Marcel Proust

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Из серии: Pequeños Grandes Ensayos
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Marcel Proust

colección

Pequeños Grandes Ensayos

Universidad Nacional Autónoma de México

Coordinación de Difusión Cultural

Dirección General de Publicaciones y Fomento Editorial


Contenido

El eterno presente de Edith Wharton

Dolor y alegría

Recuperar el tiempo

Marcel Proust

I

II

III

IV

Cronología de Edith Wharton

Bibliografía mínima

Aviso legal

El eterno presente de Edith Wharton

To suggest is to create, to name is to destroy.

William Shakespeare

Durante la Primera Guerra Mundial, en Francia, Edith Newbold Jones tomó una motocicleta y en ella recorrió el frente de batalla. La sola imagen me estremece de placer, terror y admiración. Su experiencia quedó plasmada en una serie de artículos que conforman Fighting France: From Dunkerque to Belfort (1915). ¿Qué hacía en la guerra una aristócrata estadunidense nacida en el seno de una familia rica de Nueva York el 24 de enero de 1862?

“La vida es siempre una cuerda floja o una cama de plumas. Dame la cuerda floja”, escribió, y prácticamente se apegó, al pie de la letra, a ese precepto. Tuvo el privilegio de recibir una magnífica educación privada. Aunque su padre no era amante de la lectura, tenía, sin embargo, una gran biblioteca porque tenerla era algo que se esperaba de una familia de alta sociedad. Ahí Edith comenzó a nutrirse con lecturas desde pequeña. Su madre le hizo prometer que no leería ninguna novela sino hasta después de casarse, petición que ella acató. Antes de cumplir los cinco años ya había hecho su primer viaje a Europa con sus padres. Su deslumbramiento por el arte, la cultura y la arquitectura europeos la acompañó toda la vida. Además de novelista, ensayista y cuentista, fue también una importante diseñadora de casas y paisajes.

A los 23 años contrajo matrimonio con Edgar Robbins Wharton –amigo de su hermano–, un hombre 12 años mayor que ella. El enlace duró hasta 1913 cuando las infidelidades de él –quien además le robó gran parte de su fortuna, entre otras cosas, para comprarle una casa a su amante– fueron demasiado para Edith, por lo que pidió el divorcio, pero conservó el apellido Wharton. La experiencia la afectó profundamente y la llevó a permanecer un tiempo en una casa de reposo. Allí tomó la determinación de pasar la mitad del año –todos los años– en Europa. Cruzó el Atlántico unas 60 veces en una época en que el viaje de ida duraba por lo menos 15 días. En 1917 optó por vivir de manera permanente en un París habitado por aristócratas, escritores y artistas de todo el mundo.

Amiga de Henry James, por él Edith conoció al corresponsal extranjero para The Times, William Morton Fullerton, con quien sostuvo un apasionado y desastroso romance. Terminó porque él la engañaba con otro hombre: era bisexual. También lo era ella: sostuvo una relación con la cantante de ópera Camilla Chabert y con la poetisa estadunidense Mercedes Acosta, célebre por sus amoríos con Isadora Duncan, Pola Negri, Greta Garbo y Marlene Dietrich, entre una impresionante lista de mujeres que también incluye a Amy Lowell.

Por fortuna, Edith tenía su carrera literaria, que había iniciado a fines del siglo xix cuando comenzó a escribir libros de viajes, relatos y magníficos cuentos de fantasmas. Cuando se estableció en París, ya era una autora reconocida, muy cercana a Scott Fitzgerald, Jean Cocteau, Ernest Hemingway e incluso al presidente Roosevelt. En su primera gran novela, The House of Mirth (La casa de la alegría, 1905), Wharton ironizó a la aristocracia financiera de Nueva York que ella conocía tan bien.

Gracias a sus contactos –tanto en Estados Unidos como en Europa–consiguió un permiso para viajar al frente en la Primera Guerra Mundial. En ese periodo trabajó de manera intensa ayudando a los refugiados, a los enfermos, a las mujeres sin empleo, y fundó los American Hostels for Refugees, por lo que recibió en Francia la Legión de Honor. Su libro de 1916 The Book of the Homeless retrata su deslumbramiento por la vida en Montmatre y Montparnasse. Después de la guerra y con espíritu renovado, escribió seis novelas entre 1919 y 1929. The Age of Innocence (La edad de la inocencia, 1920), sobre un tema que Wharton dominaba –la claustrofobia de estar atrapado entre los sentimientos y las convenciones sociales–, la hizo ganar el prestigioso Premio Pulitzer en 1921. Fue la primera mujer en recibirlo. La Warner Brothers hizo una versión muda de la novela en los años veinte y en 1993 Martin Scorcese, un largometraje que alcanzó gran éxito.

En 1923 Edith Wharton fue nombrada doctor honoris causa por la Universidad de Yale. También en este rubro fue la primera mujer en recibir esa mención. Murió el 11 de agosto de 1937 en la Ile-de-France y yace enterrada en el cementerio de Gonard en Versalles. Según cuenta la periodista Laura Falcoff en una nota publicada en El País Semanal en octubre de 2009, la obra de Wharton se recopiló en 32 volúmenes y empezaba a caer en el olvido. Poco después de su muerte el crítico Edmund Wilson dijo: “Hagamos justicia a Edith Wharton”, y desde entonces la subestimación dejó paso a una creciente admiración. Hay una placa en Francia en la cual se indica que fue la primera escritora estadunidense en expatriarse por amor a ese país y a su literatura.

Dolor y alegría

Marcel Proust, el ensayo que aquí se traduce, pertenece al libro The Writing of Fiction (1925), un volumen en el que Wharton vierte todos sus conocimientos sobre el arte de escribir y las desgracias que acontecen cuando no se domina el oficio. Los cuatro primeros capítulos abor-dan el tema de la escritura en general, el cuento, la construcción de la novela, así como sus personajes y situaciones. A lo largo de todo el camino, con impecable ojo crítico, vemos a una Edith Wharton que es, sobre todo, una extraordinaria lectora. Cada línea está saturada con las lecciones aprendidas mediante la atenta lectura de grandes autores, pero también entabla una lucha frontal contra los críticos y los aspirantes que escriben a la ligera, con descuido.

Wharton señala a Balzac y Stendhal como responsables de aportar un gran cambio a la novela en la manera de ver a cada personaje, “antes que nada, como un producto de condiciones materiales y sociales particulares”. Pone especial énfasis en lo importante que es seleccionar el material de entre todos los datos y eventos que se tienen a la mano “para iluminar la experiencia particular que el autor desea enfocar, pues los detalles más remotos del centro de la persona, objeto o situación no tienen propósito alguno en dirigir el desarrollo de la narrativa”.

El drama que impulsa la ficción está en el conflicto que ocurre no sólo entre personajes sino interiormente, “en un drama interno donde luchamos por darle salida a nuestros deseos sin devastar la inmovilidad de nuestras relaciones o la del mundo social más amplio”. Un buen tema, dice Wharton, debe contener algo que “arroje luz sobre nuestra experiencia moral”. No es algo que pueda ni deba apresurarse. La escritura necesita tiempo.

Y para hablar del tiempo Wharton se concentra en À la recherche du temps perdu (En busca del tiempo perdido, novela compuesta de siete partes, publicadas entre 1913 y 1927) de Marcel Proust (1871-1822), cuando aún no se conocía el último volumen de la magna obra. Ella señala los inmensos poderes de Proust pero, con mano de hierro y mirada de halcón, también subraya las grandes debilidades de esta obra maestra de la introspección que tanto influjo ha tenido no sólo en el desarrollo literario, sino en el artístico y también en el filosófico.

En su magnífico libro Ficción y reflexión, el escritor y crítico José Bianco afirma lo que Wharton deja entrever en su texto: “Nadie mejor que Proust ha demostrado el beneficio espiritual del sufrimiento gracias al cual se descubren dentro de sí algunas verdades esenciales que de otro modo se continuarían ignorando”. No en vano Proust llegó a decir que la única utilidad de la dicha era hacer posible la desgracia.

Con Proust, Edith Wharton compartía haber nacido en una familia acomodada. Pero mientras Edith fue una niña que, sospecho, creció en la soledad de sus lecturas, Proust fue un hijo en extremo sobreprotegido por su padre –un médico muy conocido– y su madre, Adrienne, una mujer judía de extraordinaria cultura. Bianco cuenta que Marcel afirmó de joven que lo peor que podía pasarle era “estar lejos de mamá”, la persona de quien dependió hasta en los más ínfimos detalles: desde saber cuándo cortarse el cabello hasta llenar un cheque o elegir un regalo. Sus constantes ataques de asma lo hicieron un niño enfermizo, enemigo de las corrientes de aire, amante del silencio. Hijo y madre se parecían físicamente, y ella reconocía en él la propensión a estar triste. Sus padres no deseaban para él la suerte de Poe, Rimbaud, Verlaine, de ahí que lo consintieran tanto. Amante de la perfección, Marcel padecía épicos ataques de cólera que horrorizaban a todos. Como Wharton, Proust detestaba los convencionalismos.

 
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