Los Hermanos Karamázov

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Из серии: Colección Oro
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—¡Pero si no hay tales cosas! —replicó Alekséi, serio y dulcemente.

—Sí, solamente existe la sombra de esos instrumentos de tortura, lo sé. Así lo asegura aquel poeta francés que dijo:

He visto la sombra de un cochero

limpiando, con la sombra de un cepillo,

la sombra de un carruaje.

»Pero no; ya verás cómo cuando estés con los monjes cambias de parecer, verás cómo entonces dices que sí, que existen las tales horquillas... ¡Quién sabe! ¡Tal vez ellos te harán ver la realidad! Entonces me la dirás tú a mí, y de ese modo, la partida para el otro mundo me resultará más fácil, sabiendo lo que por allí ocurre... Por otra parte, en el convento estarás más a gusto que al lado de un viejo alcohólico como yo. Conmigo, lejos de convertirme, acabarías por pervertirte... Sin embargo, confieso que no creo que estés allá mucho tiempo; el fuego, vivo ahora, de tu vocación religiosa, se apagará pronto, y volverás aquí, y yo te esperaré y te recibiré con los brazos abiertos, porque sé bien que tú eres el único en el mundo que no me detestas, que no me condenas... Tú eres un ángel, y lejos de aborrecerme me compadeces, y hasta me amas...

Y al decir esto rompió a llorar.

Fiódor era un malvado, pero un malvado sentimental.

Capítulo V

Acaso el lector se habrá imaginado a Aliosha como un ser atacado de neurosis, enfermizo y poco desarrollado. Nada de eso. Era, a la sazón, un mozo robusto, arrojado, de sonrosadas mejillas y ojos grises, grandes y dulces, lleno de salud, guapísimo, de estatura más que regular, cabellos castaños y rostro ovalado.

Todo esto, claro es, no evita el fanatismo ni el misticismo, pero vuelvo a afirmar que Aliosha poseía un temperamento realista como el que más.

Es cierto que creía en milagros; pero era de esos realistas en los cuales la fe no es la consecuencia de los milagros, sino todo lo contrario.

Si un realista llega a creer, su mismo realismo debe hacerle admitir el milagro.

Santo Tomás declaró que él no creería antes de haber visto, y cuando vio, exclamó: “¡Dios y Señor mío!”. ¿Fue el milagro lo que le dio la fe? Las mayores probabilidades están por la negativa.

Adquirió aquella fe porque la deseaba. Acaso la sentía interiormente antes de decir: “No creeré sino lo que vea”.

Aliosha era uno de los jóvenes de la última generación que, honrados por naturaleza, buscan la verdad y que, cuando creen haberla hallado, son capaces de sacrificar su propia vida si es preciso.

Desgraciadamente, estos jóvenes no comprenden que el sacrificio de la vida es, con frecuencia, uno de los sacrificios más fáciles.

Sacrificar cinco, seis o más años de la propia existencia en cualquier tarea penosa, por la ciencia, o simplemente por adquirir nuevos conocimientos que nos permitan ponernos en condiciones de poder medir nuestras fuerzas con la verdad misma buscándola sin tregua, ni descanso, he ahí, para la mayor parte, el sacrificio que abate las humanas fuerzas.

Aliosha había escogido la ruta que pensaba seguir, con la sencillez con que se hace una acción heroica.

Apenas tuvo la convicción de que Dios existe y de que el alma es inmortal, dijo para sí: “Viviré para la inmortalidad sin ningún tipo de compromisos”.

Si, por el contrario, hubiese creído que Dios no existe y que no es inmortal el alma, habría sido ateo con la misma independencia de ánimo.

A Aliosha le parecía imposible continuar viviendo de la manera que lo había hecho hasta entonces.

Jesús dijo: “Si quieres ser perfecto y aproximarte a Dios, da todo cuanto poseas y sígueme”.

Aliosha había meditado mucho acerca de estas palabras, y comprendía que no es lo mismo dar una o varias limosnas, a darlo todo; y comprendía asimismo que seguir por completo a Jesús no consistía solamente en ir a misa todos los días.

El recuerdo de su madre, la cual siendo él todavía un niño, le llevaba al monasterio, influyó, probablemente, en aquella decisión. Y quizás influyese también otro recuerdo: el de aquella plácida tarde de estío en que los oblicuos rayos de un sol poniente iluminaban la estancia en que se hallaba su madre delante de una imagen, teniéndole a él en brazos como ofreciéndole a la Virgen.

Tal vez fue eso lo que le había hecho venir a casa de su padre para saber cuánto podía dar antes de disponerse a seguir a Jesucristo...

Pero el encuentro con el monje Zossima arrancó de raíz todas sus vacilaciones...

Zossima tenía entonces sesenta y cinco años. En su juventud había sido oficial del ejército del Cáucaso.

Se decía que, a fuerza de escuchar confesiones, había adquirido tal lucidez, tal penetración, que al primer golpe de vista adivinaba lo que iba a consultarle o a suplicarle aquel que se le acercaba.

Sus más ardientes partidarios lo tenían por un santo y afirmaban que, después de su muerte, se obtendrían milagros con su intercesión.

Esta era, particularmente, la opinión de Aliosha, el cual había sido testigo de varias de las numerosas curas milagrosas llevadas a cabo por Zossima.

¿Eran estas curas reales, o simplemente mejorías naturales?

Aliosha no trataba de responder a esto: él creía ciegamente en la potencia espiritual de su director; la gloria del monje constituía la suya.

El joven gozaba al ver que la muchedumbre acudía a contemplar y a consultar al santo anciano, llorando de alegría al verle, y besando la tierra que pisaba.

Las mujeres le presentaban sus pequeñuelos para que los tocase con sus temblorosas manos creyendo que bastaba aquel ligero contacto para que sus hijos quedasen libres de toda tentativa pecaminosa.

Aliosha comprendía aquel amor que el pueblo sentía por el venerable religioso; sabía muy bien que, para aquellas almas sencillas, oprimidas, abatidas por sus propias iniquidades y por la constante iniquidad humana, no había más urgente remedio que un consuelo inmediato, y Zossima consolaba de un modo dulcísimo.

Aliosha pensaba, creía que el santo viejo poseía el secreto de la regeneración universal, la potencia que acabaría por establecer el reino de la verdad. Entonces, los hombres se agruparían, se ayudarían unos a otros y no habría ni ricos ni pobres, ni grandes ni pequeños. Solo habría hijos de Dios, súbditos de Jesucristo.

La llegada de sus dos hermanos impresionó a Aliosha, y enseguida intimó con Dmitri, por el cual sintió un afecto vivísimo, más profundo que el que sentía por Iván, a pesar de lo mucho que a este estimaba, si bien su amistad con él no era tan estrecha.

Dmitri hablaba de Iván con admiración. Por medio del primero supo Aliosha todo lo concerniente al asunto que había ocasionado la amistad de sus otros dos hermanos.

El entusiasmo que Dmitri sentía por Iván tenía, a los ojos de Aliosha, esto de característico: que Dmitri era ignorante, mientras el otro era muy instruido.

En efecto, ofrecían ambos un contraste tan marcado que hubiera sido imposible encontrar dos hombres más diferentes.

Fue en aquellos días cuando tuvo lugar en la celda del monje Zossima la reunión de esta familia heterogénea.

Tercera Parte:

Los sensuales

Capítulo I

La casa de Fiódor Pávlovich estaba situada en un extremo de la ciudad. Era una casa de dos cuerpos, esto es: la casa propiamente dicha y un pabellón, en el cual se albergaban los criados.

Contaba con gran número de habitaciones y escaleras secretas.

Los ratones pululaban por todas partes. Fiódor no los detestaba: “Cuando se está solo por la noche —decía—, se aburre uno menos oyéndolos correr...”.

El pabellón, situado en el patio, era grande y bien construido, y tenía su correspondiente cocina, aparte de la que existía en la casa. Fiódor hacía que se guisase en la primera porque le molestaba el olor de cocina.

La casa hubiera podido alojar un número de personas cinco veces mayor que aquel que contenía.

El padre e Iván eran los únicos moradores.

Como ya hemos dicho, en el pabellón se albergaban los tres criados de Fiódor: Grigori, su esposa Marta y un tal Smerdiakov, muy joven todavía.

Grigori era un hombre honrado, testarudo, incorruptible, que iba derecho a su objeto, fuese este cual fuese, apenas lo juzgaba un deber suyo.

Marta, su mujer, solía entrometerse constantemente en los asuntos de su esposo. Ya en la época en que se efectuó la abolición de la esclavitud, había trabajado Marta para que su marido abandonase a Fiódor Pávlovich y se fueran a Moscú a establecerse independientemente; pero Grigori opinó que no, que su deber le ordenaba quedarse allí, junto a su patrón, al cual amaba aun con todos sus defectos.

—¿Comprendes tú lo que es el deber? —dijo Grigori a su esposa.

—Sí —contestó esta—; pero no sé apreciar qué clase de deber es el que te hace permanecer aquí.

—Pues lo comprendas o no, así ha de ser. ¡Cállate!

Y con razón tan categórica hubo de conformarse Marta, allí se quedaron, y Fiódor les asignó una paga mensual bastante regular.

Grigori, sin embargo, sabía que ejercía alguna influencia sobre su patrón. En varias ocasiones le había defendido personalmente contra ciertos ataques: Fiódor Pávlovich se acordaba de esto y tenía siempre presente aquella clase de servicios.

Probablemente, por no decir seguramente, Fiódor, debido a su mal comportamiento en general, sentía ciertos temores, ciertos presentimientos, y le halagaba el saber que allí cerca, dentro de su misma casa, había un hombre robusto, aleccionado a él, de puras costumbres, dispuesto a defenderle, a ayudarle, sin jamás reprocharle nada; bien es verdad que, intelectualmente, Grigori estaba todavía muy por debajo de su amo.

 

Algunas veces se levantaba Fiódor sobresaltado, durante la noche, y corría a despertar a Grigori, al cual rogaba que fuese a hacerle compañía, y hablaba con él, entonces, de cosas insignificantes. Lo necesario para Fiódor, en aquellos momentos, era sentirlo cerca de sí. Después lo dejaba marchar y volvía a dormirse tranquilamente.

Grigori era un místico; un suceso extraordinario había dejado en su alma, según su propia expresión, una huella indeleble. Una noche se despertó Marta, sobresaltada por el sonido de unos lamentos infantiles que parecían ser de un recién nacido. Aterrada llamó a su esposo:

—Escucha, Grigori —le dijo.

—Parecen gemidos de mujer —añadió él después de prestar atención.

Y el buen hombre se levantó y se vistió.

Bajó por la escalera, salió al patio, y observó que los lamentos venían del jardín; este, por el lado del patio, estaba cerrado y defendido por una fuerte puerta barrera.

Grigori volvió a entrar en su casa, encendió un farolillo, tomó la llave de la barrera, y, sin cuidarse del terror de su esposa, bajó al jardín. Allí comprobó que los gemidos salían del cuarto de baño, situado cerca de la puerta del jardín, y que eran, efectivamente, de mujer.

Al abrir la puerta del cuarto de baño, se quedó estupefacto ante el espectáculo que se ofrecía a su vista.

Tendida en el suelo estaba Lizaveta Smerdiáschaia, una idiota conocida en toda la población: a su lado yacía un recién nacido... La madre agonizaba, de sus labios no salía palabra alguna... era idiota y muda...

Capítulo II

Una circunstancia en particular confirmó ciertas sospechas horribles que Grigori había concebido ya desde hacía largo tiempo.

Esta Lizaveta Smerdiáschaia era una joven de pequeña estatura, de buen color, y de fisonomía perfectamente idiota. Su mirada tenía una fijeza desagradable, si bien con cierto viso de resignación.

Andaba constantemente de uno a otro lado, vestida con solo una bata corta de cáñamo.

Su enmarañada cabellera era rizada como la lana de una oveja y le formaba como una especie de sombrero. Su cabeza estaba llena siempre de polvo, de hojas, de paja y pedazos de madera, debido a que, generalmente, dormía en el bosque, y en el suelo.

Su padre era un vagabundo, un alcohólico que vivía desde hacía mucho tiempo empleándose de vez en cuando como mozo de cuerda o recadero.

El padre la maltrataba cruelmente cuando Lizaveta iba a verle, lo que acontecía rara vez, y por tanto, la desventurada se mantenía de limosna.

Varias veces habíase tratado de obligarla a que llevase un vestido más conveniente que la túnica corta que solía usar. A comienzo de cada invierno le daban un abrigo y un par de zapatos; ella se dejaba vestir sin oponer resistencia, pero luego, apenas la dejaban, proseguía su marcha y abandonaba abrigo y zapatos en la puerta de la primera iglesia que encontraba a su paso, siguiendo después su ruta, tiritando bajo aquel camisón.

Un gobernador, herido “en sus mejores sentimientos” viendo a la desgraciada criatura tan indecentemente vestida, preguntó el motivo que la obligaba a ir de aquel modo, y como le dijeran que era una pobre idiota, inocente, replicó:

—Sí, pero su inocencia ofende el pudor. Es preciso tomar medidas para evitar eso.

Y ordenó que se la obligase a vestir más correctamente.

Pero ella desapareció y no se la pudo obligar a cambiar su estilo de vida.

Murió su madre, y esto hizo que los que la conocían sintiesen por ella mayor compasión.

Hasta los chiquillos de la calle, irreverentes de costumbre, se compadecían de ella y la dejaban transitar con silencioso respeto.

Todas las puertas estaban abiertas para la infeliz. Si le daban alguna moneda, corría a depositarla en el cepillo de las limosnas de cualquier iglesia o establecimiento de beneficencia. Si alguien le entregaba un pan, se apresuraba a regalárselo a un muchacho, o al primer pordiosero que encontraba, contentándose ella con comer pan negro y beber agua pura, lo que constituía su único alimento.

Las noches las pasaba, generalmente, bajo el pórtico de una iglesia, o en un huerto cualquiera.

Una noche de septiembre, dulce y clara (ya hace de esto muchos años), durante la luna llena, tarde ya, unos cuantos señores regresaban del Círculo, después de haber comido opíparamente. La calle que ellos seguían estaba limitada por un espacioso huerto y concluía en un puente, construido sobre un arroyo nauseabundo al cual llamaban río, no se sabe por qué.

En unas malezas, junto a unas matas de ortigas, vieron a Lizaveta dormida. Los ricachos, bastante alterados por los vapores del vino que habían bebido en abundancia, se detuvieron y empezaron a bromear con palabras y gestos obscenos. Uno de ellos preguntó si era posible que se pudiese tomar aquello por una mujer. Los demás protestaron.

Fiódor Pávlovich, que formaba parte del grupo, declaró, por el contrario, que no solo se podía tomar a Lizaveta por una mujer, sino que la aventura le parecía bastante curiosa y picante.

Aquella salida produjo una carcajada general, y todos, menos Fiódor (viudo, a la sazón, de su primera esposa), se marcharon haciendo guiños y ademanes picarescos.

Tiempo después, Fiódor aseguró que él también se había alejado por otro lado. Nadie supo ni trató de indagar lo que hubiere de cierto en aquellas palabras; pero el caso fue que, algunos meses más tarde, la ciudad se indignó de ver a Lizaveta encinta, y se pensó en tratar de descubrir al villano que hubiere podido ultrajar a aquella desventurada criatura.

Y entonces empezó a circular un rumor, rumor que acusaba a Fiódor Pávlovich de ser él el causante de aquella infamia.

¿De dónde partió semejante afirmación? No se sabía con certeza, pero todo el mundo aseguraba lo mismo.

—No puede ser otro que Fiódor —se repetía por todas partes.

Grigori defendía a su amo enérgicamente, y hubo de sostener muchos altercados al respecto.

—Ella sola es la culpable —decía.

Y añadía que su cómplice era un cierto Karp, un escapado de presidio del cual se sospechaba que estaba escondido en alguna parte de la ciudad.

Sin embargo, aquella desgracia no perjudicó en nada a la pobre idiota. Una señora, viuda de un comerciante, la recogió en su casa para que no pudiese sufrir privación alguna hasta la hora del alumbramiento.

La vigilaban constantemente; mas, no obstante, una tarde, cuando estaba a punto de dar a luz, desapareció Lizaveta de casa de su protectora, y se fue al jardín de Fiódor Pávlovich.

¿Cómo pudo salvar una puerta-barrera tan alta en el estado en que se encontraba?

Unos decían que la habían transportado allí entre varias personas, mientras otros aseguraban que no habría podido llevar a cabo semejante cosa a no ser ayudada por fuerzas sobrenaturales.

Grigori, a todo correr, fue a llamar a su esposa para que se apresurara a ir a asistir a Lizaveta, y él partió luego, al instante, en busca de una comadrona que habitaba a poca distancia.

El niño pudo ser salvado, pero Lizaveta murió hacia el amanecer.

Grigori tomó al recién nacido, se lo llevó al pabellón, lo puso sobre las rodillas de su esposa, y dijo solemnemente:

—¡Los huérfanos son hijos de Dios! ¡Este ha sido procreado por el diablo y una santa! ¡Edúcalo!

Le bautizaron con el nombre de Pável, al cual añadieron luego, todos, el de Fiódorovich.

Fiódor Pávlovich no protestó aquello; antes al contrario, lo tomó a broma, si bien continuó negando siempre semejante paternidad.

Más tarde, le dio él mismo el nombre de Smerdiakov, que era el que le pertenecía por parte de su madre Lizaveta Smerdiáschaia.

Aquel niño siguió siempre en casa de Fiódor, y es el mismo que hemos mencionado al hablar de sus criados, en calidad de lo cual vivía en el pabellón con los viejos Grigori y Marta, desempeñando las funciones de cocinero.

Capítulo III

Cuando Aliosha vio partir a su padre y a su hermano Iván, después del escándalo que tuvo lugar en las habitaciones del padre superior, se quedó aturdido.

¡Abandonar el monasterio! ¡Y tan de repente!

El joven se encaminó al aposento del superior, para averiguar lo que había sucedido, y mientras avanzaba trataba de resolver el problema que se le imponía.

No pensaba que la orden de su padre fuese definitiva. Habíase convenido que Fiódor Pávlovich no trataría de oponerse a sus deseos.

No; Aliosha no temía por aquel lado, y, sin embargo, era evidente que sentía temores que él mismo no podía definir.

Estos temores se relacionaban con aquella joven llamada Katerina Ivánovna que ya hemos mencionado anteriormente varias veces.

Katerina insistía en querer verle, y, a decir verdad, no le inquietaba al joven lo que ella pudiera decirle, sino lo que habría él de responder.

Aliosha no temía, por decirlo así, a la mujer. Había sido educado por mujeres y las conocía bien. Pero temía a aquella mujer, precisamente a aquella, a Katerina Ivánovna. Más aún: la había temido desde que la vio por primera vez.

Luego volvió a verla dos o tres veces más, solamente, y la recordaba bien... bella, orgullosa y dominante; se asustaba de ella sin saber por qué, y encontraba inexplicable aquel temor que la joven le infundía.

Él sabía perfectamente que Katerina era de nobles instintos, que se esforzaba por salvar a Dmitri, culpable con respecto a ella, y que obraba tan solo por generosidad; pero, a pesar de la admiración que por ella sentía, le era imposible evitar el escalofrío misterioso que le acometía cada vez que se aproximaba al domicilio de la joven.

Aliosha pensó que, en aquel momento, no estaría Iván en casa de ella, puesto que se había alejado con su padre, y que tampoco era probable que estuviese Dmitri. Por tanto, podría hablar él con ella.

Pero Aliosha, antes de verla, quería entrevistarse rápidamente con Dmitri.

¿Dónde hallar a este?

¡Ah, he aquí la dificultad!

Dmitri se había alejado del monasterio solo, sin decir adónde iba.

Aliosha sonrió de un modo “intraducible”, se persignó y se dirigió con paso firme hacia la casa de la bella y terrible joven.

Para abreviar camino empezó a atravesar algunos jardines; después pasó junto a un huerto, dentro del cual había una casa... levantó la cabeza, y allá, un poco más lejos, vio, sobre un montecillo, a su hermano Dmitri gesticulando, sin hablar, para llamar su atención sin tener necesidad de gritar, cosa que, evidentemente, quería evitar.

Aliosha corrió hacia él.

—Afortunadamente, me has visto —murmuró Dmitri, en voz baja—. De no haber sido así hubiera tenido que ponerme a dar voces.

Aliosha, ayudado por su hermano, saltó una cerca de ramaje que lo separaba de él.

—Precisamente estaba pensando en ti —repuso Dmitri—. No has podido llegar más a tiempo. ¡Vamos!

—¿Adónde?... ¿Y por qué hablas tan bajo si nadie nos oye? —replicó Aliosha.

—¿Por qué? ¡Ah, diantre, es verdad! —exclamó de pronto Dmitri con voz natural—. Es que... verás, estoy en acecho, espiando un secreto, y por eso, porque es un secreto, temía que alguien me escuchase... ¡Anda! ¡Ven y calla!... Pero antes déjame que te abrace.

Estaban dentro de un pequeño jardín. Echaron a andar, y pronto llegaron a un cenador de antigua construcción; encima de una mesa desvencijada, fija en el suelo, vio Aliosha una botella mediada de líquido, y junto a ella una copita.

—¡Es coñac! —dijo Mitia, riendo alegremente—. Tú dirás: “¡Continúa embriagándose!”, y yo te respondo: “¡No pienses tal cosa! “No hagas caso de lo que piense una chusma enamorada de la mentira!... ¡Aleja de ti toda sospecha!”. No bebo, libo jarabe, como dice ese puercote de Rakitin, amigo tuyo... ¡Siéntate!... ¡Quisiera, Aliosha, estrecharte entre mis brazos hasta estrujarte!, porque verdaderamente, ver-da-de-ra-men-te, ¡créeme!, ¡tú eres lo único que amo en este mundo!

Dmitri pronunció estas palabras con gran exaltación.

—Solo a ti y a una mujer, de la cual me he enamorado, por mi mal, amo de veras. Es decir, repito que amar, no amo sino a ti: porque enamorarse no es realmente amar. Uno puede enamorarse y odiar al mismo tiempo. Acuérdate de esto... ¡Ahora hablemos seriamente! Siéntate más cerca de mí. Que yo te vea bien. Voy a decirte algo importante. No me interrumpas. Hablaré yo solo, puesto que la hora de hablar ha llegado... Pero lo haré en voz baja, cautelosamente, porque temo que haya quien pueda oírnos sin que yo lo vea. Hace días que buscaba esta ocasión. Necesitaba decírtelo todo a ti solo... ¡Mañana empezará una vida nueva para mí! ¿Has experimentado alguna vez, en sueños, la sensación de caer de lo alto de una montaña?... Pues bien, yo voy a caer, realmente... ¡Oh! No tengas miedo, no precisas tenerlo; es decir, sí, yo lo tengo, pero un miedo que me gusta... No, tampoco es eso; es una especie de embriaguez... mas, ¡qué diablo!... ¡No importa!... ¡Mira qué bello sol, qué cielo tan puro, qué árboles tan frondosos!... ¡Cantemos en plena primavera!... ¡Cantemos a la Naturaleza!... Dime una cosa: ¿Adónde ibas?

 

—A casa de papá, y de paso quería entrar en casa de Katerina Ivánovna.

—¡Qué coincidencia!

—Pero aún no me has dicho para qué me has llamado.

—Es verdad. Te he llamado... pues... para mandarte a casa de papá y a casa de Katerina, para terminar de una vez con el uno y con la otra. Hubiera podido mandar a cualquier otra persona; pero yo necesitaba un ángel en lugar de una persona, y ese ángel eres tú, Aliosha querido.

—¿Y para qué deseas mandarme? —preguntó Aliosha con triste semblante.

—Ya lo sabes tú, que lo has comprendido todo aunque aparentas ignorarlo. ¡Pero, calla, no te lamentes, no te entristezcas!

Dmitri se levantó pensativo.

—Probablemente te ha llamado ella misma, ¿verdad? —repuso—. ¿Te ha escrito? ¡Sí, forzosamente debe haberte escrito, porque, de otro modo, tú no te habrías atrevido a ir!

—Es cierto —respondió Aliosha—. Aquí está la carta.

Mitia la leyó rápidamente.

—¡Oh, dioses del Olimpo! —exclamó después—. ¡Gracias por habérmelo mandado; por haberle inspirado que pasara, que viniera hacia mí como el pececillo de oro a la red del pobre pescador, según cuenta la fábula! Escucha, Aliosha, escucha hermano mío. ¡Te lo diré todo! Debo confesarme... Ya me he confesado con un ángel del Cielo, ahora lo haré con uno de la Tierra... porque tú eres un ángel. Tú me oirás y me perdonarás. Necesito ser absuelto por un hombre más puro que yo. Escucha, pues. Imagínate que dos seres se alejan de las cosas terrestres y se elevan hacia una atmósfera superior... Si no los dos, al menos uno de ellos. E imagínate, además, que este, antes de desaparecer, se acerca al otro y le dice: “Haz por mí tal cosa...”. Una cosa de esas que solo se piden en el lecho de la muerte... En tal caso, ¿podría negarse a hacerla aquel a quien se le pide, máxime si es un amigo o un hermano?

—Haré lo que pidas... ¡Habla!... ¿De qué se trata? ¡Pronto!

—¡Pronto!... ¡Hum!... No tengas tanta prisa, Aliosha; no te impacientes; es inútil... Mas, ¿qué digo, si tú no te impacientas nunca? Y tienes mucha razón. ¿De qué sirve ello? Pero, ¿qué diantre estoy diciendo?

¡Hombre, sé noble!

»¿De quién es este verso?

Aliosha esperaba sin responder. Mitia se quedó luego largo rato silencioso, con la frente apoyada en sus manos.

—Aliosha —repuso luego—, solo tú eres capaz de escucharme sin burlarte... Quisiera comenzar mi... confesión con un himno de gloria a lo Schiller. An die Freude! (¡A la alegría!), pero no conozco el alemán... No creas que hablo exaltado por la embriaguez... Necesitaría dos botellas de coñac para embriagarme, y apenas he bebido una copa. Verdaderamente, no soy fuerte con F mayúscula, pero soy fuerte con f pequeña. Permíteme este juego de palabras. Hoy debes permitirme todo esto, porque... porque debo decirlo... ¡voy, voy al grano!... Espera, ¿cómo es aquello...?

Mitia levantó la cabeza, reflexionó un instante y luego prosiguió con entusiasmo:

Tímido, desnudo, salvaje, se escondía

un troglodita en las grutas de la montaña.

Nómada, erraba por los campos

y los devastaba

cazaba con su lanza y con sus flechas.

Terrible, recorría la floresta...

¡Ay de aquellos a quienes las olas

empujaban hacia aquellas orillas!

De la olímpica altura

descendió una madre. Ceres, que busca

a Proserpina, que le ha sido robada.

El mundo se presenta a su vista en todo su horror

ningún retiro, ningún albergue,

la diosa no sabe dónde ir.

Allí es desconocido el culto a los dioses.

No hay templo alguno.

Frutos de los campos, los sabrosos racimos

no adornan ningún festín;

humean solamente restos de cadáveres

sobre altares ensangrentados.

Y a todas partes donde el ojo triste

de Ceres mira,

en su profunda humillación,

El hombre se presenta por doquier a las miradas de la diosa.

Mitia cogió una mano de Aliosha y empezó a sollozar.

—¡Amigo!... ¡Amigo mío!... ¡Sí, en la humillación, en la humillación, hoy todavía! ¡El hombre sufre mucho sobre la tierra! ¡Ah! ¡Mucho! No creas que soy un hombre de fútiles placeres como cada militar se cree obligado a ser... Hermano mío, yo no pienso sino en esa humillación de la humanidad. No miento. ¡Yo soy la humildad misma!

Porque, para que de su humillación, con la fuerza del alma,

pueda el hombre levantarse,

precisa que con la antigua madre Tierra

haga un eterno tratado de alianza.

»Mas, ¿cómo haré yo este tratado de alianza con la madre Tierra? ¿Debo hacerme labrador o pastor? En las horas de mi más abyecta degradación, siempre he gustado de leer esos versos en los cuales Ceres contempla la humillación de nuestra especie. Sin embargo, por mucho que los he leído, no han podido nunca hacer que yo me elevara, porque soy un Karamázov... ¡Estoy maldito, hundido, envilecido! ¡Acaso soy el mismo diablo!... ¡Y, sin embargo, Señor, no soy menos hijo tuyo que otros, y te amo! ¡Ah, basta! ¡Estoy llorando! ¡Déjame llorar! Ya ves, nosotros, los Karamázov, somos unos sensuales... La bestia dormida dentro de ti también, y eso que tú eres un ángel. ¡Terrible misterio! Dios no ha hecho sino misterios... Las contradicciones se multiplican en su obra magna. Yo no soy más que un ignorante, lo sé; y no obstante, he pensado mucho... ¡La belleza, por ejemplo! Con frecuencia, un hombre de gran corazón y de poderoso talento tiene por ideal primero a la Virgen y por último a Sodoma. Pero lo más horrible es haber comenzado con Sodoma llevando la Virgen dentro del pecho. Sí, sí, el hombre es demasiado vago en sus concepciones; yo quisiera restringirlo... ¡El diablo entienda todo esto! Para la mayor parte de los hombres, hasta en la relajación hay belleza; esta no se encuentra sino allí, en el ideal de Sodoma. ¿Sabías esto?... Es el duelo entre Dios y el diablo, cuyo campo de batalla somos nosotros... Mas, volvamos a mí, al asunto mío. Escúchame bien ahora... Yo me divertía... Mi padre decía, hace poco, que yo había comprado con dinero la virginidad de las doncellas. ¡Imaginación de depravado! ¡Es falso! No he gastado nada. El dinero es superfluo en esta clase de asuntos. Es puramente un adorno. A mí me quieren casi todas las mujeres: la hija del pueblo y la gran señora. ¡Ah! Si te parecieses a mí, comprenderías bien esto que digo. Yo amaba la francachela por lo que hay en ella de vulgar. Amaba la crueldad... ¿Qué clase de vil ser soy yo, entonces? ¿Un insecto asqueroso? No, un Karamázov. Un día, en una fiesta campestre a la cual habían ido casi todos los habitantes de la ciudad, obtuve de una joven (tímida y graciosa, hija de un funcionario público) ciertos favores... Era una oscura tarde de invierno, nos alejamos por entre la arboleda, y me permitió ciertas libertades... Pensaba, la pobrecilla, que al día siguiente iría yo a pedir su mano... No fue así: estuve cinco meses sin dirigirle una palabra. La veía a menudo en un ángulo de un salón, siguiéndome con la vista mientras yo bailaba... ¡Y qué fuego despedían sus ojos!... ¡Aquello me divertía! Después se casó, partió furiosa contra mí y, probablemente, amándome todavía... Ahora vive feliz con su esposo. Debo advertirte que, de todo esto, no he dicho jamás una palabra a nadie. No he abusado de la confianza que me otorgó aquella niña... Oh, tengo instintos viles, pero no soy cínico... Te sonrojas, Aliosha: tus ojos despiden fuego... ¡Ah, y, sin embargo, tengo todo un álbum de recuerdos semejantes, hermano mío! ¡Bueno!... No te he llamado para remover delante de ti todas estas lúbricas remembranzas. No, te contaré algo más curioso. Deja que te lo diga todo, y no te sonrojes; me place contártelo todo.

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