Los Hermanos Karamázov

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Из серии: Colección Oro
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—No es de tus palabras ni menos de tus acciones de lo que me sonrojo —murmuró Aliosha—. Me sonrojo porque yo mismo soy como tú eres.

—¿Tú?

—Sí.

—Debes exagerar.

—No, no exagero —repuso el joven con animación—. Estamos en la misma escala; yo en el primer escalón, tú más lejos... pero es igual, una vez puesto el pie en el primer peldaño, se recorren todos después.

—Entonces hay que evitar el primer paso.

—Cierto, si es posible.

—¿Y no podrás evitarlo tú?

—Creo que no.

—Calla, Aliosha, calla, querido, y déjame que te bese la mano. ¡Ah! ¡Esa bribona de Grúshenka conoce a los hombres! Un día me dijo que te habría comido a besos como a los demás... ¡Bueno, bueno, no diré nada! Volvamos a la tragedia. El viejo ha mentido relativamente en cuanto a mis pretendidas seducciones; pues, en realidad, eso me sucedió una vez... es decir, me sucedió y no me sucedió, porque la cosa no ha llegado al desenlace... Repito que no he confiado nunca estas cosas a nadie; tú eres el primero que las sabe... después de Iván. Sí, Iván sabe todo esto desde hace mucho tiempo; pero Iván es una tumba.

—¡Cómo! ¿Iván es una tumba?

—¡Sí!

Aliosha redobló su atención.

—Ya sabrás —prosiguió Dmitri— que yo era subteniente de un batallón de infantería. Me vigilaban como si hubiera sido un deportado, pero en la ciudad me acogían siempre con regocijo. Por todas partes derrochaba yo dinero. Todos me creían rico. Hasta yo mismo llegué a creérmelo... Cuando me veían, bajaban la cabeza a causa de mis calaveradas, pero te aseguro que me amaban. El coronel, un viejo regañón, la había tomado conmigo; pero como toda la ciudad estaba de mi parte no pudo hacer nada en contra mía. Y, sin embargo, era yo quien faltaba, pues, por un orgullo mío, estúpido, que a nada obedecía, me había dado por no rendirle los honores que le eran debidos... Aquel viejo, buen hombre en el fondo, se había casado dos veces, y había enviudado otras tantas. Su primera esposa, de origen vulgar, le había dejado una hija, sencilla como él. Tenía la muchacha veinticuatro años, y vivía con su padre y una tía. De mente despejada y de mucha desenvoltura, no he visto jamás un carácter más gracioso de mujer. Se llamaba Agafia Ivánovna. Alta, rusa de pura sangre, bien hecha, con unos ojos bellísimos de una expresión poco común. Dos jóvenes distinguidos habían solicitado su mano, pero ella no quería casarse. Su carácter era alegre, por demás: siempre estaba contenta. Pronto fuimos amigos... Charlábamos juntos, y yo le decía cosas inauditas respecto a cuestiones bastante escabrosas. Ella se reía. Muchas mujeres gustan de esa libertad de lenguaje. A mí me divertía también aquello de un modo extraordinario. El coronel era uno de los principales personajes de la localidad: vivía cómodamente, recibía en su casa a lo más selecto de la población, organizaba bailes y cenas fastuosas. Cuando yo me incorporé al batallón, no se hablaba de otra cosa que de la próxima llegada a la ciudad de la segunda hija del coronel, la cual pasaba por ser de una belleza perfecta. Había terminado sus estudios en un colegio aristocrático de la capital. Se llamaba... ya te lo habrás supuesto: Katerina Ivánovna. Esta es hija de la segunda mujer del coronel, la cual era de noble origen. Las señoras más distinguidas la invitaban y obsequiaban por doquier. Katerina era la reina de todas las fiestas. Una noche, en casa del comandante de la batería, me miró con cierto desdén. Aquello lastimó mi amor propio, y juré vengarme. Yo sabía bien que Katerina no era una colegiala inocente, que tenía un carácter firme, mucho orgullo y una virtud sólida, y especialmente mucha inteligencia e instrucción, mientras que yo carecía de esto último. ¿Crees que yo aspiraba a conquistar su mano?... ¡No, por cierto! Quería solamente castigar su orgullo, por no haber comprendido que clase de hombre era yo... Seguí mi acostumbrada vida de jolgorio... El coronel me hizo arrestar y estuve castigado durante tres días. Por entonces recibí justamente, de mi padre, seis mil rublos, junto con una renuncia formal a todos mis derechos sobre la herencia de mi madre. Yo no estaba al corriente de estos asuntos: es más, hasta estos últimos días, hasta hoy mismo, no he comprendido nada de lo que entre mi padre y yo ocurría... Mas, ¡vayan al diablo las cuentas! Volvamos a mi historia. Poseedor, pues, de aquellos seis mil rublos, supe por un amigo mío que el coronel había caído en desgracia, que se sospechaba hubiese malversado los fondos del regimiento... En efecto, a los pocos días, le obligaron a presentar su dimisión. Por aquel entonces encontré un día a Agafia Ivánovna (seguíamos siendo amigos), y le dije:

—Creo que el padre de usted tiene un déficit de cuatro mil quinientos rublos.

—Cuando pasó el general —me respondió—, todo estaba en orden perfecto.

—Cuando pasó el general, sí; pero ahora no.

—¡No me asuste usted, por Dios! ¿Cómo ha sabido esto?

—Cálmese —repuse—, no se lo diré a nadie; es más: si llegase el caso de que le pidiesen a su padre los cuatro mil quinientos rublos que le faltan, y no los tuviera, para evitar que sea juzgado en consejo de guerra y, seguramente, degradado, envíe usted a mi casa a su hermana Katerina, y le daré yo ese dinero. De ese modo podrá todo arreglarse sin que nadie sepa nada.

—¡Ah, qué perverso es usted! ¡No se engañaba Katerina! ¡Qué audacia! —gritó Agafia, partiendo indignada.

La joven se lo contó a su hermana Katerina, a la cual amaba entrañablemente. Aquello era, precisamente, lo que yo deseaba... Al poco tiempo llegó un nuevo jefe para hacerse cargo del mando del destacamento. El viejo coronel cayó enfermo; estuvo en cama cuarenta y ocho horas, y, por tanto, no pudo hacer entrega de las cuentas. El médico aseguró que la enfermedad no era fingida. Así era, en efecto. Yo sabía que el coronel solía distraer todos los años, por aquel tiempo, una cantidad respetable que entregaba a un comerciante, el cual la hacía circular y se la devolvía luego al coronel quintuplicada. Pero esta vez, el citado comerciante no le había devuelto la suma prestada. El coronel, viéndose comprometido, fue a pedírsela con amenazas, y el otro, muy tranquilo, le respondió: “A mí no me ha entregado usted nada”. Imagínate la desesperación del coronel... En aquellas circunstancias, llegó una orden por la cual se le exigía que hiciese entrega de todo en el término perentorio de dos horas. El coronel firmó en el libro la recepción de aquella orden, se levantó, y dijo que iba a ponerse su uniforme. Corrió a su gabinete, tomó un revólver, y ya estaba a punto de apoyar el cañón sobre su sien derecha cuando Agafia, que había sospechado sus intenciones, se arrojó sobre él y le sujetó por los brazos. El tiro partió, sin embargo; pero, desviada la puntería, la bala fue a incrustarse en la pared. Al ruido de la detonación acudió gente y desarmaron al enfermo. A aquella hora (era ya de noche), estaba yo en mi casa, y me disponía a salir, cuando se abrió de repente la puerta y entró en mi aposento Katerina Ivánovna. Nadie la había visto llegar hasta allí. Su estancia dentro de mi habitación podía haber permanecido ignorada de todos. Yo comprendí al instante de qué se trataba. Katerina me miró con fijeza; sus ojos brillaban llenos de resolución, y hasta de insolencia, si bien sus labios temblaban ligeramente.

»—Me ha dicho mi hermana —murmuró— que nos daría usted cuatro mil quinientos rublos si venía yo en persona a buscarlos... Aquí estoy ya... ¡Démelos!

»Su respiración se hizo fatigosa en aquel momento... ¿Me oyes, Aliosha...?

—¡Sí! ¡Habla! ¡Dime toda la verdad!

—¿Quieres saberla entera? Está bien. Nada te ocultaré... Mi primer impulso, mi primer pensamiento fue el de un Karamázov... ¡Un día, hermano mío, me mordió una tarántula, y me hizo pasar quince días con fiebre! Pues bien, en aquel momento me sentí otra vez como mordido por una tarántula. ¿Comprendes? Mire a Katerina... Tú la conoces, sabes cuán hermosa es. Pero en aquel instante te aseguro que estaba mil veces más hermosa. Su actitud de mujer sacrificada le daba un aspecto tan grande, tan importante, que yo me sentí pequeño, pequeño junto a ella. Allí estaba, allí la tenía a mi disposición, dependiendo de mí en cuerpo y alma. La mordedura del venenoso insecto fue tan cruel que me sentí morir... ¡Claro está que podía haber ido al día siguiente a su casa, a pedir su mano, y nadie habría sabido nada! Pero oí una voz que me gritaba internamente: “Mañana hará ella que te arroje un criado de su casa a puntapiés”. Sí, era cierto aquello: los ojos de Katerina lo estaban pregonando en silencio. ¡Cómo me odiaba en aquel momento! Yo la miré, me sentí dominado por la rabia, y estuve tentado de cometer una acción vil... A punto estuve de sonreír irónicamente y decirle: “¿Cuatro mil rublos? ¡Bah! ¡Fue una broma, señorita! Ha procedido usted muy ligeramente... Si fuese un par de billetes de a ciento se los daría de buen grado por pasar un rato agradable; pero, ¡cuatro mil, digo, cuatro mil quinientos rublos por una bagatela... se ha molestado usted inútilmente!”. ¡Figúrate!... Ella se habría marchado avergonzada, corrida... ¡Qué bella venganza la mía! Eso habría sido algo verdaderamente diabólico. ¡Jamás he mirado a una mujer con tanto odio! ¡Sí, te juro por Dios que te digo la verdad! Durante cuatro o cinco segundos la miré con odio, con ese odio que apenas separa del amor, del amor más violento, la distancia del grueso de un cabello. Me acerqué a la ventana y apoyé la frente sobre el vidrio helado... Aquel frío me quemó aún más... ¡Qué inexplicable!... Después... Bien poco la hice esperar. Abrí un cajón, saqué una obligación de cuatro mil quinientos rublos, se la enseñé, la doblé, la puse en sus manos, abrí yo mismo la puerta y saludé haciendo una profunda reverencia. Ella se estremeció, clavó en mí sus ojos, se puso pálida, y, de repente, sin hablar, pero con decisión, y sonriendo dulcemente se inclinó ante mí, a la rusa, hasta casi tocar el suelo, y enseguida se incorporó y partió rápidamente... Cuando estuvo fuera, tomé un cuchillo, y casi estuve a punto de clavármelo en el pecho; pero no creas que de rabia, no, de alegría. ¿Comprendes que uno pueda suicidarse de alegría? Sin embargo, me repuse y dejé caer el arma... Podía haberte ocultado estos detalles, esta lucha interna de la cual salí vencedor, pero, ¡bah!, no creas que lo hago por alabarme.

 

—Bien —dijo Aliosha—. Ya conozco la mitad del caso.

—Sí. Un drama, ¿verdad? Bueno, pues ahora tendrá lugar la tragedia, cuyas escenas se representarán aquí, en este pueblo, que será el teatro...

—No comprendo gran cosa de esta segunda mitad.

—Y yo, si he de decir verdad, no comprendo nada de nada.

—Escucha, Dmitri, ¿eres todavía su prometido?

—Sí. Di mi palabra de casamiento tres meses después de ese día a que acabo de referirme. Yo creí que aquel suceso no tendría consecuencia alguna, porque me pareció indigno ir a pedir la mano de Katerina. En cuanto a esta, durante las seis semanas que permaneció todavía en la ciudad, no dio signos de vida sino una sola vez. Al siguiente día de la famosa escena, vino a mi casa una doncella de Katerina, y me entregó un sobre que contenía el excedente del dinero que había sido necesario. Ninguna palabra, ni por medio de la muchacha ni por escrito. Aquel dinero y lo que a mí me había quedado, me lo gasté guapamente en juergas de todas clases, y supe distinguirme tanto que el comandante se vio obligado a amonestarme públicamente... El coronel, como ya habrás supuesto, rindió cuenta hasta del último kopek, con gran asombro de todos. Poco después cayó enfermo y permaneció tres semanas en cama; un día aseguraron que tenía un reblandecimiento cerebral, y cinco días más tarde rindió su última cuenta en este mundo, siendo enterrado con todos los honores militares. Al cabo de diez días, Katerina, su hermana y la tía partieron para Moscú... Fue el día de la partida cuando recibí un billetito azul con estas solas palabras: “Escribiré a usted. Espere. C.” En Moscú, las circunstancias hicieron que se sucediesen acontecimientos dignos de Las mil y una noches. La parienta de Katerina perdió en poco tiempo, uno después de otro, los dos sobrinos que debían heredarla, y como fuese Katerina su único consuelo, testó en favor de ella, y entre tanto le señaló una dote de ochenta mil rublos. Algunos días después, tuve la sorpresa de recibir por giro postal los cuatro mil quinientos rublos que había yo prestado a Katerina, y tres días más tarde llegó la carta prometida. Todavía la guardo: no me desprenderé de ella jamás, quiero que me entierren con ella. Decía así, me la sé de memoria: “Amo a usted locamente: no me importa que usted me ame o no; pero deseo que sea mi marido. ¡No se asuste usted! No le causaré molestia alguna. Seré un mueble más en su casa, la alfombra sobre la cual pisará usted. ¡Le amaré eternamente y le salvaré mal de su grado!”. ¡Oh, Aliosha! No soy digno de repetir estas palabras con mi voz contaminada para siempre. Esta carta abrió en mi pecho una herida incurable. Como no podía ir yo a Moscú, contesté enseguida. Escribí con mis lágrimas: le recordaba que ella era rica y yo pobre; sí, hice eso, le hablé de dinero. Al propio tiempo escribía a Iván, que se encontraba en Moscú; le expliqué todo en una carta de seis páginas, y le rogué que fuese a casa de Katerina... ¿Por qué me miras? Sí, Iván se enamoró de ella: la amó, lo sé. Hice una tontería, ¿verdad?... Pues bien, esa tontería es lo que nos salvará a todos. ¿No ves que ella también le estima, que le distingue? Si nos compara a los dos no puede por menos de preferirle a él, sobre todo después de lo ocurrido últimamente.

—Yo, en cambio, creo que es a ti y no a él a quien debe amar.

—Es que a mí no me ama, propiamente dicho. No ama en mí mi persona, sino su propia virtud —replicó Dmitri, algo excitado, a su pesar.

De pronto, dio un puñetazo encima de la mesa, y exclamó con el semblante enrojecido:

—¡Te juro, Aliosha, puedes creerme, que me siento indigno de ella! ¡Y aquí está la tragedia, bien lo sé! En cuanto a Iván, ¡cómo debe maldecir a la Naturaleza! Ella, Katerina, a pesar de esta vida disipada que llevo, me prefiere. ¿Y por qué me prefiere? ¡Por agradecimiento! ¡Por agradecimiento quiere sacrificarme su vida! ¡Eso es un absurdo! Yo no he hablado nunca a Iván en este sentido, ni él tampoco me ha dicho nunca, nada. ¡Pero lo que debe ser, será! Yo desapareceré, me sumergiré en el fango que es mi elemento, y él... ocupará mi puesto.

—Espera, hermano mío —interrumpió Aliosha—. En todo eso hay algo que para mí resta oscuro. Tú eres su prometido. ¿Con qué derecho romperás tú ese compromiso si ella no lo consiente?

—Yo prometí corregirme... y ya ves que no lo he cumplido.

—Bueno, ¿y qué deseas?

—Te he llamado para que vayas a su casa y...

—¿Y qué?

—Le digas que no volveré a verla más.

—¡Es posible! ¡No verla más!

—No. Por eso debes ir tú; porque si fuera yo, no podría decírselo.

—¿Y qué harás?

—Ya te lo he dicho: volveré al fango.

—Con la Grúshenka, ¿no es cierto? —exclamó Aliosha con triste voz—. ¿Habrá, entonces, dicho la verdad Rakitin? Yo pensaba que eso sería una cosa pasajera que terminaría pronto.

—¡Cómo! ¿Piensas que lo hacía por bromear, por pasar el tiempo? ¡Todavía tengo un poco de vergüenza! Apenas comencé a frecuentar la casa de Grúshenka dejé de considerarme un hombre honesto, como también renuncié a conceptuarme el prometido de Katerina. ¿Por qué me miras de ese modo? Cuando fui la primera vez a visitar a aquella, iba con ánimo de maltratarla. Supe que aquel capitán le había entregado una carta de mi padre, en la cual le rogaba que me exigiese una renuncia sobre los derechos de la dote de mi madre, a fin de obligarme a callar y a permanecer tranquilo. Querían asustarme. Fui, por tanto, para zurrarle la badana. Ya la había visto algunos días antes. A simple vista es una mujer bastante ordinaria. Sabía la historia de su amante, un comerciante rico que está moribundo y que dejará una gran fortuna. Sabía también que ella es avara y que presta dinero a interés, bastante fuerte, por cierto... Te repito que fui dispuesto a pegarle... ¡y me quedé en su casa! Ella es la lepra, ¿sabes? Y yo no me he contagiado. Todo acabó, ya no es posible remediarlo. El ciclo de los tiempos vuelve a repetirse, he aquí mi historia. Cuando fui a su casa tenía tres mil rublos. Enseguida nos marchamos lejos de la ciudad a celebrar nuestra amistad. Hice avisar a unos músicos ambulantes... corrió el champaña, y todos cuantos mujiks, mozos y mozas encontramos acabaron por emborracharse. Tres días después me quedé sin blanca. ¿Y crees tú que yo obtuve algo de ella?... ¡Ca! ¡Ni un céntimo, Grúshenka es escurridiza como una anguila...! ¡La bribona! Te digo que es una anguila, una serpiente... Una vez me dijo: “Aunque seas pobre, si me dejas hacer cuanto se me antoje, me casaré contigo”.

Dmitri se levantó excitado: sus ojos estaban inyectados de sangre.

—¿Y serías capaz de casarte con esa mujer? —preguntó Aliosha, alarmado.

—Enseguida, si ella lo quiere; si no seré su criado...

—¡Jesús!

—Pero, ¿no sabes tú, Aliosha —repuso Dmitri con vehemencia—, que todo esto es una locura, una demencia terrible, una tragedia? Sabe, sí, que soy un hombre vil, de bajas e inmundas pasiones; pero respecto a otras cosas, a robarle a nadie nada... ¡ah!, eso no puedo, no podré, no sabré hacerlo... Mas, ¿qué estoy diciendo? ¡Ja, ja, ja! ¡Insecto de mí! ¡Digo que no robaré nada a nadie, y, sin embargo, ya he robado! ¡A Katerina Ivánovna! ¡Sí! Un día me llamó, y, con gran sigilo, me entregó tres mil rublos para que fuese a la oficina central del distrito y se los remitiese desde allí a Agafia, su hermana, que está en Moscú... Bueno, pues son esos tres mil rublos los que me gasté en la francachela de que antes te hablé... Luego, claro está, mentí, dije que había mandado el dinero, pero que se me había olvidado el talón resguardo... ¿Qué te parece?... Hoy, cuando vayas a saludarla de mi parte, y a despedirte en mi nombre, te preguntará tal vez: “¿Y qué ha hecho del dinero?”. Tú debes responder: “Dmitri es un perdido, un canalla sin conciencia. No ha podido resistir a la tentación y se ha gastado esos tres mil rublos”. No obstante... ¡Pero, qué loco estoy!... Y, sin embargo, yo... no, no soy ladrón... Quisiera que tú pudieras decirle: “Es un pillo, pero no es ratero... Aquí está su dinero... los tres mil rublos...”. Pero, sí, sí. ¿Cómo diablos vas a decir eso si no puedes dárselos...? ¿De dónde sacar esa cantidad?

Dmitri se mesaba los cabellos con cierta nerviosidad.

—¡Tranquilízate, Dmitri! —dijo su hermano—. Eres desgraciado, pero no tanto como te lo figuras... ¡Sosiégate! ¡No te abandones a la desesperación!

—¡Descuida!... No me suicidaré por eso. No me siento ahora capaz de hacerlo. Más tarde... ¡quién sabe! Ahora... ahora me voy a casa de Grúshenka.

—Y después, ¿qué harás?

—Después me casaré con ella, si se digna aceptarme por esposo; y, cuando vengan sus amantes, me retiraré a una estancia vecina, y lustraré las botas de todos ellos, haré el café y otras comisiones...

—Katerina Ivánovna te perdonará, Dmitri. Su corazón es bueno y su mente elevada. Comprenderá que eres un gran desgraciado y te perdonará, repito.

—Te engañas; no me perdonará: hay aquí cosas que una mujer no puede perdonar nunca. ¿Sabes lo que sería mejor?

—¿Qué?

—Devolverle los tres mil rublos.

—Sí, pero, ¿de dónde sacarlos? Espera... Yo tengo dos mil... Iván podrá darte los otros mil y así completarás la suma.

—¡Imposible! Tú eres menor de edad, y se necesita cierto tiempo para llevar a cabo los trámites necesarios; y yo preciso hoy mismo ese dinero. Mañana sería ya tarde. Ve a casa del viejo.

—¿De nuestro padre?

—Sí, pídele de mi parte esa cantidad.

—No me la dará.

—Escucha. Legalmente nada me debe, pero moralmente, sí. Fue con los veinticinco mil rublos de mi madre con lo que él ha hecho su fortunita. Que me dé esos tres mil rublos; me sacará del infierno, y muchos pecados suyos serán perdonados. No volverá jamás a verme ni a oír hablar de mí. Le proporciono la última ocasión de ser padre. Puedes decirle que es Dios mismo quien se la ofrece.

—Pero, Mitia, si no los dará por nada del mundo.

—Lo sé, lo sé bien... ahora especialmente. Sé que le han dicho en serio, ayer, por vez primera, fíjate bien, en serio, que Grúshenka está dispuesta a casarse conmigo. Ya ves. ¿Cómo es posible que dé ese dinero, pensando, acaso, que va a servir para los gastos de la boda, estando él, como está, perdidamente enamorado de Grúshenka? Más todavía: sé que hace cuatro o cinco días ha apartado el viejo cinco mil rublos en billetes de a ciento, y ha hecho con ellos un paquete que ha atado con cintitas de color de rosa. Estoy bien informado, ¿eh?... Sobre el pliego ha escrito: “Para mi Grúshenka, si consiente en venir a mi casa”. Ha escrito eso a escondidas, y nadie sabe que ha apartado ese dinero, nadie, salvo una persona: Smerdiakov, su criado, en el cual confía como en sí mismo. Y ya hace cuatro días que está esperando a Grúshenka, pues esta, a su requerimiento, ha contestado: “Tal vez vaya...”. Tú comprenderás que, si va Grúshenka a casa de mi padre, yo no puedo casarme con ella. Por eso me escondo aquí y espío.

—¿Espías?

—¡Sí!

—¿A ella?

—¡Claro! Estoy aquí gracias a la complacencia del soldado que custodia esta casa: el dueño de ella ignora que me hallo en este lugar, y el mismo soldado no sabe por qué estoy aquí. Solo lo sabe...

—¿Smerdiakov?

—Sí, él es quien me hará saber si Grúshenka va o no a casa del viejo.

—¿Es él, también, quien te ha contado la historia del paquete?

—Sí, es un gran secreto; el mismo Iván no sabe nada acerca de eso. El viejo lo ha enviado a pasear a una ciudad vecina, encargándole ciertos asuntos comerciales que le retuvieron allí algunos días; todo esto, naturalmente, con el propósito de alejarlo, y ver si durante ese tiempo iba Grúshenka a su casa.

—¿Así, pues, la espera hoy?

—No, hoy no irá; lo deduzco por ciertos indicios particulares... Smerdiakov también opina como yo. El viejo está bebiendo. Iván está allí también con él. Ve, pues, Alekséi; pídele ahora esos tres mil rublos.

—Mitia, hermano querido... —dijo Aliosha, levantándose para mirar más de cerca a Dmitri—, ¿qué te pasa? ¿Estás trastornado?

 

—¡Cómo! ¿Crees que me haya vuelto loco? —replicó solemnemente Dmitri—. Sé bien lo que digo, creo en milagros.

—¿En milagros?

—Sí, en los de la Providencia. Dios sabe lo que pasa dentro de mi corazón, Dios ve que estoy desesperado. ¿Es posible que me abandone en este trance horrible? Aliosha, te repito que creo en un milagro. Ve a casa del viejo.

—Iré, puesto que insistes. ¿Me esperarás aquí?

—Sí, el asunto será laborioso. Nuestro padre está embriagado ahora. Esperaré tres, cuatro, cinco, seis horas si es preciso; pero es menester que hoy mismo quede terminado este asunto, antes de la medianoche. Es necesario que hoy vayas a casa de Katerina Ivánovna con el dinero, y le digas: “Dmitri Fiódorovich me ha encargado que salude a usted”. Esta frase es la que debes, textualmente, pronunciar.

—Mitia..., ¿y si Grúshenka va a casa de papá hoy, o mañana, u otro día?

—¿Grúshenka? Yo la vigilaré y lo impediré...

—Y si...

—Entonces... mataré...

—¿A quién?

—¡Al viejo!

—¿Qué dices, hermano mío?

—¡No sé, no sé lo que digo! Acaso mataré... o no mataré... ¡Quién sabe!... Sin embargo, temo el odio que me inspira mi padre... ¡Sí! Odio aquella su nariz de judío, sus ojos, su sonrisa diabólica... Repito que es ese odio lo que me asusta, no sabría contenerme...

—Iré, Mitia; creo que Dios no permitirá que ocurran tales cosas horribles.

—Y yo esperaré aquí el milagro; mas si no se verifica, entonces...

Aliosha, sumamente triste y pensativo, se dirigió a casa de su padre.

Capítulo IV

Fiódor Pávlovich estaba todavía sentado a la mesa.

Como de costumbre, la mesa se hallaba en el salón y no en el comedor. En un ángulo había una imagen, delante de la cual ardía una lámpara, no por sentimiento piadoso, sino para que la habitación estuviese más alumbrada durante la noche.

Fiódor se acostaba bastante tarde: a las tres o las cuatro de la mañana. Generalmente pasaba el tiempo paseándose por la habitación o sentado, reflexionando, en una butaca.

Cuando entró Aliosha estaban terminando de almorzar: le servían entonces los dulces y el café.

Iván estaba allí también.

Grigori y Smerdiakov se hallaban próximos a la mesa.

Amos y criados estaban visiblemente de buen humor.

Fiódor reía alegremente.

Aliosha, desde el vestíbulo, reconoció perfectamente la risa de su padre, y dedujo por ella que todavía no estaba aquel embriagado por completo.

—¡Ah! ¡Aquí está también Aliosha! —exclamó Fiódor al ver a su hijo menor—. ¡Siéntate con nosotros! ¿Quieres un poco de café? El café de cuaresma, sin leche, no tengas miedo; está caliente y es moka superior. Coñac no te ofrezco, porque sé que eres abstemio. Te daré un licor dulcísimo... Smerdiakov, ve a buscarlo: está en el segundo estante, a la derecha. Toma las llaves... ¡Aprisa!

Aliosha quiso excusarse, pero no le sirvió de nada.

—Es inútil —dijo su padre—. Lo traerán igualmente. De todos modos, si no quieres beber tú, beberemos nosotros... ¿Has almorzado?

—Sí —contestó Aliosha, a pesar de que solo había comido un pedazo de pan y bebido un poco de caldo en la cocina del padre superior—. Tomaré solamente un poco de café.

—¡Ah, picaruelo!... ¿Está caliente?... Sí, mira, todavía abrasa. Lo ha preparado Smerdiakov: ese chico entiende esto de maravilla. No tiene rival para preparar el café y la sopa de pescado. Ven un día a comer con nosotros... Adviértemelo antes... ¡Ah! Te dije que trajeras aquí tu colchón... ¿Lo has hecho?

—No —respondió Aliosha, sonriendo.

—Es curioso —repuso Fiódor—. Escucha, Iván: no sabes qué placer me causa el ver a Alekséi cuando me mira sonriente. ¡Mi alma se estremece de gozo!... ¡Aliosha, yo te amo profundamente!... Ven para que te bendiga.

Aliosha se levantó, pero Fiódor había cambiado ya de parecer.

—No —dijo—, haré solamente el signo de la cruz... Ya está. Vuelve a sentarte... ¡Ah, ja!... ¡Aquí llega el asno de Balaam cargado de licores!

El asno Balaam no era otro sino Smerdiakov, el criado, joven de veinticuatro años, bastante taciturno; no precisamente porque fuese insociable o tímido, sino porque parecía ser algo altanero, y tenía aspecto de mirar a todos con desprecio.

Desde pequeño, según decía Grigori, se había ya mostrado ingrato con los bienhechores. Su diversión favorita consistía en agarrar gatos, ahorcarlos y enterrarlos luego con tal ceremonia; a tal efecto, colgaba una piedra al extremo de una cuerda y la movía a guisa de incensario.

Grigori le sorprendió una vez en dicha ocupación y le dio unos cuantos pescozones, debido a lo cual estuvo el muchacho durante una semana acurrucado en un rincón, lanzando miradas de odio sobre sus protectores.

—No nos quiere, el bribón —decía Grigori a su esposa—. Mejor dicho, no quiere a nadie.

Y otro día le increpó severamente, diciéndole:

—¡Tú no eres un hombre, eres un bicho nacido en el fango del cuarto de baño!

Smerdiakov no había perdonado jamás aquellas palabras.

Grigori le enseñó a leer, y le hizo repasar la Santa Escritura apenas tuvo doce años.

Pero el resultado que obtuvo fue nulo.

Un día, dando la duodécima o trigésima lección, el chiquillo se echó a reír.

—¿Qué te sucede? —le preguntó Grigori, severamente.

—Nada —respondió el chicuelo—. Aquí dice que Dios creó la luz el primer día, y el sol, la luna y las estrellas, el cuarto; ¿de dónde, pues, venía la luz el primer día?

Grigori se quedó estupefacto. El muchacho continuó mirándole con irónica sonrisa.

En aquella mirada iba envuelta una provocación.

Grigori no pudo contenerse, y por toda contestación dio al jovenzuelo un par de bofetadas.

—¡Toma! —gritó—. ¡De aquí venía la luz!

Smerdiakov guardó silencio: no hizo la más leve protesta, pero volvió a acurrucarse en un rincón, y allí permaneció otros cuatro días.

Una semana después tuvo un primer ataque de epilepsia, enfermedad que desde entonces no cesó de padecer.

Fiódor se interesó más por él desde aquel momento, y mandó a buscar a un médico para que le reconociese atentamente.

La enfermedad era incurable.

Generalmente, solía sufrir una crisis mensual (irregular, con respecto a la fecha), ora fortísima, ora relativamente débil.

Fiódor prohibió a Grigori que castigase al muchacho, y autorizó a este para que entrase en sus habitaciones cuando lo tuviese por conveniente. También prohibió que, hasta nueva orden, le fatigasen con estudios de cualquier clase que fuesen.

Una vez (Smerdiakov tenía entonces quince años), Fiódor le sorprendió en su biblioteca, leyendo, a través de los vidrios, los títulos de las obras.

El viejo poseía un centenar de libros, pero nadie le vio jamás abrir ninguno de ellos.

—Bueno, bueno —dijo Fiódor, dando al chico la llave de la biblioteca— ¡Toma! Serás mi bibliotecario. Siéntate y lee... ¡Anda, empieza con este libro!

Y le entregó las Veladas campesinas, junto a Dikagnka, de Gógol.

Este libro no satisfizo a Smerdiakov, quien lo volvió a cerrar con desdén, sin haber sonreído ni una sola vez.

—¿Qué, no es divertido? —le preguntó Fiódor Pávlovich.

Smerdiakov guardó silencio.

—¡Contesta, imbécil!

—Todo son mentiras —respondió el joven.

—¡Vete al diablo, alma de cántaro!... Espera... Toma la Historia Universal, de Smaragdov. Ahí todo es verdad. ¡Lee!

Pero Smerdiakov no alcanzó a leer diez páginas. La historia le aburría. La biblioteca cesó de interesarle desde entonces.

Poco después, Grigori participó a su amo que Smerdiakov se había vuelto muy delicado para las comidas, que se quedaba largo tiempo mirando lo que le servían, y que llevaba sus remilgos hasta inspeccionar detenidamente las cucharas y demás piezas del servicio.

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