La leyenda del jinete sin cabeza y otros cuentos

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La leyenda del jinete sin cabeza y otros cuentos


La leyenda del jinete sin cabeza y otros cuentos (1820) Washington Irving

© Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Edición: Octubre 2020

Imagen de portada: John Quidor, Public domain, via Wikimedia Commons

Traducción: Benito Romero

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  La leyenda del jinete sin cabeza

2  Rip Van Winkle

3  La aventura de mi tío (Relato de un viajero)

4  El espectro del novio

5  La aventura del estudiante alemán

6  El Diablo y Tom Walker

7  La leyenda del astrólogo árabe

8  La leyenda del príncipe Ahmed Alkamel o El peregrino del amor

9  La leyenda de la rosa de la Alhambra

10  La leyenda de las dos estatuas discretas

11  La leyenda del soldado encantado

La leyenda del jinete sin cabeza

Encontrado entre los papeles del difunto Diedrech Knickerbocker.

Era una agradable tierra de hipnótica calma, de sueños que se desplazan ante los ojos entrecerrados; y de alegres castillos en las nubes que pasan, siempre girando alrededor de un cielo de verano. Castillo de la Indolencia

En lo profundo de una de las espaciosas ensenadas que se forman en la costa oriental del Hudson, donde hay un ensanchamiento del río al que los antiguos marinos holandeses llamaron “Tappan Zee”; y donde acortaban velas prudentemente mientras invocaban a San Nicolás mientras lo cruzaban, justo allí se alza un pequeño pueblo mercantil o puerto rural, al que algunos llaman Greensburg, pero que es general y más propiamente conocido por el nombre de Tarry Town. Recibió este nombre antiguamente, nos contaron, de las buenas mujeres de una región vecina, dada la propensión de sus esposos a entretenerse en la taberna del pueblo en los días de mercado. Sea como sea, no digo que sea un hecho, sino que me limito a anunciarlo, para ser preciso y auténtico. No lejos de este pueblo, tal vez a unos tres kilómetros, hay un pequeño valle o, más bien, un pedazo de tierra entre colinas altas, que es uno de los lugares más tranquilos de todo el mundo. Un pequeño arroyo corre a través de él, con sólo un murmullo suficiente para arrullarlo a uno para que descanse; el silbido ocasional de una codorniz o el golpeteo de un pájaro carpintero es casi el único sonido que rompe la uniforme tranquilidad.

Recuerdo que, cuando era un joven, mi primer hazaña al cazar una ardilla fue en un bosque de nogales no muy altos que sombrean un lado del valle. Me había adentrado en él al mediodía, cuando todo en la naturaleza está peculiarmente tranquilo, y me sobresaltó el rugido de mi propia arma, ya que rompió la quietud del sábado y el sonido se prolongaba y reverberaba con ecos enojados. Si alguna vez quisiera un retiro donde pudiera apartarme del mundo y sus distracciones, y evadir tranquilamente los rastros de una vida problemática, no conozco nada más prometedor que este pequeño valle.

A causa de la lánguida quietud del lugar y del carácter peculiar de sus habitantes, que son descendientes de los colonos holandeses originales, esta aislada cañada se conoce desde hace mucho tiempo con el nombre de Sleepy Hollow, y los campesinos que viven ahí son llamados los muchachos de Sleepy Hollow en todos los pueblos vecinos. Una influencia adormecedora y soñadora parece colgar sobre la tierra y permear la atmósfera misma. Algunos dicen que el lugar fue embrujado por un médico de la alta franconia, durante los primeros días de su fundación; otros, que un viejo jefe indio, el profeta o el mago de su tribu, celebró sus powows allí antes de que Henry Hudson descubriera el país.

Lo cierto es que el lugar aún continúa bajo el dominio de algún poder de brujería, que ejerce un hechizo sobre las mentes de las buenas personas que hace que caminen en un continuo ensueño. Son proclives a todo tipo de creencias maravillosas; están en trance y alucinan, y con frecuencia tienen visiones extrañas, y escuchan música y voces en el aire. En todo el vecindario abundan los cuentos locales, lugares encantados y supersticiones crepusculares; las lluvias de estrellas y los meteoros se ven en mayor cantidad y con mayor frecuencia a través del valle que en cualquier otra parte del país, y las pesadillas parecen convertirla en la escena favorita de sus jugarretas.

Sin embargo, el espíritu dominante que ronda esta región encantada, y parece ser el comandante en jefe de todos los poderes en el aire, es la aparición de una figura a caballo, sin cabeza. Algunos dicen que es el fantasma de un soldado hessiano, cuya cabeza fue arrancada por una bala de cañón, en una batalla sin nombre durante la Guerra de la Independencia, y que la gente del campo de vez en cuando lo ve cuando pasa de prisa en la oscuridad de la noche, como si lo llevara el viento. Sus apariciones no se limitan al valle, sino que se extienden a veces a las carreteras adyacentes, y especialmente a las proximidades de una iglesia que se encuentra a corta distancia. De hecho, algunos de los historiadores más fidedignos de esos lares, que han sido cuidadosos al recopilar y cotejar los imprecisos datos concernientes a este espectro, sostienen que, ya que el cuerpo del soldado fue enterrado en el cementerio de la iglesia, el fantasma cabalga hacia la escena de la batalla en la búsqueda nocturna de su cabeza, y que la velocidad apresurada con la que a veces pasa a lo largo de Hollow, como una ráfaga de medianoche, se debe a que va retrasado, y tiene prisa por regresar al cementerio antes del amanecer.

Tal es el interés general de esta superstición legendaria que ha proporcionado material para muchas historias salvajes en esa región de sombras, y el espectro es conocido en todos los hogares del país con el nombre del jinete sin cabeza de Sleepy Hollow.

Es notable que la propensión visionaria que he mencionado no se limite a los habitantes nativos del valle, sino que se absorbe inconscientemente por todos los que residen allí por un tiempo. Por muy despiertos que hayan estado antes de entrar en esa región del sueño, es seguro que en poco tiempo inhalarán la influencia hechicera del aire y comenzarán a volverse imaginativos, tendrán sueños vívidos y verán apariciones.

Menciono este lugar pacífico con todo el reconocimiento posible porque es en los valles holandeses tan pequeños y retirados, encontrados aquí y allá en el gran Estado de Nueva York, que la población, usos y las costumbres permanecen fijas, mientras que el gran torrente de migración y progreso, que produce cambios incesantes en otras partes de este país inquieto, pasa por ellos sin ser notado. Son como esos pequeños rincones de aguas tranquilas, que están a la orilla de un arroyo rápido, donde podemos ver pajitas y burbujas quietas, o girando lentamente en su simulado puerto, sin ser molestadas por la velocidad de la corriente que pasa cerca. Aunque han transcurrido muchos años desde que pisé el entorno somnoliento de Sleepy Hollow, me pregunto si no debería encontrar los mismos árboles y las mismas familias vegetando en su seno protegido.

En este extraño rincón de la naturaleza se alojó, en un período remoto de la historia de los Estados Unidos, es decir, hace unos treinta años, un buen hombre de nombre Ichabod Crane, que permaneció, o, como él se expresaba, se "aletargó" en Sleepy Hollow, con el propósito de instruir a los niños del vecindario. Nació en Connecticut, un estado que proporciona a la Unión pioneros tanto para la mente como para el bosque, y que envía anualmente a los estados fronterizos legiones de leñadores y de maestros de escuela rurales. El apellido de Crane (grulla) le sentaba bien a su persona. Era alto, pero extremadamente lacio, con hombros estrechos, brazos y piernas largos, manos que colgaban muy por debajo de sus mangas, pies que podrían haber servido de palas, y todo su cuerpo colgaba como desmadejado, de la manera más holgada. Su cabeza era pequeña y plana en la parte superior, con enormes orejas, grandes ojos verdes y vidriosos, y una larga nariz agachadiza, de modo que parecía un gallo veleta posado sobre su flaco cuello para indicar la dirección del viento. Al verlo caminar de perfil en una colina en un día ventoso, con sus ropas revueltas y agitándose a su alrededor, uno podría haberlo confundido con un espíritu de la hambruna que descendiera sobre la tierra, o algún espantapájaros que hubiera escapado de un campo de maíz.

Su escuela era un edificio bajo de una gran sala, rudamente construida con troncos; las ventanas parcialmente acristaladas, y en parte remendadas con hojas de viejos cuadernos. Cuando no había nadie, quedaba asegurada de una manera muy ingeniosa con un mimbre enrollado en el picaporte de la puerta y estacas contra las persianas de la ventana; de modo que, aunque un ladrón pudiera entrar con perfecta facilidad, encontraría cierta incomodidad al salir, una idea muy probablemente tomada por el arquitecto, Yost Van Houten, del ingenioso sistema de una trampa para angulas. La escuela se encontraba en un lugar bastante solitario pero agradable, justo al pie de una colina boscosa, con un arroyo cerca y un formidable abedul que crecía en un extremo. Desde ahí podía escucharse en un día de verano somnoliento el suave murmullo de las voces de sus alumnos, repitiendo las lecciones, como el zumbido de una colmena; interrumpido de vez en cuando por la voz autoritaria del maestro, que profería una amenaza o una orden, o, quizá, por el estremecedor sonido de la vara, mientras apuraba a algún rezagado en el florido camino del conocimiento. A decir verdad, él era un hombre concienzudo, y siempre tuvo en cuenta la máxima de oro: "La letra con sangre entra". Los alumnos de Ichabod Crane ciertamente aprendían.

 

Sin embargo, no imagino que él fuera uno de esos potentados crueles de la escuela que gozaban con el dolor de sus súbditos; por el contrario, administraba la justicia con discriminación y no con severidad; quitándole la carga en la espalda a los débiles y echándola sobre las de los fuertes. El débil e insignificante escuincle, que se estremecía a la vista de la vara, pasaba con indulgencia; pero la sed de justicia se satisfacía al infligir una doble dosis a un niño holandés terco y que se hacía el duro ante los golpes de la vara. A todo esto lo llamó: "cumplir con su deber por parte de sus padres", y nunca aplicó un castigo sin asegurar, para darle consuelo al niño torturado, que lo recordaría y se lo agradecería en el día más duro que le tocara vivir.

Cuando terminaban las horas de escuela era incluso el amigo y compañero de juegos de los muchachos más grandes; y algunas tardes escoltaría a algunos de los más pequeños a sus casas, los que casualmente tenían hermanas bonitas, o madres que eran buenas amas de casa, lo que era evidente por los objetos dispuestos en la alacena. De hecho, le convenía mantener buenas relaciones con sus alumnos. Los ingresos provenientes de su escuela eran pequeños y hubieran sido apenas suficientes para proporcionarle el pan diario, ya que era un gran comelón y, a pesar de ser flaco, tenía los poderes de digestión de una anaconda; pero para ayudar a su mantenimiento, según la costumbre del país en esos lugares, era alojado y alimentado en las casas de los granjeros a cuyos hijos instruía. Con estos vivía sucesivamente una semana a la vez, recorriendo así los barrios del vecindario, con todos sus objetos personales atados en un pañuelo de algodón.

Para que todo esto no fuera demasiado oneroso para los bolsillos de sus rústicos patrones, que eran buenos para considerar los costos de la educación como una pesada carga, y ver a los maestros de escuela como unos zánganos, tenía varias formas de mostrarse útil y agradable. Ayudaba a los granjeros ocasionalmente en los trabajos más livianos de sus granjas, ayudaba a hacer pacas de heno, arreglaba las cercas, llevaba a los caballos al agua, expulsaba a las vacas de los pastos y cortaba leña para el fuego del invierno. Dejaba a un lado también toda la dignidad dominante y el poder absoluto con que reinaba en su pequeño imperio: la escuela, y se volvía maravillosamente amable y lisonjero. Encontraba aprobación en los ojos de las madres acariciando a los niños, especialmente a los más pequeños; y al igual que el león audaz, que con tanta magnanimidad sostenía al cordero, se sentaba con un niño en una rodilla y al mismo tiempo mecía una cuna con el pie durante horas enteras.

Además de sus otras vocaciones, él era el maestro de canto del vecindario y juntó muchos brillantes chelines al instruir a los jóvenes en la salmodia. Los domingos, para él, era una cuestión de vanidad tomar su lugar preferente en la iglesia, con una banda de cantantes elegidos, donde, en su imaginación, le arrebataba completamente el protagonismo al párroco. Lo cierto es que su voz resonaba por encima del resto de la congregación; y hay sonidos curiosos que aún se escuchan en esa iglesia, y que incluso pueden escucharse a casi medio kilómetro de distancia, del lado opuesto al estanque del molino, en una tranquila mañana de domingo, y que se dice que provienen verdaderamente de la nariz de Ichabod Crane. Así, con diversos e improvisados métodos, de esa ingeniosa manera que comúnmente se denomina "por las buenas o por las malas", el valioso pedagogo salió adelante bastante bien, y quienes no entendían nada del trabajo mental consideraban que gozaba de una maravillosa vida fácil.

El maestro de escuela era generalmente un hombre de cierta importancia en el círculo femenino de un vecindario rural; se le consideraba una especie de personaje ocioso, caballeroso, de gustos y logros inmensamente superiores a los toscos habitantes rurales, y, de hecho, sólo inferior al párroco en cuanto a conocimientos. Su presencia, por lo tanto, podía ocasionar un poco de revuelo en la mesa de té de una casa de campo, y la adición de un plato supernumerario de pasteles o dulces, o, por supuesto, el desfile de un juego de té de plata. Nuestro hombre de letras, por lo tanto, estaba particularmente feliz entre las sonrientes damas del pueblo. Se le veía con las mujeres en el cementerio en los ratos entre los servicios de los domingos, recolectando uvas de las vides silvestres que estaban en los árboles circundantes para obsequiarles, leyendo todos los epitafios en las lápidas para entretenerlas, o paseando, con un grupo de ellas, a lo largo de las orillas del estanque adyacente; mientras que los cohibidos ratones de campo del pueblo se replegaban tímidamente, envidiando su elegancia y forma de conducirse.

Por su vida medio itinerante, también era una especie de gaceta viajera, que llevaba todos los chismes locales de casa en casa, de modo que su presencia siempre se recibía con satisfacción. Además, las mujeres lo estimaban como un hombre de gran erudición, ya que había leído varios libros y era un gran conocedor de la Historia de la brujería en Nueva Inglaterra de Cotton Mather, en la cual, por cierto, creía firme y poderosamente.

De hecho, era una extraña mezcla de pequeñas astucias y simple credulidad. Su apetito por lo maravilloso y sus poderes para digerirlo eran igualmente extraordinarios; y ambos habían sido incrementados por su residencia en esta región hechizada. Ningún cuento era demasiado repugnante o monstruoso para su capacidad de asimilación. A menudo, después de que se despidiera de sus alumnos por la tarde, era su deleite acostarse en el rico lecho de trébol que bordeaba el pequeño riachuelo que se escuchaba en su escuela, y leer las truculentas historias del viejo Mather, hasta que el crepúsculo vespertino hiciera de la página impresa una simple niebla ante sus ojos. Entonces se iba y, mientras se abría camino por el pantano y el arroyo, y el terrible bosque, para dirigirse a la casa de la granja donde se estuviera hospedando, cada sonido de la naturaleza, a esa hora de las brujas, agitaba su excitada imaginación: el graznido de los chotacabras desde la ladera de la colina; el croar del sapo en el árbol, ese presagio de la tormenta; el ulular sombrío de la lechuza; hasta el repentino ruido que hacían en el matorral asustados algunos pájaros que se preparaban para dormir. También las luciérnagas, que brillaban más vívidamente en los lugares más oscuros, de vez en cuando lo sobresaltaban, si una de ellas de especial brillo, se cruzaba en su camino; y si, por casualidad, un enorme escarabajo que venía volando se estrellaba contra él, el pobre tipo se sentía morir, con la idea de que había sido golpeado con el bastón de una bruja. Su único recurso en tales ocasiones para, ya fuera eliminar esos pensamientos o para ahuyentar a los espíritus malignos, era cantar melodías de salmos; y la buena gente de Sleepy Hollow, cuando estaban sentados a la puerta por la noche, a menudo se asombraba al escuchar su voz nasal cantando: "...de encadenada dulzura exhalada..." , flotando desde la colina distante, o a lo largo del oscuro camino.

Otra de sus fuentes de placer asustadizo era pasar largas noches de invierno con las viejas esposas holandesas, mientras se sentaban junto al fuego a hilar, con algunas manzanas que se asaban y crepitaban en el fogón, y escuchar sus maravillosas historias de fantasmas y duendes, y campos encantados, y arroyos encantados, y puentes encantados, y casas encantadas, y particularmente del jinete sin cabeza, o el (soldado) hessiano galopante de Hollow, como a veces lo llamaban. Él a su vez las deleitaba con sus anécdotas de brujería, y de las terribles profecías y las imágenes y los sonidos premonitorios que prevalecían en los primeros tiempos de Connecticut; y las asustaba miserablemente con especulaciones sobre cometas y estrellas fugaces; ¡y con el hecho alarmante de que el mundo estaba de cabeza y que estaban la mitad del tiempo patas para arriba!

Pero, si obtenía un placer en todo esto, mientras se acurrucaba cómodamente en el rincón de la chimenea de una recámara que tenía un tono rojizo por el fuego de la madera crepitante, y donde, por supuesto, ningún espectro se atrevía a mostrar su rostro, lo pagaba muy caro con los terrores de su posterior vuelta a casa. ¡Qué formas y sombras temerosas asolaban su camino, en medio del resplandor tenue y cadavérico de una noche nevada! ¡Con qué inquieta mirada observaba cada tembloroso rayo de luz que vislumbrara través de los terrenos baldíos, proveniente de alguna ventana lejana! ¡Cuán a menudo se aterraba por algún arbusto cubierto de nieve que, aparentando un fantasma, se atravesaba en su camino! ¡Con qué frecuencia se encogía paralizado de terror ante el sonido de sus propios pasos sobre el suelo escarchado bajo sus pies, temeroso de mirar por encima de su hombro, por el miedo de toparse con un ser grotesco caminando detrás de él! ¡Y cuántas veces sintió que se desmayaba al oír el soplo del viento entre los árboles, ante la idea de que era el soldado hessiano galopante en uno de sus recorridos nocturnos!

Todos estos, sin embargo, eran meros terrores de la noche, fantasmas de la mente que caminan en la oscuridad; y aunque había visto muchos espectros en su tiempo, y había sido acosado más de una vez por Satanás en diversas formas durante sus solitarias peregrinaciones, la luz del día ponía fin a todos estos males; y habría tenido una vida agradable, a pesar del Diablo y de todas sus obras, si en su camino no se hubiera cruzado un ser que causa más perplejidad al hombre mortal que todos los fantasmas, los duendes y todo tipo de brujas juntos, y eso era... una mujer.

Entre los discípulos musicales que se reunían una tarde a la semana, para recibir educación en salmodia, estaba Katrina Van Tassel, la única hija de un importante granjero holandés. Era una floreciente muchacha de dieciocho años; esponjada como una perdiz; madura y plena y rosada como uno de los melocotones de su padre, y universalmente famosa, no solo por su belleza, sino por sus vastas expectativas. Sin embargo, ella era un poco coqueta, como podría percibirse incluso en su forma de vestir, que era una mezcla de moda antigua y moderna; la más adecuada para resaltar sus encantos. Llevaba adornos de oro puro, que su tatarabuela había traído de Saardam; el tentador corsé antiguo, y unas enaguas provocativamente cortas, para mostrar el pie y el tobillo más bonitos de la región

Ichahod Crane tenía un corazón suave y dispuesto ante las mujeres, y no había que preguntarse por qué un bocado tan tentador pronto fue tan agradable a sus ojos, más especialmente después de haberla visitado en su mansión paterna. El viejo Baltus Van Tassel era la imagen perfecta de un granjero próspero, satisfecho y de corazón liberal. Rara vez, es cierto, volteó a ver o pensó más allá de los límites de su propia granja, pero ahí dentro todo era cómodo, feliz y bien acondicionado. Se sentía satisfecho con su riqueza, pero no la presumía, y se interesaba más en disfrutarla que en ser ostentoso. Su fortaleza estaba situada en las orillas del Hudson, en uno de esos rincones verdes, protegidos y fértiles en los que a los granjeros holandeses les gustaba establecerse.

Un gran olmo al pie del cual burbujeaba un manantial de las aguas más suaves y dulces que caían en un barril formando un pequeño pozo y que luego se derramaban por la hierba hacia un pequeño riachuelo que corría entre abedules y sauces enanos, extendía sus amplias ramas sobre la casa. Detrás de la casa había un gran granero, que podría haber servido como iglesia y que estaba tan atiborrado con todos los tesoros de la granja que parecía que todas las ventanas y grietas iban a estallar, el trillador resonaba intensamente en él desde la mañana hasta la noche; las golondrinas y los vencejos, trinando, sobrevolaban los aleros; una hilera de palomas, algunas con un ojo levantado, como si estuvieran viendo el clima, algunas con sus cabezas debajo de las alas o enterradas en sus pechos, y otras hinchándose, gorjeando y pavoneándose ante las hembras, disfrutaban de la luz del sol en en techo. Los limpios y rebeldes puerquitos gruñían en el reposo y la abundancia de sus corrales, de donde salían de vez en cuando grupos de lechoncitos, como para husmear el aire. Una majestuosa parvada de gansos blancos paseaba en un estanque contiguo, escoltando bandadas enteras de patos; regimientos de pavos se tragaban lo que encontraban través de la granja, y las gallinas de Guinea se preocupaban por ello, como amas de casa de mal humor, y lo demostraban con sus chillidos de enojo e irritación. Ante la puerta del granero se pavoneaba el gallo galante como un marido, guerrero y caballero fino, batiendo sus brillantes alas y cacareando con orgullo y alegría en su corazón, a veces rasgando la tierra con sus patas, y luego generosamente llamando a su siempre hambrienta familia de esposas e hijos a disfrutar del rico bocado que había descubierto.

 

La boca del pedagogo se hacía agua mientras observaba esta suntuosa promesa de lujosas comidas de invierno. En su mente devoradora se imaginó a cada cerdo asado corriendo con un relleno en su vientre y una manzana en su boca; las palomas acomodadas en una tarta casera cubiertas con una apetecible corteza; los gansos nadando en su propio gravy; y los patos, acomodados en pares en platos, como parejas casadas, con una buena porción de salsa de cebolla. En los cerdos vio dibujado el futuro lado perfecto del tocino y del jugoso y sabroso jamón; a los pavos los imaginó atados hacia arriba con la molleja bajo el ala y, por supuesto, un collar de sabrosas salchichas; e incluso el mismo gallo brillante yacía tendido sobre su espalda, como plato de acompañamiento, con las garras levantadas, como si pidiera compasión, lo que su espíritu caballeresco le impediría hacer mientras viviera.

Mientras el embelesado Ichabod se imaginaba todo esto, y al posar sus grandes ojos verdes sobre las voluminosas praderas, los ricos campos de trigo, de centeno, de trigo sarraceno y de maíz criollo, y los huertos cargados de fruta rojiza, que rodeaban la acogedora propiedad de Van Tassel, su corazón anhelaba a la doncella que iba a heredar estos dominios, y su imaginación se expandió con la idea de cómo todo esto podría convertirse fácilmente en efectivo, y el dinero invertido en inmensas extensiones de tierras salvajes y palacios de tejas entre la naturaleza. Es más, su atareada fantasía ya había cumplido sus esperanzas y le presentó a Katrina con una familia entera de niños, montada en la parte superior de un vagón cargado de enseres, con ollas y hervidores colgando debajo; y se vio a sí mismo montando a una yegua, con un potro pisándole los talones, rumbo a Kentucky o Tennessee ¡ o el Señor sabe a dónde!

Cuando entró en la casa, la conquista de su corazón quedó completa. Era una de esas casas de labranza espaciosas, con techos a dos aguas pero que llegan bastante abajo, construidos al estilo de los primeros colonos holandeses, cuyos aleros que sobresalen forman un pórtico que se puede usar para protegerse del mal tiempo. Bajo ellos colgaban trilladoras, arneses, varios utensilios de agricultura y redes para pescar en los ríos cercanos. Había bancos a lo largo de los lados para usarse en el verano; y una gran rueda giratoria en un extremo, y una mantequera en el otro, que mostraban los diversos usos que se le podía dar a este importante porche. Desde esta veranda, el fascinado Ichabod se adentró en la sala, que formaba el centro de la mansión, y el lugar habitual de estar. Aquí, hileras de objetos de pewter resplandecientes en un largo aparador deslumbraban sus ojos. En una esquina había una enorme bola de lana, lista para ser hilada; en otro, un montón de lino recién salido del telar; algunas mazorcas de maíz criollo y cuerdas con manzanas secas y melocotones colgaban en alegres guirnaldas a lo largo de las paredes, mezclados con el adorno de los pimientos rojos; y una puerta que estaba entreabierta le permitió una mejor vista del salón, donde las sillas con patas y las mesas de caoba oscura brillaban como espejos; los utensilios para la chimenea con sus palas, atizadores y pinzas, brillaban con su cubiertas en forma de espárragos; naranjas y caracoles artificiales decoraban la repisa de la chimenea, por encima de la cual, colgaba otra cuerda con huevos de aves de diferentes colores y un gran huevo de avestruz pendía del centro de la habitación, y un armario en la esquina, dejado abierto intencionalmente, mostraba inmensos tesoros de plata vieja y una vajilla de porcelana bien arreglada.

Desde el momento en que Ichabod puso sus ojos en estos lares del deleite, la tranquilidad de su mente se había acabado y su único interés era cómo obtener los afectos de la incomparable hija de Van Tassel. Sin embargo, en esta empresa tenía más dificultades reales que las de los caballeros andantes de antaño que rara vez tenían que enfrentar algo más que gigantes, hechiceros, dragones con fuego y adversarios semejantes, fácilmente conquistados; y después sólo tenían que atravesar las puertas de hierro y latón, y las paredes de la fortaleza del castillo, donde estaba confinada la dama de su corazón; todo esto lo hacían con la misma facilidad con que un hombre corta un pastel de Navidad y, después, como era de esperarse, la dama le otorgaba su mano. Ichabod, por el contrario, tenía que abrirse camino hasta el corazón de una dama coqueta, rodeada por un laberinto de caprichos y antojos, que siempre presentaban nuevas dificultades e impedimentos; y tuvo que enfrentarse a una multitud de temibles adversarios de verdadera carne y hueso, los numerosos admiradores rústicos, que asolaban cada puerta de su corazón, vigilantes y pendientes los unos de los otros, pero dispuestos a unirse en la causa común contra cualquier nuevo competidor.

Entre ellos, el más formidable era un apasionado corpulento y rudo galán de nombre Abraham, o, según la abreviatura holandesa, Brom Van Brunt, el héroe del condado, que era conocido por sus hazañas de fuerza y valor. Tenía los hombros anchos y era muy flexible, con el cabello negro corto y rizado, y un rostro tosco pero no desagradable, con un aire mezclado entre picardía y arrogancia. Por su estructura hercúlea y la fuerza de sus extremidades había recibido el apodo de “Brom Bones”, por el que era universalmente conocido. Era famoso por su gran conocimiento y habilidad en la equitación, y era tan diestro a caballo como un tártaro. Era el primero en todas las carreras y peleas de gallos; y, con el predominio que la fuerza corporal siempre adquiere en la vida rural, lo nombraban árbitro en todas las disputas, colocaba su sombrero a un lado y comunicaba sus decisiones con un aire y un tono que no admitía contradicciones ni apelaciones. Siempre estaba listo para una pelea o una fiesta, pero tenía más un espíritu travieso que mala voluntad en su personalidad y, a pesar de su rudeza dominante, tenía en el fondo un humor alegre y ocurrente. Tenía tres o cuatro íntimos amigos, que lo veían como su modelo, y a la cabeza de los cuales recorría el estado, asistiendo a cada pleito o celebración en kilómetros a la redonda. En el invierno se distinguía por usar una gorra de piel, que ostentaba una cola de zorro, y cuando la gente en alguna reunión en la región divisaba esta conocida cresta a cierta distancia, galopando entre un grupo de diestros jinetes, siempre estaban a la espera de alguna pelea. A veces, a la medianoche, se oía a su banda pasar junto a las granjas, con gritos y alaridos, como una tropa de cosacos del Don; y las viejas damas, sobresaltadas en su sueño, escuchaban por un momento hasta que la confusión se había pasado, y luego exclamaban: "¡Ay, ahí van Brom Bones y su pandilla!" Los vecinos lo veían con una mezcla de asombro, admiración y buena voluntad; y, cuando se producía una broma pesada o una pequeña reyerta en las cercanías, siempre negaban con la cabeza, y aseguraban que Brom Bones estaba en el fondo del suceso.

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