ella.

—Supongo que no pretenderá que se haya enamorado de él en solo dos encuentros.

Madame Merle miró un instante a Isabel y al dueño de la casa. Osmond estaba apoyado en el parapeto, con el rostro vuelto hacia la joven y los brazos cruzados; y resultaba evidente que Isabel, aunque dirigiese la mirada en la otra dirección, no se dedicaba a examinar el paisaje. Mientras madame Merle la contemplaba, la joven bajó la mirada; estaba escuchando a Osmond, probablemente con un punto de embarazo, al tiempo que hundía la contera de la sombrilla en la tierra. Madame Merle se levantó de su asiento.

—Pues sí, eso es lo que creo —declaró.

Tras ser llamado por Pansy, el andrajoso criado, que por lo raído de su librea y su aspecto trasnochado podría haber salido de un boceto de usanzas de otros tiempos creado por el pincel de un Longhi o un Goya, había salido con una mesita que depositó sobre el césped, para regresar después a buscar la bandeja del té; luego había desaparecido una vez más, y había vuelto a aparecer con un par de sillones. Pansy había estado observando todas aquellas idas y venidas con sumo interés, de pie, con las manos cruzadas sobre la pechera del ligero vestido, pero no se había atrevido a prestarse a ayudar al sirviente. Sin embargo, cuando la mesa del té estuvo ya dispuesta, se aproximó con calma a su tía.

—¿Cree que papá se molestará si preparo yo el té?

La condesa la examinó con una mirada intencionadamente crítica, sin responder a su pregunta.

—Mi pobre sobrina —dijo—, ¿es ese tu mejor vestido?

—Oh, no —respondió Pansy—, este es un traje sencillo para ocasiones normales.

—¿Consideras una ocasión normal el que yo venga a visitarte? Eso por no nombrar a madame Merle y a aquella joven tan guapa de allí.

Pansy reflexionó un momento, mirando con seriedad a las personas mencionadas, primero a una y después a otra, y a continuación su rostro se iluminó con su sonrisa perfecta.

—Tengo un vestido bonito, pero hasta ese es muy sencillo. ¿Por qué iba a exhibirlo junto a las cosas preciosas que lleva usted?

—Porque es el más bonito que tienes, y siempre tienes que ponerte lo más bonito para mí. Te ruego que la próxima vez te lo pongas. Tengo la impresión de que no te visten todo lo bien que deberían.

La niña se alisó fugazmente la anticuada falda.

—Es un vestido adecuado para preparar el té, ¿no le parece? ¿Cree que papá me dejará que lo haga?

—No tengo forma de saberlo, hija mía —dijo la condesa—. No hay quien adivine las ideas de tu padre. Madame Merle las entiende mejor. Pregúntaselo a ella.

Madame Merle sonrió con su elegancia habitual.

—Es una cuestión peliaguda… déjame que lo piense. Me parece que a tu padre le agradaría ver cómo su hijita le prepara el té con esmero. Es lo que corresponde hacer a la hija de la casa cuando se hace mayor.

—¡Eso mismo creo yo, madame Merle! —exclamó Pansy—. Va a ver qué bien lo hago. Una cucharada por persona.

Y Pansy se puso a trajinar con las cosas de la mesa.

—A mí ponme dos —dijo la condesa, que, al igual que madame Merle, se quedó observando a la niña unos momentos—. Oye, Pansy —prosiguió al fin la condesa—. Me gustaría saber qué te parece tu invitada.

—No es mi invitada, es la invitada de papá —objetó Pansy.

—La señorita Archer también ha venido a verte a ti —dijo madame Merle.

—Me complace oírlo. Ha sido muy amable conmigo.

—Entonces, ¿te gusta? —preguntó la condesa.

—Es encantadora… encantadora —repitió Pansy con aquel tono suyo de niña bien educada—. Me parece realmente agradable.

—¿Y crees que a tu padre también le agrada?

—¡Por Dios, condesa! —murmuró madame Merle con ánimo disuasorio—. Ve a decirles que vengan a tomar el té —continuó, dirigiéndose a la niña.

—¡Ya verán como les gusta! —declaró Pansy, y se alejó en busca de los otros, que seguían entretenidos al fondo de la terraza.

—Si la señorita Archer va a ser su madre, es indudable que interesa saber si a la niña le gusta —dijo la condesa.

—Si su hermano se casa de nuevo, no lo hará por el bien de Pansy —replicó madame Merle—. Pronto cumplirá los dieciséis años, y a esa edad empezará a tener más necesidad de un marido que de una madrastra.

—¿Y va a encargarse también usted de buscarle marido?

—Ciertamente me interesaré por que su matrimonio sea el adecuado. E imagino que usted hará lo propio.

—¡Por supuesto que no! —exclamó la condesa—. ¿Por qué iba yo, precisamente, a darle tanta importancia a un marido?

—Usted no ha sido afortunada en su matrimonio, a eso me refería. Cuando hablo de un marido, quiero decir uno que sea bueno.

—No hay maridos buenos. Y Osmond tampoco va a serlo.

Madame Merle cerró un momento los ojos.

—No sé por qué, pero ahora mismo está usted irritada —dijo al fin—. No creo que se oponga en serio a que su hermano o su sobrina se casen cuando les llegue el momento; y en lo que a Pansy respecta, tengo el convencimiento de que algún día compartiremos el placer de buscarle marido. Sus numerosas amistades serán de gran ayuda.

—Sí, estoy irritada —respondió la condesa—. Usted logra irritarme a menudo. Y su frialdad me resulta increíble. Es usted una mujer extraña.

—Sería mucho mejor que siempre actuásemos de acuerdo —prosiguió madame Merle.

—¿Es eso una amenaza? —preguntó la condesa poniéndose en pie.

Madame Merle, con aire divertido, negó con la cabeza.

—¡Está muy claro que no comparte usted mi frialdad!

En ese momento, Isabel y el señor Osmond se aproximaban lentamente hacia ellas. Isabel había cogido a Pansy de la mano.

—No pretenderá creer que él va a hacerla feliz.

—Si se casa con la señorita Archer, supongo que se comportará como un caballero.

La condesa hizo una serie de movimientos nerviosos, adoptando una postura tras otra.

—¿Se refiere a como se comportan la mayoría de los caballeros? ¡Pues sí que sería de agradecer! Por supuesto que Osmond es un caballero; no hay necesidad de recordárselo a su propia hermana. Pero ¿cree él que puede casarse con cualquier joven que se le ocurra elegir? Osmond es un caballero, claro que sí; pero debo decir que nunca he conocido a nadie con las pretensiones de Osmond. En qué se fundan, no tengo ni idea. Soy su hermana, y se supone que yo debería saberlo. ¿Quién se cree que es? ¿Qué ha hecho en la vida? Si hubiese algo especial en sus orígenes, si estuviese hecho de un barro especial, imagino que yo tendría alguna noción. Si nuestra familia hubiera disfrutado de grandes honores o de sumo esplendor, está claro que yo les habría sacado partido: me habrían venido de maravilla. Pero es que no hay nada, nada de nada. Nuestros padres eran gente encantadora, por supuesto; pero no dudo de que los suyos también lo fuesen. Hoy día todo el mundo es encantador. Hasta yo soy una persona encantadora. No se ría, que conste que lo han dicho. Y en lo que a Osmond respecta, siempre ha dado la impresión de creerse que descendía de los dioses.

—Puede usted decir lo que guste —dijo madame Merle, que había escuchado aquel rápido discurso con la mayor atención, pese a que podría parecer lo contrario, ya que había apartado la vista de su interlocutora y tenía las manos ocupadas en ajustar las lazadas de su vestido—. Pero ustedes, los Osmond, son de buena raza: su sangre debe de brotar de un manantial de gran pureza. Su hermano, como hombre inteligente que es, siempre ha tenido dicho convencimiento pese a carecer de pruebas. Usted es modesta al respecto, pero también es persona de gran distinción. ¿Y qué me dice de su sobrina? Esa niña es una princesita. No obstante —añadió madame Merle—, no le va a resultar fácil a Osmond casarse con la señorita Archer. Pero al menos puede intentarlo.

—Pues yo espero que ella lo rechace. Así se le bajarán un poco los humos.

—No debemos olvidar que es uno de los hombres más inteligentes que existen.

—Ya la he oído antes decir eso, pero aún no he conseguido averiguar qué es lo que ha hecho.

—¿Que qué ha hecho? Pues no ha hecho nada que haya tenido que deshacer. Y ha sabido esperar.

—¿Esperar al dinero de la señorita Archer? ¿De cuánto estamos hablando?

—No me estaba refiriendo a eso —dijo madame Merle—. La señorita Archer tiene setenta mil libras.

—Vaya, es una lástima que sea tan encantadora —declaró la condesa—. Si lo que se trata es de sacrificarla, cualquier joven habría valido. No hacía falta alguien de tanta categoría.

—Si no tuviese categoría, su hermano jamás la habría mirado. Él solo quiere lo mejor.

 

—Sí —replicó la condesa mientras avanzaban unos pasos para ir al encuentro de los otros—, es muy difícil de contentar. Por eso me echo a temblar cuando pienso en la felicidad de esa joven.

26

Gilbert Osmond volvió a visitar a Isabel; esto es, fue al palazzo Crescentini. Tenía también otras amistades en aquel lugar, y siempre mostraba un comportamiento irreprochable con la señora Touchett y madame Merle, pero la primera de estas damas reparó en el hecho de que, en tan solo dos semanas, había ido de visita en cinco ocasiones, y comparó aquello con otro hecho que no tuvo dificultad en recordar. Hasta entonces, dos visitas al año habían sido el tributo habitual que Osmond rendía a la señora Touchett, quien había advertido que nunca elegía para tales visitas aquellos momentos, repetidos casi con periodicidad, en los que madame Merle se encontraba bajo su techo. No era madame Merle la razón de sus visitas; aquellos dos eran viejos amigos y él jamás haría ningún esfuerzo especial por verla. A Ralph no le tenía simpatía, el propio interesado se lo había comentado, y no resultaba muy creíble que el señor Osmond sintiese un repentino interés por su hijo. Ralph era imperturbable; mantenía una especie de urbanidad holgada con la que se cubría como si de un gabán mal ajustado se tratase, pero de la que nunca se despojaba. El joven consideraba a Osmond muy buena compañía y en todo momento estaba dispuesto a brindarle su hospitalidad. Pero no se hacía ilusiones pensando que las visitas de Osmond se debieran al deseo de reparar injusticias pasadas; veía la situación con total claridad: Isabel era la atracción, y, con toda justicia, motivo más que suficiente. Osmond era un crítico, un estudioso de lo exquisito, y era natural que sintiese curiosidad ante una aparición tan poco común. Por eso, cuando su madre le comentó que las intenciones del señor Osmond se veían a las claras, la respuesta de Ralph fue que él compartía por completo su opinión. Desde hacía ya mucho tiempo, la señora Touchett había encontrado un hueco para el señor Osmond en su reducida lista de amistades, aunque se preguntase vagamente por medio de qué artes y maniobras (tan negativas como ingeniosas) él se las habría arreglado para imponer tan eficazmente su presencia en todas partes. Como jamás había sido un visitante inoportuno, no había dado ocasión de resultar ofensivo, y lo que lo hacía atractivo a ojos de la señora Touchett era la sensación que daba Osmond de poder prescindir de ella en igual medida que ella podía prescindir de él, virtud esta que, por muy raro que parezca, era para la señora Touchett base suficiente para establecer una relación entre ambos. No obstante, no le produjo ninguna satisfacción pensar que se le había metido en la cabeza casarse con su sobrina. Una unión así, por parte de Isabel, resultaría de una perversidad un tanto morbosa. A la señora Touchett no se le olvidaba fácilmente que la joven había rechazado a un noble inglés, y que una muchacha con la que ni siquiera lord Warburton había triunfado se contentase con un oscuro diletante estadounidense, un viudo de mediana edad, padre de una misteriosa niña y con dudosos recursos, no respondía en absoluto a la idea que la señora Touchett tenía del éxito. Como podemos observar, la visión que dicha dama tenía del matrimonio era política, no sentimental, un punto de vista que siempre ha tenido mucho a su favor para resultar recomendable.

—Espero que tu prima no cometa la locura de escucharle —le dijo a su hijo.

A lo que Ralph respondió que una cosa era que Isabel le escuchase, y otra muy distinta que le respondiese. Sabía que Isabel había escuchado a varios partidos, como hubiera dicho su padre, pero que, a cambio, les había obligado a escucharla a ella; y le resultaba sumamente divertido que en los pocos meses transcurridos desde que la conocía apareciese ya un nuevo pretendiente por la puerta. Había sido deseo de Isabel conocer la vida, y la fortuna la estaba ayudando en su propósito: toda una sucesión de respetables caballeros hincándose de rodillas ante ella serviría tan bien como cualquier otra cosa. Ralph aguardaba con impaciencia la aparición de un cuarto, de un quinto, y hasta de un décimo pretendiente, puesto que no estaba convencido de que parase en el tercero. Dejaría la puerta entreabierta y se prestaría a parlamentar; pero estaba claro que no iba a franquear la entrada al número tres. Ralph expresó dicha opinión, más o menos en estos términos, a su madre, quien se lo quedó mirando como si se hubiese vuelto loco. Tenía una forma tan imaginativa y colorista de decir las cosas que era como si le estuviese hablando en el lenguaje de los sordomudos.

—Creo que no entiendo lo que dices —dijo—; utilizas demasiadas figuras retóricas y nunca he sido capaz de entender las alegorías. Las dos palabras del idioma que más respeto son Sí y No. Si Isabel quiere casarse con el señor Osmond, lo hará a pesar de todos tus símiles. Deja que sea ella la que encuentre el apropiado para cualquier cosa que se proponga. Sé muy poco del joven de Estados Unidos; no creo que tu prima dedique mucho tiempo a pensar en él, y sospecho que ya se habrá cansado de esperarla. Si ella lo contempla desde un cierto punto de vista, no hay nada en el mundo que impida a Isabel casarse con el señor Osmond. Y eso está muy bien: no hay nadie que apruebe más que yo que una se complazca a sí misma. Pero es que a ella le complacen cosas muy extrañas: es capaz de casarse con el señor Osmond por el preciosismo de sus ideas o por el autógrafo que tiene de Miguel Ángel. Quiere mostrarse desinteresada… ¡como si fuese la única que estuviese en peligro de no serlo! ¿Es que va a mostrarse él igual de desinteresado cuando pueda disfrutar del dinero de Isabel? Esa era la idea de Isabel antes de que muriese tu padre, y desde entonces ha ido adquiriendo mayor atractivo para ella. Debería casarse con alguien de cuyo desinterés estuviese segura, y la mejor prueba de eso sería que el pretendiente contase con fortuna propia.

—Mi querida madre, yo no tengo miedo —respondió Ralph—. Isabel nos está engañando a todos. Va a hacer lo que le plazca, eso por descontado; pero lo hará tras estudiar muy de cerca la naturaleza humana y sin renunciar a su libertad por ello. Ha iniciado una expedición de exploración, y no creo que, nada más comenzar, cambie de rumbo ante una señal de Gilbert Osmond. Puede que haya aminorado la marcha durante una hora, pero antes de que nos demos cuenta avanzará de nuevo a toda vela. Y perdóname por utilizar una nueva metáfora.

Tal vez la señora Touchett lo perdonase, pero no se sintió lo suficientemente tranquila para ocultar sus temores a madame Merle.

—Usted, que todo lo sabe —dijo—, debe de saber esto: si es cierto que ese extraño personaje está cortejando a mi sobrina.

—¿Gilbert Osmond? —Madame Merle abrió los ojos de par en par, y con plena conciencia exclamó—: ¡Dios nos asista! ¡Menuda idea!

—¿Es que no se le había ocurrido?

—Me hace sentir usted como una idiota, pero le confieso que no. Me pregunto —añadió— si también se le habrá ocurrido a Isabel.

—Pues pienso preguntárselo de inmediato —dijo la señora Touchett.

—No le meta ideas en la cabeza —dijo madame Merle tras una reflexión—. Lo suyo sería preguntárselo al señor Osmond.

—Yo no puedo hacer semejante cosa —dijo la señora Touchett—. No voy a arriesgarme a que él me pregunte, cosa muy probable con esos aires que gasta, y dada la situación de Isabel, que si es asunto de mi incumbencia.

—Se lo preguntaré yo —declaró madame Merle con valentía.

—Pero ¿no le responderá que tampoco es asunto que le concierne a usted?

—Precisamente porque no es asunto que me concierna en absoluto es por lo que puedo permitirme hablar. Al ser yo la que menos tiene que ver con la cuestión, puede responderme lo que le parezca. Pero por su forma de responder me enteraré de sus intenciones.

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