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Esclava, Guerrera, Reina

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Из серии: De Coronas y Gloria #1
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CAPÍTULO DIEZ

Gritando, Thanos estiraba desesperadamente la espada clavada en el cráneo del lóbico, pero por muy ferozmente que lo intentara, la espada no se movía lo más mínimo. Al oír que se acercaban los pasos del combatiente, echó la vista atrás y vio que su enemigo estaba apenas a tres metros. Su vida dependía de si sacaba la espada, pues él sabía que un guerrero sin armas era un guerrero muerto.

Tenso, miró a Ceres, pero sabía que había tres armas en el campo y que, si ella le lanzaba otra, sería castigada.

Ella levantó una mano hacia él y, justo cuando él escuchó el silbido de la espada de su oponente descendiendo, la espada de Thanos salió proyectada hacia su mano como por algún tipo de fuerza mística.

Atónito ante lo que había pasado pero sin tiempo para entretenerse en ello, Thanos dio la vuelta y fue rodando por los suelos, la espada del combatiente no lo tocó por una fracción de centímetro, el rugido de la multitud alcanzó su punto máximo hasta el frenesí antes de reducirse a un zumbido estático.

Thanos se puso rápidamente de pie de un salto y, justo entonces, oyó que Lucio pedía ayuda. Al ver a su oponente a varios metros, Thanos consiguió echar una mirada rápida y descubrió que Lucio estaba desprovisto de armas, su armero estaba tumbado de cara al suelo sobre la arena roja.

“¡Lánzame algo! ¡Lo que sea!” exclamó Lucio a Ceres con la voz llena de furia. “¡Hazlo ahora o te arrancaré la piel viva!”

Mientras Thanos movía su atención hacia su enemigo, registró vagamente que Ceres le lanzaba dos puñales a Lucio. Pero su enfado fue sustituido por alarma cuando vio que el combatiente arrojaba una lanza hacia él.

Justo cuando la lanza se acercaba, Thanos la agarró con su puño, evitando que penetrara en su corazón y después movió la lanza en círculos y la arrojó de vuelta al combatiente, perforándole el muslo justo donde había pensado.

“¡Thanos! ¡Thanos! ¡Thanos!” gritaba el público con los puños al aire.

El combatiente se desplomó, quejándose de dolor, sujetándose la pierna, de la que salía la lanza.

Al reconocer su oportunidad, Thanos corrió detrás del combatiente y le golpeó en la cabeza con la empuñadura de su espada, dejándolo inconsciente.

Sin embargo, antes incluso de que pudiera mirar al rey para que aceptara su victoria, Lucio lo rodeó y, de repente, el combatiente de Lucio atacó a Thanos, obligándolo a seguir luchando.

El muy canalla me dejó a su combatiente como prenda, pensó Thanos.

Era lo que siempre había sospechado: Lucio no tenía en absoluto ningún honor.

Mientras él estaba peleando con un nuevo contrincante, Thanos vio que Lucio se dirigía tranquilamente hacia la puerta de hierro.

“¡Déjame entrar o te mataré y encontraré a tu familia y los torturaré hasta la muerte!” exclamó Lucio.

Thanos oyó que la puerta hacía ruido al abrirse, la multitud abucheaba a Lucio.

“¡Thanos!” exclamó Ceres, sujetando dos puñales.

Él estaba cada vez más agotado y necesitaba armas más ligeras. Él le hizo una señal con la cabeza y ella se las lanzó.

Justo entonces, Thanos le dio una patada al combatiente en el pecho y este salió volando hacia atrás. Pero con un equilibrio impecable, el combatiente fue a parar de pie al suelo y atacó a Thanos, espada en mano. El combatiente se lanzó hacia delante, arrojando su espada hacia Thanos, pero Thanos se apartó de su camino de un salto.

Mientras daban vueltas por la arena, Thanos se dio cuenta de que, poco a poco, su archienemigo estaba cada vez más agotado, su pecho le pesaba enormemente cada vez que respiraba, sus movimientos disminuían un pelo. Su plan estaba funcionando. Él no quería matar al hombre, no, solo agotarlo para dejarlo inconsciente como había hecho con el primero.

Justo cuando Thanos se acercó a su escudo, lo recogió del suelo y lo lanzó contra la cara del combatiente. El combatiente cayó al suelo sin vida y, por primera vez desde que podía recordar desde que entró a la arena, los espectadores se quedaron en silencio.

Thanos respiraba entrecortadamente y alzó la vista hasta el estrado, esperando la decisión del rey, con la esperanza de que no le ordenara asesinar a su adversario inconsciente.

Sin embargo, por lo que sabía sobre este monarca sediento de sangre, Thanos temía que el Rey Claudio le obligara a hacer algo que él se había esforzado mucho en evitar: matar.

El rey lanzó una mirada amenazadora a Thanos como si no aceptara que la batalla había terminado a favor de Thanos, la tensión entre los dos era palpable, el Stade entero vacío del más débil sonido. Tras levantarse de su asiento, el rey caminó hacia la punta de la plataforma, con la mano extendida, el pulgar extendido hacia un lado.

Finalmente, el rey levantó el dedo hacia arriba con el ceño fruncido y los espectadores se arrancaron con un aplauso.

Thanos no podía creerlo. Ceres y él habían sobrevivido. ¡Habían sobrevivido!

Miró hacia Ceres, sintiendo cómo las gotas de sudor le caían del pelo hacia la cara. Él le hizo una señal con la cabeza y cuando ella sonrió, fue como si en aquella ocasión, la victoria fuera completa.

Él la miró fijamente, perplejo. Le había salvado la vida más de una vez y lo había hecho de un modo que él no comprendía.

Y por primera vez desde que la conoció, se había empezado a hacer preguntas.

¿Quién era ella?

CAPÍTULO ONCE

A Ceres le caía una lágrima por la mejilla mientras sus dedos rozaban con cuidado las armas colocadas encima de las mesas en la arena de prácticas. En medio del ocaso escuchó risas y música desparramarse desde las ventanas abiertas de palacio, cada miembro de la realeza que había dentro de aquellas altivas paredes celebraba las grandes victorias de hoy. Esto la hacía sentirse más sola que nunca. Esto hacía que echara muchísimo de menos a sus hermanos, a su padre, a Rexo. Esto le hacía llorar a la madre que nunca había tenido.

Ceres hizo una pausa y escuchó cómo el viento suspiraba entre los árboles, mientras alzaba la vista y veía unas cuantas estrellas brillando encima suyo. Inhaló el aire fresco, el perfume de las rosas y las azucenas llenaba su nariz. El silencio era un amigo bienvenido después del rugido de la multitud en el Stade. Aunque la hubieran invitado al festín, no hubiera querido aceptar, pues no deseaba mezclarse con aquellos miembros pomposos de la realeza que se felicitaban los unos a los otros por una batalla que habían ganado Thanos y ella.

Thanos. Se le removían severamente las entrañas cuando pensaba que ni tan solo se había molestado en verla después de las Matanzas. No hubo un “gracias”. Ni un “bien hecho”. Pero ella no necesitaba su aprobación ni sus alabanzas, se recordaba a sí misma. No necesitaba a nadie.

Furiosa con ella misma por permitirse aquella ridícula melancolía, se secó las lágrimas de las mejillas, cogió una lanza y caminó hacia el centro de la arena de prácticas.

Balanceó la lanza por encima de su cabeza y la hizo girar hasta que se escuchó un zumbido. Entonces se la lanzó a un muñeco de entrenamiento y acertó justo en el centro del círculo más pequeño. Sonrió.

Sintiéndose mucho más aliviada, deambuló hacia la mesa de nuevo y cogió una espada –una que le recordaba a la suya, con la hoja delgada y larga y la empuñadura de bronce y oro.

Se lanzó hacia delante, como si estuviera atacando a Lucio –el cobarde- su espada se movía con destreza, su atención y su furia contra el enemigo imaginario.

Mantente en marcha ligera. Saltó. Ataca y defiende. Embistió. Sé fluida como el agua, fuerte como una montaña. Esto era lo que sus entrenadores en palacio le habían machacado. Y esto era lo que ella había practicado durante horas y meses y años.

“Después del día de hoy, hubiera imaginado que estarías metida en la cama y que caerías en un sueño profundo”.

Se dio la vuelta asustada y se encontró a Thanos saliendo de detrás de un sauce, sonriendo.

Ceres bajó la espada y se giró hacia él, con las mejillas rojas por la vergüenza. Vio que llevaba una camisa de lino suelta, con el cuello abierto y los oscuros rizos enmarcaban su cara. Intentaba odiarle en aquel momento.

Pero, de alguna manera, sentía un calor en el corazón con su presencia.

“Yo podría decirte lo mismo”, dijo ella, levantando una ceja, esperando que no se diera cuenta de que su corazón estaba acelerado.

“Me disponía a ello…pero entonces escuché que alguien estaba practicando en la arena que hay debajo de mi habitación”.

Ella alzó la vista a la torre hacia el balcón, su puerta estaba abierta y las cortinas danzaban con el viento.

“Siento haberle mantenido despierto, mi señor” dijo mirándole.

“Thanos, por favor”, dijo, haciéndole una reverencia, sin apartar la mirada.

Él sonrió y dio un paso hacia ella.

“En realidad no estaba despierto por tu culpa. Me fui de la fiesta tan pronto como pude para buscarte y entonces fue cuando te vi desde el balcón”, dijo él.

“¿Por qué me estabas buscando?” preguntó ella, intentando ignorar la energía nerviosa que latía dentro de ella.

“Quería darte las gracias por hoy”, dijo él.

Ella lo miró fijamente con cara de póquer por un instante, intentando contener toda la furia hacia él, que rápidamente iba desapareciendo.

“Qué brillante habilidad tienes”, dijo él. “Estás bien enseñada”.

Ella no iba a desvelar que se había vestido como un chico y entrenado con los combatientes en palacio. Él podría denunciarla. Y lo haría, ¿no? Puede que fueran aliados en la arena, pero en el mundo real eran enemigos.

“Mi padre era herrero de espadas”, dijo con la esperanza de que no insistiera más en su entrenamiento.

Él asintió con la cabeza.

“¿Y dónde está él ahora?” preguntó Thanos.

Ceres bajó la vista, los pensamientos de su padre a cientos de kilómetros pesaban mucho en su mente.

 

“Tuvo que aceptar un trabajo en otro lugar”, susurró ella.

“Me entristece escucharlo, Ceres” dijo Thanos, acercándose todavía más.

Ella deseaba que se quedara lejos, pues cuando estaba tan cerca, era difícil considerarlo su gran enemigo y menospreciarlo por ello.

“¿Y tu madre?” preguntó, observándola de nuevo.

“Intentó venderme como esclava”, confesó Ceres, pensando que no era nada malo decirle la verdad sobre su madre.

Él asintió una vez y apretó fuerte los labios.

“Lo siento”, dijo él.

Le enfurecía que se disculpara por aquello. Un príncipe. En parte era culpa suya que a su padre no le hubieran pagado lo suficiente en palacio y necesitara buscar trabajo en otro lugar.

“¿Cómo están tus heridas?” preguntó ella, mientras andaba hacia la mesa y colocaba la espada allí encima, esperando desviar la conversación hacia temas más seguros.

“Se curarán”, dijo él mientras la seguía.

De pie a su lado, con los brazos cruzados, examinó su cara durante un instante.

“¿Cómo lo hiciste?” preguntó él.

“¿El qué?” dijo Ceres.

“Allí en la arena hoy. Primero, me lanzaste un escudo. Nunca he oído hablar de un lóbico, mucho menos que cualquier animal pudiera escupir llamas”.

Ella encogió los hombros.

“Mi padre me había hablado de los lóbicos”, dijo soltando una mentira piadosa.

“Entonces, mi espada…estaba clavada en el cráneo del lóbico”, dijo, entrecerrando los ojos. “Tú levantaste la mano y la espada salió proyectada hacia mi mano con aquella fuerza…”

“¡Yo no hice tal cosa!” le interrumpió Ceres, echándose hacia atrás, asustada de que estuviera encima suyo.

Él la miró con ojos amables e inclinó la cabeza hacia un lado.

“¿Estás diciendo que me lo imaginé?” preguntó él.

Ella se resistía. ¿Estaba intentando pillarla? Tendría que escoger sus palabras con cuidado o podrían mandarla a prisión por insinuar que era una mentirosa.

“Estoy segura de que no sé de qué estás hablando”, dijo ella.

Juntó las cejas y abrió la boca como si fuera a hablar pero, a cambio, dio un paso hacia ella, le colocó una mano en el hombro y dejó que se deslizara hacia abajo hasta su brazo.

Un agradable escalofrío recorrió a Ceres y ella odió que su cuerpo la traicionara así.

“No importa”, dijo él. “Gracias de todas maneras. Tu elección de las armas marcó la diferencia”.

“Sí, quizás tu hermoso pelo se hubiera echado a perder si no te hubiera ofrecido el escudo”, dijo ella con una sonrisa de suficiencia, intentando sacarle hierro a la situación.

“¿Piensas que tengo el pelo hermoso?” preguntó él.

Su respiración se tambaleó y ella no podía entender cómo había dejado que un comentario tan frívolo escapara de sus labios.

“No”, dijo ella bastante tajantemente, cruzando las manos delante del pecho.

Él retorció los labios.

“Bien, en ese caso yo tampoco creo que tienes unos hermosos ojos”, dijo él.

“Entonces está todo claro”.

Él asintió y Ceres se fue andando hasta un sauce.

“Se está haciendo tarde”, dijo ella.

“Quizás podría acompañarte hasta casa”, dijo él, siguiéndola de nuevo.

Ceres bajó la mirada y negó con la cabeza.

“¿O quizás necesitas un lugar para alojarte?”, preguntó él, con una voz un poco más fuerte que un susurro.

¿Debía contarle la verdad? Si no lo hacía, sabía que tendría que dormir a la intemperie cada noche.

“Sí”, dijo ella.

“No hay lugar para ti dentro de los muros del castillo, pero justo al final del camino junto al pozo hay una casa de verano vacía y eres bienvenida para alojarte allí”.

Él señaló hacia una pequeña cabaña aislada por los árboles, cubierta de enredaderas.

“Te estaría muy agradecida”, dijo ella.

La cogió del brazo y estaba a punto de llevarla hasta allí, cuando una chica salió de entre los arbustos. Era hermosa, pensó Ceres, con el pelo rubio y los ojos marrones, la piel suave como la seda, los labios rojos como la sangre. Llevaba un vestido de seda blanco y cuando la brisa sopló contra la cara de Ceres, se dio cuenta de que la chica olía a rosas.

Al sentirse un poco incómoda, Ceres aprtó su brazo de Thanos.

“Hola, Estefanía”, dijo Thanos y Ceres detectó una ligera irritación en su voz.

Estefanía sonrió a Thanos, pero cuando sus ojos llegaron hasta Ceres, la chica frunció el ceño.

“¿A quién tenemos aquí?” preguntó Estefanía.

“Esta es Ceres, mi armera”, dijo Thanos.

“¿A dónde vas con tu armera?” preguntó estefanía.

“Esto no es asunto tuyo”, respondió Thanos.

“Tengo la certeza de que al Rey Claudio le encantaría saber que te encuentras con tu armera mujer a altas horas de la noche, acompañándola a destinos desconocidos”, dijo Estefanía.

“Yo tengo la certeza de que al rey le encantaría del mismo modo saber que te paseas por los alrededores de palacio a altas horas de la noche con el camisón de dormir, sin que te acompañen tus sirvientes”, dijo repentinamente Thanos.

Estefanía levantó la nariz, se dio la vuelta y desapareció en el camino pavimentado hacia palacio.

“Perdónala”, dijo Thanos. “Está enfadada porque rechacé casarme con ella”.

“¿Era ella?” preguntó Ceres.

Él no respondió a su pregunta, tan solo le ofreció su brazo de nuevo.

“Quizás tenía razón. Quizás esto no es correcto”, dijo Ceres.

“Tonterías”, dijo él y después hizo una pausa antes de hacer una sonrisa de superioridad y decir, “A no ser que estés pensando en que lo sea”.

“Por supuesto que no”, dijo Ceres, molesta, con las mejillas encendidas.

Cuando entrelazó su brazo con el de él para demostrar su postura, se enfadó con ella misma por gustarle e, inmediatamente, fortaleció su decisión de no dejar que el encantador príncipe se acercara a su corazón.

CAPÍTULO DOCE

En lo alto de una colina con vistas a Cumorla, la capital de Hylon, una remota isla en el Mar Mazeroniano, el corazón del Comandante Akila rebosaba de alegría mientras observaba cómo la estatua del Rey Claudio era destruida. Cogió aire y la dulce sensación de justicia lo llenó, mientras el humo del castillo se elvaba hasta el cielo azul celeste de encima de la ciudad.

Justicia, pensó Akila. Por fin hoy se había hecho justicia. Hasta el último de los parientes del rey había sido encerrado dentro de aquella abominable estructura de siete chapiteles y ahora la arrasaba el fuego.

El viento chocaba contra su armadura mientras contemplaba a sus miles de hombres en la ladera de la colina, sus banderas rojas ondeando por la causa de la revolución. Antes del crepúsculo, los llevaría a una batalla que los liberaría, finalmente, de siglos de opresión. El pecho se le hinchaba de orgullo.

El pueblo de Haylon había sufrido durante suficiente tiempo bajo el mandato de reyes tiranos. Habían pagado impuestos inadmisibles, habían enviado a sus mejores guerreros a Delos y habían inclinado sus cabezas ante los diez mil soldados que se extendían como una plaga por las calles de día y de noche. Durante toda su vida, Akila había visto cómo violaban a mujeres y a hijas y azotaban y arrestaban a niños. A los jóvenes se les obligaba a trabajar durante largos días en los campos del rey, volviendo con verdugones y ojos abatidos. Sabía que había pasado mucho tiempo desde que necesitaban que les devolvieran su libertad, que les devolvieran sus vidas.

Un mensajero se acercó.

“Cumorla del Este está segura, señor”, dijo.

“¿Y los soldados del Imperio?” preguntó Akila.

“Huyendo hacia el este”.

“¿Cuántas vidas civiles se han perdido?”

“Trescientas, hasta este momento”.

Akila apretó los puños. Era menos de lo que esperaba, pero cada vida perdida era un peso en su conciencia, otro hijo o hija muerto, una madre, hermano, hermana, padre asesinado mientras defendía la libertad de esta tierra.

Despidió al mensajero e hizo señas a su teniente para alertar de la última ola de milicianos. Atraparían a los invasores en la entrada oeste y los tratarían con la misma cortesía con la que ellos habían tratado a su pueblo. No quedaría gran cosa de ellos después de esto y aquella llevaba una gran alegría al corazón de Akila.

Akila dio una patada a su caballo para que avanzara, dirigiendo al teniente y a sus hombres hacia la batalla. Bajó cabalgando la colina hacia las puertas del norte de la ciudad, pasando por callejones con balcones, tabernas cerradas y chabolas de trabajo cerradas con candado. Pasó por delante de familias apiñadas en las esquinas, niños tumbados boca abajo en las calles de piedra y caballos a la fuga sin jinetes. Los milicianos siguieron a Akila hasta dentro de los muros de la ciudad, escondiéndose detrás de trincheras para esperar a los miles de soldados del Imperio que pronto huirían a través de las puertas e intentarían escapar hacia el puerto.

No debe escapar ni uno, había dicho Akila a sus hombres aquella mañana mientras había dado la orden de montar guardia en los muelles a centenares de hombres. Porque aunque solo hubiera un fugitivo, significaría que la noticia llegaría a Delos y entonces el rey enviaría a decenas de miles de soldados del Imperio a Haylon.

Pasaron unos minutos, y más minutos, hasta que pasó casi una hora durante la que habían estado esperando, mientras descendía el crepúsculo.

Entonces, de repente, Akila vio que el primer soldado del Imperio aparecía montado a caballo, sujetando la insignia del Imperio.

“¡Larga vida al Rey Claudio!” exclamó el soldado.

Tres flechas en llamas le impactaron en el pecho.

Cayó de su caballo al canal de debajo del puente.

Le siguieron tres soldados del Imperio más, todos cayeron también, al atravesar cabalgando las puertas.

Soldado tras soldado iban goteando fuera de las puertas de la ciudad y se desencadenó una brutal batalla.

Akila dirigía el camino con un grito de guerra al caer la noche. A su alrededor los hombres perdían sus vidas por la causa de la libertad, una libertad que ellos nunca verían pero sus hijos quizás sí.

Akila eunió a sus guerreros más despiadados para ir cabalgando con él hacia la ciudad y miró a lado y lado para verlos ahora, sus caballos retumbando en sus oídos. Dirigió al grupo de trescientos a través de la entrada del sur y entonces, mientras cabalgaban, los dividió en cuatro grupos de cincuenta, cada uno en busca de soldados del Imperio en diferentes direcciones.

Con antorchas y espadas, Akila llevó a sus hombres por calles serpenteantes, deteniéndose en cada casa, buscando – a la caza por arriba y por abajo, sin encontrar a un solo enemigo. Casi al final de su búsqueda, toparon con un establo detrás de la mansión del sumo sacerdote y Akila pensó que parecía un buen lugar para esconder soldados del Imperio.

Cuando se disponía a ordenar a sus hombres que buscaran en el establo, el sumo sacerdote salió de su casa.

“¿Ha visto a algún soldado del Imperio en esta dirección?” preguntó Akila, bajando de su caballo.

“No”, dijo el sacerdote con las manos entrelazadas delante de su cuerpo como si hiciera una reverencia.

Pero había algo inquietante en los ojos del sacerdote que hizo pensar a Akila que estaba mintiendo.

“Buscad en el establo”, dijo Akila a sus soldados y ellos inmediatamente se dirigieron hacia allí y entraron en el edificio.

Hubo un repentino alboroto y cuando Akila se giró hacia el escándalo, el sacerdote salió disparado corriendo calle abajo. Akila corrió tras él, pero cuando llegó a la calle, vio al sacerdote galopando sobre un caballo en dirección a la entrada del sur.

Akila silbó y, una vez su caballo estuvo a su lado, saltó sobre él y fue cabalgando tras el fugitivo. El sacerdote atravesó las puertas de la ciudad, mientras Akila le pisaba los talones, pero no llegaba a alcanzarlo.

Cabalgando hacia el este, Akila dio un latigazo a su caballo para que siguiera hacia delante incansablemente, con los ojos puestos en el fugitivo. Pasó por palmeras y saltó vallas, cabalgó por campos de hierba y dunas de arena. Al seguir al sacerdote por una empinada colina inclinada, fue cuando vio el muelle improvisado, escondido bajo una bóveda de árboles. Ninguno de sus hombres había recibido órdenes de vigilarlo porque nadie sabía que estaba allí.

Ante su terror, vio cómo el sacerdote se alejaba en un pequeño barco de vela, el viento cogió la vela roja de inmediato.

Estando muy cerca, Akila se preguntaba si su caballo podría saltar desde el desembarcadero hasta el barco, la distancia crecía por segundos. Los músculos del caballo se tensaban bajo él, pero Akila lo condujo hacia delante.

El caballo pegó un salto desde el muelle hasta la embarcación, patinando al ir a parar a la cubierta de madera resbaladiza, arrojando a Akila en la caída.

 

Ligeramente aturdido por el brusco aterrizaje, Akila se puso de pie y desenfundó la espada.

El sacerdote atacó inmediatamente, con la espada en alto, se abalanzó y quiso apuñalarlo con la ferocidad de un hombre que sabe que su vida está en juego.

Akila fue corriendo hacia delante y dirigió su espada hacia el traidor, haciéndole un corte en la cara. El hombre gruñó, tiró la espada y sacó rápidamente un puñal y se lo lanzó a Akila. Pero Akila lo vio venir y paró el puñal con su espada.

El sacerdote se dio la vuelta y lanzó una cesta a Akila y, a continuación, una caja de madera. Akila las apartó de un golpe. A continuación, el sacerdote agarró una red y la lanzó de manera que la mano donde Akila tenía la espada quedó atrapada en ella y, a continuación, tiró de la red, haciendo que Akila tropezara hacia delante.

Acercándose hasta él, el sacerdote recogió la espada y apuntó al pecho de Akila, pero Akila llevaba una armadura pesada y la espada del hombre se deslizó por el metal como la mantequilla, haciendo que el sacerdote tropezara hacia delante.

Aprovechando la ocasión, Akila se sacó la red de su brazo y apuñaló al sacerdote.

Este se desplomó sobre cubierta, muerto.

Akila arrancó la espada del cuerpo flácido del sacerdote y la limpió con la red antes de guardarla de nuevo en su vaina.

Sin perder un segundo, miró a las paredes de la ciudad y vio que el cielo negro se estaba volviendo azul marino y se dio cuenta de que debía volver a sus hombres, y rápido. Volvió navegando en la barca al muelle, prendió fuego a la barca y cabalgó con todas sus fuerzas hacia la entrada del este.

Justo cuando él llegó, el rosa vestía el cielo. Era una llamada a la victoria y se colocó una nueva bandera arriba del todo de las paredes exteriores de Cumorla.

Mientras sonaban las campanas de libertad, Akila cabalgaba por las calles de la ciudad con sus milicianos, mientras hombres, mujeres y niños los jaleaban.

Miró hacia el norte y pensó en los miembros de su familia que estaban en Delos, todavía como esclavos, y supo dentro de su corazón que la libertad también les iba a llegar a ellos.

Pues aquí, por primera vez en la historia, se encontraba en la primera tierra libre del Imperio.

La revolución había empezado.

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