La edad de la inocencia

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LA EDAD DE LA INOCENCIA

LA EDAD DE LA INOCENCIA

Edith Wharton

Adaptación de Clàudia Sabater Baudet


Primera edición: octubre 2019

Adaptación a Lectura Fácil: Clàudia Sabater Baudet

Revisión pautas Lectura Fácil: Elisabet Serra

Ilustraciones: Dani Soms

Imagen de la portada: An evening at home, Edward John Poynter

Editorial La Mar Fàcil, S.L.

C/ Cuba, 18, entresuelo

08030 Barcelona

www.lamardefacil.com

© Editorial La Mar Fàcil, S.L.

Depósito legal: B 24124-2019

ISBN: 978-84-120425-4-2


Este logo identifica los materiales que siguen

las directrices internacionales de la IFLA (International

Federation of Library Associations and Institutions)

para personas con dificultades lectoras.

Lo otorga la Asociación Lectura Fácil.

Para más información: www.lecturafacil.net

Cualquier clase de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede hacerse con la autorización de los titulares, con la excepción prevista por la ley. Dirigirse a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de la obra. (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Índice

PRIMERA PARTE

1. Un regreso inesperado

2. El baile más feliz

3. La visita de compromiso

4. Una defensa apasionada

5. Un mundo de apariencias

6. La cena de los Van der Luyden

7. Una petición imprevista

8. Un noviazgo largo

9. Consultas y principios

10. Una conversación confidencial

11. Impulsos irresistibles

12. Una mirada inolvidable

13. Sentimientos revelados

SEGUNDA PARTE

14. Marido y mujer

15. Luna de miel en Europa

16. Un matrimonio normal

17. Encuentro en Boston

18. Una vida falsa

19. El emisario europeo

20. Desaprobación familiar

21. Una ruina deshonrosa

22. Mentiras descubiertas

23. Decisiones difíciles

24. Un regreso inevitable

25. La cena de despedida

26. Un hombre anticuado

¿Comentamos el libro?


PRIMERA PARTE

1. Un regreso inesperado

En una fría noche de enero, hacia 1870,

los carruajes más lujosos

atravesaban las calles nevadas de Nueva York.

La alta sociedad de la ciudad se reunía en la Ópera

para asistir a la representación de Fausto.

Muy elegante, con chaleco blanco y una gardenia en el ojal,

Newland Archer entró en su palco algo tarde.

Llegar pronto a la ópera no estaba bien visto

entre la alta sociedad de Nueva York.

Y, además, le causaba un gran placer entrar

en el justo momento en que los cantantes

entonaban su fragmento favorito de la obra.

El joven miró al otro lado del teatro.

Frente a su palco estaba el de la anciana Manson Mingott.

En él vio a la encantadora May Welland,

acompañada por su madre, la señora Welland,

y su tía, la señora Lovell Mingott.

Archer recordó con satisfacción que, aquella misma tarde,

May Welland se había convertido en su prometida.

Se imaginaba ya en su luna de miel,

instruyendo a la inocente joven

para que llegara a ser una admirada mujer casada.

De pronto, observó que había alguien más en aquel palco.

Era una mujer joven y delgada, de pelo castaño y rizado.

Llevaba un vestido de terciopelo azul oscuro

algo pasado de moda.

Archer tardó unos minutos en reconocerla

y, al hacerlo, se sintió incómodo.

Se trataba de la prima de May Welland,

que acababa de llegar de Europa

y a la que todos llamaban “la pobre Ellen Olenska”.

A Archer no le molestaba que May tratara bien

a su desdichada prima en privado,

pero aquella aparición en público le parecía intolerable.

Le escandalizaba el amplio escote del vestido de Ellen,

que consideraba una ofensa al buen gusto.

Y le enfurecía que aquella mujer pudiera influir

en su prometida, la ingenua May.

En aquel momento, Lawrence Lefferts,

el caballero más elegante de la ciudad,

comentaba con otro joven la historia de Ellen Olenska:

―Su marido, el conde Olenski, era un canalla.

Ella se fue con su secretario. Pero duró poco tiempo.

Unos meses más tarde, vivía sola en Venecia.

Era muy infeliz.

»Comprendo que su familia quiera ayudarla,

pero traerla a la Ópera es demasiado.

No cabe duda de que su abuela, la anciana Manson Mingott,

está dispuesta a protegerla.

En la Ópera se notaba una agitación generalizada

por la presencia de Ellen Olenska.

Sin embargo, Archer decidió entrar en aquel palco

y proclamar, ante todos, su compromiso con May Welland.

Al verlo entrar, la señora Welland le tendió la mano

y le preguntó:

―¿Conoce usted a mi sobrina, la condesa Olenska?

Ellen Olenska inclinó la cabeza

y Archer la saludó con una ligera reverencia.

Después, se sentó al lado de su prometida

y le dijo en voz baja:

―Espero que le hayas contado a madame Olenska

que estamos prometidos.

Quiero que todo el mundo lo sepa.

Voy a anunciarlo en el baile de esta noche.

―Cuéntaselo tú mismo a mi prima

―respondió May, sonrojándose―.

Dice que solíais jugar juntos de niños.

Deseoso de que todo el mundo le viera,

Archer se sentó junto a la condesa Olenska.

―Jugábamos juntos de pequeños, ¿verdad? ―dijo ella,

con su acento extranjero―. Eras un niño horrible

y una vez me besaste detrás de una puerta.

Pero yo estaba enamorada de tu primo Vandie,

que nunca me hizo caso.

―Has estado fuera mucho tiempo... ―respondió Archer.

―Me parece que han pasado siglos,

que estoy muerta y enterrada

y que este antiguo teatro es el cielo ―contestó la condesa.

Archer se sintió algo molesto.

Aquel comentario le pareció una forma poco respetuosa

de describir a la sociedad neoyorquina.

2. El baile más feliz

La misma noche de la ópera, el señor Beaufort y su esposa,

un matrimonio de la alta sociedad neoyorquina,

celebraban el baile que, una vez al año, tenía lugar en su casa.

Se rumoreaba que Beaufort había sido expulsado

de Inglaterra por unos negocios fraudulentos,

pero, en poco tiempo, se había convertido en millonario.

Y su salón de baile era el más lujoso de Nueva York.

Su alfombra de terciopelo rojo, sus candelabros

 

y su brillante parqué causaban admiración en los invitados.

Archer llegó tarde.

May Welland le esperaba,

rodeada de jóvenes que reían y charlaban con alegría.

Su madre, la señora Welland, se mantenía algo apartada.

Era evidente que May les comunicaba su compromiso.

El grupo de jóvenes dejó paso a Archer

y este llevó a May al centro del salón.

Empezó a sonar El Danubio Azul.

Y la pareja, bailando al son del famoso vals,

anunció su compromiso sin necesidad de hablar.


Terminado el vals, los novios se retiraron al invernadero

que había más allá del salón.

Archer se atrevió a besar a la joven.

Los dos se sentían muy felices.

Un poco más tarde, como si hablara en sueños,

May preguntó:

―¿Le dijiste a mi prima Ellen que estamos prometidos?

―No. No tuve tiempo ―mintió él.

―Entonces debes hacerlo.

No quiero que piense que la hemos olvidado.

―Claro que se lo diré. Pero todavía no la he visto...

―No ha venido al baile. En el último minuto decidió no acudir. Dijo que su vestido no era bastante elegante,

aunque a todas nos parecía precioso.

Así que mi tía tuvo que llevarla a casa.

Archer se sintió complacido y pensó:

«May sabe tan bien como yo

la verdadera razón de la ausencia de su prima.

Pero nunca le diré que conozco

la mala reputación de la pobre Ellen Olenska».

3. La visita de compromiso

Al día siguiente, Archer y May visitaron

a la abuela de esta, la señora Manson Mingott.

Era un ritual imprescindible para confirmar el compromiso.

La anciana era una de las grandes damas

de la alta sociedad de Nueva York.

Viuda desde los 28 años,

había conseguido vivir rodeada de lujo,

entre duques y embajadores,

gracias a su enorme fuerza de voluntad.

Era una mujer de carácter firme, digna y decente.

Y su reputación había permanecido siempre intacta.

El encuentro fue muy agradable:

la anciana, que había engordado hasta el punto

de no poder subir y bajar escaleras,

recibió a los novios con amabilidad.

Observó el anillo de compromiso ―un gran zafiro―

y dijo que era muy hermoso.

―¿Y para cuándo la boda? Espero que sea lo antes posible.

¡No esperéis a que me muera! ―comentó, divertida―.

¡Quiero pagar el convite de la boda!

La pareja estaba a punto de irse

cuando la puerta se abrió y apareció la condesa Olenska,

acompañada por el señor Beaufort.

―¡Ah, Beaufort! ―exclamó la anciana―. Me alegro de verle.

―Encontré a la condesa Olenska en Madison Square

y me permitió que la acompañara a casa

―respondió el caballero.

Beaufort y la anciana empezaron a conversar,

olvidándose por completo de los jóvenes.

En el recibidor, May se ponía el abrigo de pieles.

Mientras, Ellen Olenska miraba a Archer

con una sonrisa levemente interrogante.

―Ellen, supongo que ya sabes que May y yo...

―dijo el joven―. No pude contártelo en la Ópera,

entre tanta gente.

Ellen parecía más joven y más atrevida.

―Claro que lo sé. Y me alegro muchísimo ―dijo sonriendo.

Y sin dejar de mirar a Archer, añadió―:

Adiós. Ven a verme algún día.

En el coche, mientras bajaban por la Quinta Avenida,

Archer pensaba: «Ellen comete un error al pasear sola

con Beaufort, delante de todo el mundo.

Además, debería saber que un hombre como yo,

que acaba de comprometerse,

no se dedica a visitar a mujeres casadas como ella...».

Y dio gracias al cielo por estar a punto de casarse

con una joven como May,

que le comprendía y compartía sus opiniones.

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