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100 Clásicos de la Literatura

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Harriet se sometió, pero le resultaba difícil imaginar separadas las dos partes hasta el punto de tener la plena seguridad de que su amiga no iba a copiar una declaración de amor. Le parecía un obsequio demasiado valioso como para exponerse a que se divulgara.

-Este álbum nunca saldrá de mis manos -dijo.

-Me parece muy bien -replicó Emma-, es un sentimiento muy natural; y cuando más dure en ti más contenta estaré yo. Pero aquí llega mi padre; no tendrás inconveniente en que le lea la charada. ¡Le gustará tanto! Le entusiasman todas esas cosas, y sobre todo lo que representa un cumplido para las mujeres. ¡Es el hombre más delicado y galante que conozco! Tienes que dejarme que se la lea.

Harriet se puso seria.

-Querida Harriet, no tienes que exagerar tanto con esta charada. Delatarás tus sentimientos sin ninguna necesidad, si estás demasiado preocupada o nerviosa y demuestras conceder más importansia a sus versos, o incluso toda la importancia que pueda concedérseles. No te deslumbres por lo que no es más que un pequeño tributo de admiración. Si hubiese tenido tanto interés por mantener el secreto no hubiese dejado así el papel cuando yo estaba delante; y más bien lo empujó hacia mí que hacia ti. No le des demasiada importancia al asunto. Le has dado muestras más que suficientes para que no tenga que desalentarse, y no tenemos por qué pasarnos el día suspirando por esa charada.

-¡Oh, no! Confío en que no voy a ponerme en ridículo. Haz lo que te parezca mejor.

Entró el señor Woodhouse y no tardaron en hablar del asunto gracias a la pregunta que les hacía constantemente:

-Qué, hijas mías, ¿cómo va el álbum? ¿Tenéis alguna novedad?

-Sí, papá, tenemos algo que enseñarte que no puede ser más nuevo. Esta mañana hemos encontrado sobre la mesa una hoja de papel (suponemos que la habrá dejado un hada) conteniendo una charada preciosa, y nosotras la hemos copiado.

Se la leyó a su padre del modo que a él le gustaba que se lo leyeran todo, despacio y con claridad, y dos o tres veces, con explicaciones sobre cada una de las partes a medida que iba leyendo... y quedó muy complacido, y, según ella ya había previsto, le llamó mucho la atención el cumplido del final.

-¡Espléndido, lo que se dice espléndido, muy bien expresado! ¡Qué gran verdad! «Una mujer hermosa reina en su corazón.» Querida, es una charada tan preciosa que no me cuesta mucho adivinar qué hada la ha dejado aquí... Nadie más que tú es capaz de escribir una cosa tan bonita, Emma.

Emma se limitó a asentir con la cabeza y sonrió. Después de reflexionar brevemente, dejó escapar un profundo suspiro y añadió:

-¡Ay, no es difícil saber a quién te pareces! ¡Tu querida madre era tan inteligente para estas cosas! ¡Sólo con que yo pudiera tener tu memoria! Pero ya no me acuerdo de nada; ni siquiera de aquel acertijo que siempre me 'oyes mencionar; sólo me acuerdo de la primera estrofa; y había varias.

Kitty, una moza linda pero fría,

una llama encendió que es sufrimiento; al niño de ojos ciegos llamaría,

a pesar del temor que ahora siento

por lo cruel que me fuera hasta ese día.

No me acuerdo de nada más... pero sé que es muy ingenioso. Pero, querida, creo que me dijiste que este acertijo ya lo tenías.

-Sí, papá, lo tenemos copiado en la segunda página. Lo sacamos de las Citas elegantes. Es de Garrick, ¿sabes?

-Sí, es verdad. Me gustaría poder acordarme de algún trozo más.

Kitty, una moza linda pero fría...

El nombre me hace pensar en la pobre Isabella; al bautizarla estuvimos a punto de ponerle Catherine, igual que su abuela. Supongo que vendrá a vernos la semana próxima. Querida, ¿ya has pensado dónde vas a ponerla... y qué habitación reservarás para los niños?

-¡Oh, sí! Dormirá en su cuarto, por supuesto; su cuarto de siempre; y los niños también tienen el suyo... el de cada vez que vienen, ya lo sabes. ¿Por qué vamos a cambiar nada?

-No sé, querida... ¡pero es que hace tanto tiempo que no han venido! La última vez fue por Pascua, y sólo por muy pocos días... El que el señor John Knightley sea abogado es un gran inconveniente... ¡Pobre Isabella! ¡Qué triste es que tenga que estar separada de todos nosotros! ¡Y qué pena tendrá cuando venga y no encuentre aquí a la señorita Taylor!

-Papá, pero no va a ser ninguna sorpresa para ella.

No lo sé, querida. Lo que sí sé es que yo me quedé muy sorprendido la primera vez que oí decir que iba a casarse.

-Tenemos que invitar a cenar con nosotros a los señores Weston cuando Isabella esté aquí.

-Sí, querida. Con tal de que haya tiempo... Pero -en un tono muy deprimido-sólo viene por una semana. No habrá tiempo para nada.

-Es una lástima que no puedan quedarse más tiempo... pero parece ser que es un caso de fuerza mayor. El señor John Knightley debe estar de regreso en la ciudad para el día 28, y yo creo, papá, que deberíamos estarles agradecidos de que nos dediquen todo el tiempo que van a pasar fuera de Londres y que no nos priven de su compañía durante dos o tres días para estar en la Abadía. El señor Knightley promete que por esta Navidad renuncia a sus derechos... a pesar de que ya sabes que hace más tiempo que no han estado en su casa que en la nuestra.

-Querida, la verdad es que me resultaría muy duro ver que la pobre Isabella va a algún otro lugar que no sea Hartfield.

El señor Woodhouse nunca estaba dispuesto a conceder que el señor Knightley tuviese derechos con su hermano, y muchísimo menos que hubiera alguien, excepto él mismo, que los tuviese sobre Isabella. Se quedó pensativo durante unos momentos y luego dijo:

-Pero lo que no comprendo es por qué la pobre Isabella tiene que estar obligada a regresar tan pronto, aunque él se vaya. Me parece, Emma, que intentaré convencerla para que se quede más tiempo con nosotros. No sé por qué ella y los niños no pueden quedarse.

-¡Pero, papá, esto es algo que nunca has podido conseguir, y no creo que llegues a conseguirlo jamás! Isabella no quiere separarse de su marido por nada del mundo.

Esto era algo demasiado evidente para que pudiese discutirlo. Y aunque muy a pesar suyo, el señor Woodhouse se limitó a emitir un suspiro de resignación; y cuando Emma vio a su padre afectado por la idea de la sumisión de su hija a su marido, inmediatamente cambió de tema y llevó a la conversación por unos derroteros que sabía tenían que serle gratos.

-Harriet nos hará compañía todo el tiempo que pueda, mientras mis hermanos estén con nosotros. Estoy segura de que le gustarán los niños. Estamos muy orgullosos de los niños, ¿verdad, papá? No sé a cuál de los dos va a encontrar más guapo, si a Henry o a John.

-No, no sé a cuál de los dos preferirá. ¡Pobres pequeñuelos, qué contentos estarán de venir! ¿Sabes?, Harriet, se sienten muy a gusto en Hartfield.

-Eso sí que no lo pongo en duda. No sé quién no puede sentirse muy a gusto en Hartfield.

-Henry es muy buen chico, pero John es igual que su mamá. Henry es el mayor, y le pusieron mi nombre, no el de su padre. Y a John, el segundo, le pusieron el nombre de su padre. Supongo que hay gente que se extraña de que no sea el mayor quien se llame así, pero Isabella prefirió que se llamara Henry, y a mí me pareció un rasgo muy bonito por su parte. Y es un chico muy inteligente, ¿eh? Los dos son muy inteligentes; ¡y tienen cada salida... ! Un día se acercaron a mi sillón y me dijeron: «Abuelito, ¿quieres darme un trozo de cordel?», y una vez Henry me pidió una navaja, pero yo le dije que las navajas sólo eran para los abuelitos. Me parece que su padre suele ser demasiado duro con ellos.

-A ti te parece duro erijo Emma- porque tú eres demasiado blando; pero si pudieras compararle con otros padres no te parecería duro. Él quiere que sus hijos sean trabajadores y decididos; y cuando de vez en cuando se descarrían, tiene que pararles los pies con alguna palabra enérgica; pero es un padre muy cariñoso... ¡y tanto como es un padre cariñoso el señor John Knightley! Los dos niños le adoran.

-Y luego llega su tío, y los lanza al aire de un modo que asusta, y casi les hace tocar el techo.

-Pero, papá, a ellos les gusta; es lo que les gusta más de todo. Les divierte tanto que si su tío no hubiera impuesto la norma de que deben turnarse, cuando empieza con uno nunca querría ceder su sitio al otro.

-Bueno, pues eso yo no lo entiendo.

-Papá, eso nos ocurre a todos. La mitad del mundo es incapaz de entender las diversiones de la otra mitad.

A última hora de la mañana, ya cuando las jóvenes iban a separarse para preparar la habitual comida de las cuatro, el héroe de aquella inimitable charada volvió a pasar por la casa. Harriet volvió el rostro; pero Emma le recibió con la sonrisa de siempre, y su perspicaz mirada no tardó en advertir que él era consciente de haber jugado una baza importante... de haberse arriesgado a echar los dados sobre la mesa; y supuso que venía a ver si la suerte le había favorecido. Sin embargo, el pretexto de su visita era el de preguntar si podían prescindir de él en la reunión de aquella noche, en casa del señor Woodhouse, o si es que era absolutamente necesaria su presencia en Hartfield. De ser así, dejaría de lado todo lo demás. Pero en caso contrario, su amigo Cole había insistido tanto en que cenara con él... había puesto tanto interés en ello, que le había prometido, aunque condicionalmente, que acudiría a su casa.

Emma le dio las gracias, pero no consintió que desatendiese a su amigo por causa suya; sin duda su padre podría encontrar otro jugador. P-1 insistió... ella rehusó de nuevo; y cuando el joven se disponía ya a iniciar la reverencia para despedirse, Emma cogió la hoja de papel que estaba encima de la mesa y se la devolvió.

 

-¡Ah! Aquí tiene usted la charada que tuvo la amabilidad de prestarnos; muchas gracias por habérnosla dejado. Nos ha gustado tanto que me he tomado la libertad de copiarla en el álbum de la señorita Smith. Espero que su amigo no lo va a tomar a mal. Desde luego sólo he copiado los ocho primeros versos.

Se veía claramente que el señor Elton no sabía muy bien qué decir. Parecía indeciso, y algo confuso; dijo algo acerca de que «era un gran honor»; miró a Emma y a Harriet, y luego, viendo el álbum abierto sobre la mesa, lo cogió y lo examinó muy atentamente. Con objeto de salir de aquella situación un tanto embarazosa, Emma dijo sonriendo:

-Le ruego que me excuse delante de su amigo; pero no era posible que una charada tan bonita como ésta fuera conocida tan sólo por una o dos personas. Mientras escriba de un modo tan galante, su amigo puede contar con la admiración de todas las mujeres.

-No vacilo en declarar -replicó el señor Elton, aunque vacilaba no poco al pronunciar estas palabras-, no vacilo en declarar... por lo menos si es que mi amigo siente lo que yo siento... no tengo la menor duda de que si viese su modesta expansión poética honrada como yo la veo ahora -dirigiendo de nuevo la mirada hacia el álbum y volviendo a dejarlo sobre la mesa- consideraría este instante como uno de los más dichosos de su vida.

Y tras decir esto se fue lo antes que pudo. Pero a Emma aún le pareció que tardaba demasiado; pues, a pesar de sus brillantes dotes, el joven hacía unas pausas al hablar que a ella le provocaban la risa. Salió, pues, de allí para reír a sus anchas, dejando que Harriet paladeara a solas la ternura y la sublimidad de la escena.

CAPÍTULO X

A pesar de estar ya a mediados de diciembre, el mal tiempo aún no había impedido a los jóvenes realizar sus acostumbrados paseos; y al día siguiente Emma tenía que visitar a un enfermo de una familia pobre, que vivía a cierta distancia de Highbury.

Para ir a esta cabaña, que quedaba apartada, debía pasar por el callejón de la Vicaría, un callejón que nacía en la ancha aunque irregular calle mayor del pueblo; y allí, como es de suponer por su nombre, se hallaba la bienaventurada mansión del señor Elton. Primero había que pasar frente a una serie de casas más modestas, y luego, después de andar alrededor de un cuarto de milla, aparecía el edificio de la vicaría; una casa antigua y sin grandes pretensiones que no podía estar más pegada al camino. Su situación no era muy buena; pero su actual propietario había introducido en ella muchas mejoras; y en aquellas circunstancias no era posible que las dos amigas pasaran por delante sin moderar el paso y aguzar la vista.

El comentario de Emma fue:

-Aquí la tienes. Aquí vendrás tú y tu álbum de charadas uno de esos días. El de Harriet fue:

-¡Oh, qué preciosidad de casa! ¡Pero qué bonita es! ¡Mira, las cortinas amarillas que le gustan tanto a la señorita Nash!

-Ahora vengo pocas veces por este lado -dijo Emma, mientras seguían andando-, pero dentro de poco ya tendré un aliciente para venir por aquí, y poco a poco me irán siendo familiares los setos, cercas, estanques y árboles de esta parte de Highbury.

Entonces se enteró de que Harriet nunca había estado dentro de la Vicaría, y su curiosidad por verla por dentro era tan extremada que, teniendo en cuenta el aspecto exterior de la casa y su apariencia, Emma sólo pudo considerarlo como una prueba de amor, igual que cuando el señor Elton vio «ingenio» en la muchacha.

-A ver si se nos ocurre algo para entrar -dijo-; pero ahora no tenemos ningún pretexto verosímil; no necesito pedir informes a su ama de llaves sobre ningún criado... ni tengo ningún recado que darle de parte de mi padre...

Estuvo reflexionando, pero no se le ocurría nada. Después de que las dos hubieran guardado silencio durante unos minutos, Harriet exclamó:

-¡Lo que me extraña más, Emma, es que no te hayas casado aún, ni vayas a casarte dentro de poco! ¡Con lo encantadora que eres! Emma se echó a reír y replicó:

-Harriet, el que yo sea encantadora no basta para hacerme pensar en el matrimonio; es preciso que encuentre encantadoras a otras personas... por lo menos a una. Y no sólo no voy a casarme por ahora, sino que tengo poquísimas intenciones de casarme.

-¡Oh! Eso es lo que tú dices; pero yo no puedo creerlo.

-Para que me tiente esta idea tendría que encontrar a alguien muy superior a todos los hombres que he conocido hasta ahora; desde luego, el señor Elton - dijo recordando con quien hablaba no cuenta para el caso. Pero es que tampoco tengo ningún deseo de encontrar a una persona así. No creo que me sintiera tentada a casarme. Mejor que ahora no voy a estar. Y si me casara, es lógico suponer que terminaría arrepintiéndome de haberlo hecho.

-¡Querida! ¡Es tan extraño que una mujer hable así!

-Yo no tengo ninguno de los motivos que suelen empujar al matrimonio a las mujeres. Claro que si me enamorara la cosa sería muy distinta; pero yo nunca me he enamorado; no va con mi manera de ser o con mi carácter, y creo que nunca me enamoraré. Y sin amor estoy segura de que sería una loca si dejara la situación que tengo ahora. Dinero no me hace falta; cosas en qué ocuparme tampoco; y posición social tampoco; creo que habrá muy pocas mujeres casadas que sean tan dueñas de la casa de su marido como yo lo soy en Hartfield; y sé que nunca, nunca podría esperar ser tan querida y considerada; ser siempre la primera y tener siempre razón para un hombre, como ahora soy la primera y tengo siempre razón para mi padre.

-¡Pero entonces terminarás siendo una solterona, como la señorita Bates!

-Me pones el más temible de los ejemplos, Harriet; si yo supiera que terminaría siendo como la señorita Bates, tan tonta, tan acomodaticia, tan llena de sonrisas, tan pesada, tan vulgar y tan insulsa... y siempre tan dispuesta a contar chismes de todo el mundo, me casaba mañana. Pero estoy convencida de que entre nosotras nunca habrá el menor parecido, excepto en el hecho de no habernos casado.

-¡Pero a pesar de todo no dejarás de ser una solterona! ¡Y eso es espantoso! -No te preocupes, Harriet, nunca seré una solterona pobre; y para la mujer que no se casa la pobreza es lo único que le hace parecer despreciable a los ojos de los que viven holgadamente. Una mujer soltera con una renta muy pequeña siempre será una solterona ridícula y desagradable; objeto de eterna burla para muchachos y muchachas; pero una mujer soltera con buena fortuna siempre es respetada, y puede ser tan inteligente y de trato tan agradable como cualquier otra persona. Y no creas que esta distinción atenta tan gravemente, como podría parecer en un principio, contra la buena fe y el sentido común de la gente; porque una renta muy pequeña tiende a encoger el ánimo y agria el carácter. Los que apenas pueden vivir y se ven obligados a tratar a poca gente, y aun ésta, por lo común, de muy baja condición, adquieren con facilidad una mentalidad estrecha y se vuelven malhumorados. Sin embargo, eso no puede aplicarse a la señorita Bates; sólo que es demasiado candorosa, demasiado tonta para servirme de ejemplo; pero en general suele gustar a todo el mundo, aunque sea soltera y pobre. La verdad es que la pobreza no le ha encogido el ánimo. Estoy segura de que aunque sólo tuviera un chelín en el bolsillo, no tendría ningún inconveniente en gastar seis peniques; y nadie le tiene miedo: esto es un gran encanto.

-¡Pero querida! ¿Qué vas a hacer? ¿A qué vas a dedicarte cuando envejezcas?

-Harriet, si no me engaño acerca de mí misma soy una persona activa, que no sabe estar ociosa y que cuenta con muchos recursos propios; y no sé por qué tienen que faltarme cosas que hacer a los cuarenta o a los cincuenta años, cuando ahora, a los veintiuno, no me faltan. Las ocupaciones habituales de una mujer, por lo que se refiere a los ojos, a las manos y al cerebro, igual puedo tenerlas entonces que las tengo ahora; o por lo menos sin que haya una gran diferencia. Si dibujo menos, leeré más; si dejo la música, me dedicaré a bordar tapetes. Y en cuanto a seres que reclamen nuestra atención, personas en quien poner nuestro afecto, y la verdad es que en ese punto es en donde hay una mayor inferioridad, y cuya ausencia es el mayor peligro que tienen que evitar las que no se casan, por ese lado estoy totalmente tranquila, porque podré cuidarme de todos los hijos de mi hermana, a quien tanto quiero. Según todas las probabilidades, su número bastará para atender toda la necesidad de cariño que pueda sentir en el declive de mi vida. Ellos bastarán para todas mis esperanzas y todos mis temores. Y aunque el afecto que yo pueda darles nunca será igual al de una madre, se ajusta mejor a mis ideas de comodidad que si fuera más ardiente y más ciego. ¡Mis sobrinos y sobrinas! En mi casa tendré a menudo a alguna de mis sobrinas.

-¿Conoces a la sobrina de la señorita Bates? Bueno, ya sé que has tenido que verla centenares de veces... pero, quiero decir si la has tratado.

-¡Oh, sí! Siempre tenemos que tener trato con ella cuando viene a Highbury. A propósito de lo que hablábamos, éste es un caso como para perder todo el orgullo que se pueda sentir por una sobrina. ¡Santo Cielo! Confío en que yo, con todos los hijos de los Knightley, no fastidiaré a la gente ni la mitad de lo que la señorita Bates nos fastidia a todos con Jane Fairfax. Estamos hartos incluso del mismo nombre de Jane Fairfax. Cada carta suya se lee cuarenta veces; los saludos que envía para sus amigos circulan no sé cuantas veces por todo el pueblo; y sólo con que envíe a su tía los patrones de un corsé o un par de ligas de punto para su abuela, en todo un mes no se oye hablar de otra cosa. A Jane Fairfax le deseo todos los bienes imaginables; pero me tiene lo que se dice aburrida.

Se encontraban ya cerca de la cabaña, y dejaron aquella conversación ociosa. Emma era muy caritativa y socorría las necesidades de los pobres no sólo con su dinero, sino también con su dedicación personal, su afecto, sus consejos y su paciencia. Comprendía su modo de ser, no se escandalizaba de su ignorancia y de sus tentaciones, ni concebía novelescas esperanzas de extraordinarios actos de virtud en aquellas personas por cuya educación tan poco se había hecho; en seguida se interesaba realmente por sus preocupaciones, y siempre les ayudaba con tanta inteligencia como buena voluntad. En aquella ocasión, la enfermedad y la pobreza se habían adueñado a la vez de la familia a la que iba a visitar; y después de permanecer allí todo el tiempo que pudo darles ánimo y consejos, salió de la cabaña tan impresionada por la escena que acababa de presenciar, que dijo a Harriet mientras regresaban:

-Harriet, esos espectáculos son los que nos hacen mejores. Al lado de esto ¡qué trivial parece todo lo demás! Ahora me siento como si no pudiera pensar en nada más que en esos pobres seres durante todo el resto del día; y sin embargo ¡qué poco va a tardar en desaparecer de mi mente!

-Tienes razón -dijo Harriet-. ¡Pobre gente! Resulta difícil pensar en otra cosa. -La verdad es que no creo que esta impresión se desvanezca tan pronto -dijo

Emma, mientras cruzaba un seto de poca altura apoyando el pie en la vacilante pasarela con la que terminaba el estrecho y resbaladizo sendero que atravesaba el huerto de la cabaña, y que les dejaba de nuevo en el callejón-. Creo que no se desvanecerá tan pronto -añadió, deteniéndose para contemplar una vez más la miseria exterior de aquel lugar, y recordar que aún era mayor la que escondía la cabaña.

-¡Oh, no, querida! -dijo su compañera.

Siguieron andando. El callejón daba una ligera vuelta; y apenas pasada la vuelta, se encontraron frente al señor Elton; y tan cerca que Emma sólo tuvo tiempo para añadir:

-¡Ah! Harriet, mira que pronto se pondrá a prueba nuestra perseverancia en los buenos pensamientos. Bueno -sonriendo-, por lo menos espero que si la compasión ha conseguido ayudar y consolar a los que sufren, ya ha cumplido su misión más importante. Si nos compadecemos de los desdichados hasta el punto de hacer por ellos todo lo que podemos, lo demás sólo es una simpatía inútil que sólo sirve para entristecernos a nosotras mismas.

Antes de que el caballero llegase junto a ellas, Harriet apenas tuvo tiempo de contestar:

-¡Oh, sí, querida!

Sin embargo, las necesidades y las desventuras de aquella pobre familia fueron el primer tema de la conversación. Él también se dirigía ahora a la cabaña, aunque aplazaría la visita; pero sostuvieron una interesante charla acerca de lo que podía hacerse y de lo que se haría. El señor Elton dio media vuelta para acompañarlas.

 

«Encontrarse en una ocasión como ésta -pensó Emma-, teniendo los dos un fin caritativo, aumentará no poco el amor que sienten el uno por el otro. No me extrañaría que eso provocara la declaración. Estoy segura de que se le declararía si yo no estuviera presente. Cómo me gustaría poderme encontrar ahora en cualquier otro lugar.»

Deseosa de alejarse de ellos todo lo que fuera posible, Emma no tardó en tomar un estrecho caminito que bordeaba el callejón desde una altura un poco superior, dejándoles solos en el camino principal. Pero aún no habían pasado dos minutos cuando vio que la costumbre de Harriet de imitarla en todo y de seguirla a todas partes, le hacía ir tras de sus pasos, y que, en resumen, dentro de poco los dos iban a caminar tras de ella. Aquello no servía; entonces inmediatamente se detuvo, y con el pretexto de tener que atarse los cordones de los botines, se paró en medio del caminito, rogándoles que tuvieran la bondad de seguir andando, que ella ya les alcanzaría en menos de un minuto. Ambos hicieron lo que se les pedía; y cuando juzgó que había ya pasado un tiempo razonable para haber terminado con sus botines, tuvo la suerte de encontrar un nuevo pretexto para retrasarse más, ya que fue alcanzada por la niña de la cabaña, que, de acuerdo con sus órdenes, había salido con un jarro para ir a buscar caldo a Hartfield. Andar al lado de la niña, hablar con ella y hacerle preguntas era la cosa más natural del mundo, o hubiese sido la más natural si hubiera obrado sin segundas intenciones; y de este modo los otros pudieron seguir llevándole cierta delantera sin ninguna obligación de esperarla. Sin embargo, involuntariamente les ganaba terreno; el paso de la niña era rápido y el de la pareja más bien lento; y Emma lo sintió más porque veía con toda claridad que ambos estaban muy interesados en la conversación que sostenían. El señor Elton hablaba animadamente, Harriet le escuchaba con complacida atención; y Emma, que había enviado por delante a la niña, empezaba a pensar en cómo podría retrasarse un poco más cuando ambos volvieran la cabeza y se viese obligada a unirse a ellos.

El señor Elton seguía hablando, todavía debatiendo algún inteteresante detalle; y Emma sintió cierta decepción cuando se dio cuenta de que sólo estaba refiriendo a su linda compañera cómo se había desarrollado la reunión del día anterior en casa de su amigo Cole, y que le informaba acerca del queso de Stilton, el del norte del Wiltshire, la mantequilla, el apio, la remolacha y los postres en general.

-Bueno, espero que eso les lleve a hablar de alguna cosa más interesante -fue su consoladora reflexión-; entre dos personas que se quieren todo resulta interesante; y todo les sirve para manifestar lo que llevan dentro del corazón. ¡Si pudiera dejarles solos durante más tiempo!

Siguieron andando calmosamente los tres juntos hasta llegar a la vista de la valla de la vicaría, cuando la súbita resolución de hacer que por lo menos Harriet entrase en la casa hizo que Emma tuviese que detenerse otra vez por culpa de su botín, y rezagarse para atarse de nuevo los cordones; entonces se las ingenió para romperlos y los arrojó a una zanja, viéndose obligada a rogarles que se detuvieran también, y a reconocer que se veía incapaz de llegar hasta su casa con relativa comodidad.

-Se me ha roto el cordón -dijo- y no sé cómo componerlo. La verdad es que soy una compañera muy engorrosa para los dos, pero creo que no siempre voy tan mal equipada. Señor Elton, no me queda más remedio que rogarle que me permita entrar un momento en su casa y pedirle a su ama de llaves un trozo de cinta o de cordel o algo por el estilo, sólo para poder llegar hasta casa.

El señor Elton acogió esta proposición con gran alegría; y se desvivió en atenciones y cuidados para acompañar a las jóvenes a entrar en su casa y hacerles los honores de ella. El saloncito en el que fueron recibidas era el que él solía ocupar la mayor parte del día, y daba a la fachada de la casa; al lado había otra estancia que comunicaba con el salón por una puerta; ésta estaba abierta, y Emma pasó a la otra estancia en compañía del ama de llaves, que se disponía a ayudarla del mejor modo posible. La joven se vio obligada a dejar la puerta entreabierta, tal como la había encontrado; peso su deseo era que el señor Elton la cerrara. Sin embargo no se cerró, sino que quedó entreabierta; pero al entablar con el ama de llaves una larga conversación, confió que en la estancia contigua él tendría ocasión de decir todo lo que quisiera. Durante diez minutos no pudo oírse más que a sí misma. La situación no podía prolongarse. Y se vio obligada a terminar y a pasar a la otra estancia.

Los enamorados estaban de pie, uno al lado del otro, junto a una de las ventanas. La cosa presentaba un aspecto más que favorable; y durante medio minuto Emma se sintió orgullosa del éxito de sus planes. Pero la realidad era algo distinta; él no había llegado al fondo de la cuestión. Había estado muy atento, muy delicado; había dicho a Harriet que las había visto pasar y había decidido seguirlas; y había añadido algún otro pequeño cumplido y alguna alusión, pero nada importante.

«Prudente, muy prudente -pensó Emma-; avanza pulgada a pulgada y no quiere arriesgarse hasta saber que pisa terreno seguro.»

Sin embargo, aunque su ingeniosa estratagema no había dado los resultados que ella esperaba, no pudo por menos de sentirse halagada al pensar que había dado ocasión a ambos de gozar de aquellos gratos momentos que debían ayudarles a seguir adelante hacia el gran acontecimiento.

CAPÍTULO XI

Ahora la iniciativa debía dejarse en manos del señor Elton. Ya no estaba en manos de Emma encauzar su felicidad o hacer que apresurara los acontecimientos. La llegada de la familia de su hermana eran tan inminente que, primero en la imaginación y luego en la realidad, se convirtió en el objeto primordial de su interés; y durante los diez días de su estancia en Hartfield no era de esperar -ella misma no lo esperaba- que pudiese ayudar a los dos enamorados más que de un modo ocasional y fortuito. Sin embargo, si ellos querían, los progresos podían ser rápidos; y de todos modos, tanto si querían como si no, debían progresar en sus relaciones. Y Emma ahora no lamentaba no tener tiempo para dedicarles. Hay personas que cuanto más se hace por ellos menos hacen ellos por sí mismos.

Como la ausencia de Surry del señor y la señora John Knightley había sido más larga que de costumbre, lógicamente despertaban un interés mayor que el habitual. Hasta aquel año todas las vacaciones largas que se habían tomado desde su boda las habían dividido entre Hartfield y Donwell Abbey; pero todas las fiestas de aquel otoño se habían dedicado a baños de mar para los niños, y por lo tanto habían pasado muchos meses desde la última vez en que habían hecho una visita regular a sus parientes de Surry, y habían visto al señor Woodhouse, quien era absolutamente incapaz de dejarse llevar a Londres, ni siquiera por la pobre Isabella; y quien por lo tanto se encontraba ahora nerviosísimo y lleno de una inquieta felicidad pensando en una visita que iba a ser demasiado corta.

Pensaba mucho en los peligros que el viaje podía encerrar para su hija y no poco en la fatiga que iba a producir a sus propios caballos y a su cochero, que irían a recoger a parte de los viajeros aproximadamente a mitad del camino; pero sus temores eran injustificados; se recorrieron sin ningún incidente las dieciséis millas, y el señor y la señora John Knightley, sus, cinco hijos y un número adecuado de niñeras llegaron a Hartfield sanos y salvos. El alboroto y la alegría de su llegada, la presencia de tantas personas a quienes hablar, dar la bienvenida, animar y acomodar en la casa, produjeron tal barahúnda y confusión que los nervios del señor Woodhouse no hubieran podido resistirlo por ninguna otra causa, e incluso por ésta tampoco por mucho más tiempo; pero las costumbres de Hartfield y la sensibilidad de su padre eran tan respetados por la señora de John Knightley que, a pesar de su solicitud maternal porque sus pequeños se encontraran a su gusto lo antes posible, y porque tuvieran al momento toda la libertad y todos los cuidados que requerían, y porque comieran y bebieran y durmieran y jugaran a sus anchas, a los niños no se les permitió que molestasen por mucho tiempo al señor Woodhouse; ni ellos ni el continuo trabajo que significaba cuidarles.

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