Бесплатно

100 Clásicos de la Literatura

Текст
iOSAndroidWindows Phone
Куда отправить ссылку на приложение?
Не закрывайте это окно, пока не введёте код в мобильном устройстве
ПовторитьСсылка отправлена
Отметить прочитанной
Шрифт:Меньше АаБольше Аа

—Tenía un criado… llevaba años a mi servicio. Suizo precisamente —dijo, levantando la vista como si esperara la aprobación del doctor Dohmler como buen patriota—. Y no sé qué absurda idea se le metió en la cabeza con ese criado. Pensaba que la estaba cortejando. Naturalmente, por aquel entonces la creí y tuve que despedir al criado, pero ahora sé que todo eran historias.

—Según ella, ¿qué es lo que había hecho el criado?

—Eso fue lo primero. Los médicos no pudieron sacarle nada. Se limitaba a mirarlos como si ellos tuvieran la obligación de saber lo que había hecho. Pero dio a entender claramente que había tratado de hacer indecencias con ella. De eso no cabía ninguna duda.

—Ya entiendo.

—Naturalmente, he oído hablar de mujeres que se sienten solas y se imaginan que hay un hombre debajo de la cama y cosas por el estilo, pero ¿por qué tenía que ocurrírsele una cosa así a Nicole? Tenía todos los jóvenes que quisiera a su disposición. Estábamos en Lake Forest —un lugar de veraneo cerca de Chicago donde tenemos una casa— y se pasaba el día fuera jugando al golf o al tenis con chicos. Y algunos de ellos bastante chalados por ella además.

Todo el tiempo que Warren le estaba hablando al viejo armazón reseco del doctor Dohmler, parte de La mente de éste se concentraba intermitentemente en una visión de Chicago. Cuando era joven había tenido la oportunidad de ir a Chicago con una beca para enseñar en la universidad, y tal vez de hacerse rico allí y ser propietario de una clínica en lugar de un pequeño accionista como era ahora. Pero cuando se puso a pensar en lo que consideraba sus escasos conocimientos esparcidos por toda aquella extensión, todos aquellos campos de trigo e inmensas praderas, decidió no aceptar la beca. Pero en aquellos días había leído mucho sobre Chicago, sobre las grandes familias feudales de los Armour, los Palmer, los Field, los Crane, los Warren, los Swift y los McCormick entre muchas otras, y en los años subsiguientes le había llegado un número considerable de pacientes de ese estrato social de Chicago y Nueva York.

—Se puso peor —continuó Warren—. Tuvo como tina especie de ataque. Las cosas que decía cada vez tenían menos sentido. Su hermana anotó algunas de ellas.

Le tendió al doctor una hoja de papel muy doblada.

—Casi siempre eran sobre hombres que iban a atacarla, hombres que conocía o que viera por la calle… cualquiera…

Le habló de su alarma y su angustia, de los horrores que tienen que soportar las familias en esas circunstancias, del poco éxito que habían tenido todos los intentos que hicieron en los Estados Unidos y, por último, de la fe en que un cambio de aires resultara beneficioso, lo que le había hecho afrontar el bloqueo marítimo y la presencia de submarinos y llevar a su hija a Suiza.

—En un crucero de los Estados Unidos —precisó con cierta arrogancia—. Con un poco de suerte lo pude arreglar. Y supongo que no necesito añadir —dijo, esbozando una sonrisa de disculpa— que, en lo que atañe al dinero, no se plantea el menor problema.

—Por supuesto que no —asintió el doctor Dohmler secamente.

Se estaba preguntando por qué le estaría mintiendo aquel hombre y qué era lo que trataba de ocultar.

Y si no, ¿a qué se debía aquel aire de falsedad que había impregnado toda la habitación desde que aquel hombre tan atractivo con traje de tweed se había dejado caer en su sillón con elegancia deportiva? Allí afuera, en aquel día de febrero, había un pobre pajarito al que le habían cortado las alas, una verdadera tragedia, mientras que dentro de aquel despacho todo era demasiado endeble, endeble y falso.

—Ahora me gustaría hablar con ella unos minutos —dijo el doctor Dohmler pasando al inglés, como si de esa manera pudiera acercarse más a Warren.

Varios días después, cuando ya Warren había regresado a Lausana y dejado a su hija en la clínica, el doctor y Franz anotaron en la ficha de Nicole lo siguiente:

Diagnostic: schizophrénie. Phase aigüe en décroissance. La peur des hommes est un symptorne de la maladie, et n’est point constitutionnelle. Le pronostic doit rester réservé.

Y se pusieron a esperar, con un interés cada vez mayor a medida que pasaban los días, la segunda visita que les había prometido el señor Warren.

La visita tardaba mucho en producirse. Pasados quince días, le escribió el doctor Dohmler. Como a pesar de eso seguían sin tener noticias suyas, el doctor Dohmler hizo lo que para aquellos días era «una locura»: telefoneó al Gran Hotel de Vevey. El criado del señor Warren le informó de que éste se encontraba en esos momentos haciendo las maletas, pues se disponía a regresar a los Estados Unidos. Pero al recordársele que los cuarenta francos suizos de la conferencia se iban a reflejar en la contabilidad de la clínica, la sangre de guardia de las Tullerías que tenía el criado vino en ayuda del doctor Dohmler, y el señor Warren se puso al teléfono.

—Es absolutamente necesario que venga usted. De ello depende la salud de su hija. Yo no me puedo hacer responsable.

—Pero, doctor, para eso precisamente está usted. ¡Tengo que regresar urgentemente a mi país!

El doctor Dohmler nunca había hablado con nadie que estuviera a esa distancia, pero dio su ultimátum por teléfono con tal firmeza que el norteamericano atormentado que estaba al otro lado del aparato tuvo que ceder. Media hora después de esta segunda visita al lago de Zurich, toda la resistencia de Warren se había venido abajo. Con los hombros perfectos sacudidos por terribles sollozos dentro de la chaqueta de buen corte y los ojos más rojos que el mismo sol reflejándose sobre el lago de Ginebra, les confesó lo inconfesable.

—No sé cómo ocurrió —dijo con voz enronquecida—. No lo sé, no lo sé… Después de morir su madre cuando ella era todavía pequeña, venía todas las mañanas y se metía en mi cama y a veces dormía en mi cama. Me daba mucha pena la pobre niña. Y después, siempre que íbamos a algún sitio en coche o en tren nos teníamos las manos cogidas. Ella me cantaba siempre. Y solíamos decirnos: «Hoy vamos a hacer como si no existiera nadie más en el mundo. Vamos a vivir sólo el uno para el otro. Hoy me perteneces».

Su voz adquirió un tono desesperadamente sarcástico.

—La gente decía: qué padre e hija tan perfectos. Hasta con lágrimas en los ojos. En realidad, éramos como amantes. Y un día, sin más, nos convertimos en amantes de verdad. Y diez minutos después de que ocurriera me hubiera pegado un tiro. Sólo que debo ser tan degenerado que no tuve valor para hacerlo.

— ¿Y qué pasó luego? —dijo el doctor Dohmler, que se había puesto otra vez a pensar en Chicago y en un caballero pálido de modales suaves que treinta años atrás, en Zurich, le había examinado a través de sus quevedos—. ¿Siguió la cosa?

— ¡Oh no! Ella casi… pareció enfriarse enseguida. Lo único que decía era: «No te preocupes, no te preocupes, papi. No importa. No te preocupes».

— ¿Y no tuvo consecuencias?

—No.

Soltó un sollozo convulsivo y se sonó varias veces.

—Pero las ha tenido ahora. ¡Y qué consecuencias! Una vez terminado el relato, el doctor Dohmler se arrellanó en su sillón de burgués satisfecho y dijo para sí con encono: «¡Patán!». Era uno de los pocos juicios absolutos de carácter profano que se había permitido en veinte años. Luego dijo:

—Me gustaría que se fuera a algún hotel de Zurich a pasar la noche y luego viniera a verme por la mañana. — ¿Y después de eso?

El doctor Dohmler abrió las manos lo suficiente como para dar cabida a un lechón.

—Chicago —sugirió.

IV

—Así que por fin sabíamos qué terreno pisábamos —dijo Franz—. Dohmler le dijo a Warren que nos haríamos cargo del caso si estaba de acuerdo en no tener ningún contacto con su hija por tiempo indefinido. Un mínimo absoluto de cinco años. Una vez repuesto de su crisis, lo que más parecía preocuparle a Warren era que la historia pudiera llegar a saberse en los Estados Unidos. Trazamos un programa para la chica y nos pusimos a esperar. Los pronósticos eran poco esperanzadores. Como sabes, el porcentaje de curaciones a esa edad es bajo, incluso de curaciones que sólo permiten reintegrar al paciente a la sociedad.

—Sí, esas primeras cartas tenían mal aspecto —reconoció Dick.

—Muy malo. Muy típico. Dudé mucho antes de dejar que la primera de ellas saliera de la clínica. Luego pensé: será bueno para Dick saber que seguimos aquí. Fue muy generoso por tu parte contestar a esas cartas.

Dick suspiró.

— ¡Era tan bonita! Y con las cartas me enviaba muchas fotos suyas. Por otra parte, no tuve nada que hacer allí durante un mes. Lo único que decía en mis cartas era: «Pórtese bien y haga lo que le dicen los médicos».

—Y con eso bastaba. Así tenía alguien de fuera en quien pensar. Durante un tiempo no tuvo a nadie, salvo una hermana con la que no parece tener una relación muy íntima. Además, leer sus cartas nos sirvió de mucho. Eran un fiel reflejo del estado en que se encontraba en cada momento.

—Me alegro.

— ¿Comprendes ya lo que pasó? Se sintió cómplice tuya. Es algo que no parece pertinente al caso, pero ten en cuenta que nuestro objetivo es que recupere su equilibrio interno y la fuerza de su carácter. Primero tuvo aquel trauma. Luego estuvo en el internado y oía hablar a las otras chicas. Así que simplemente para protegerse se convenció a sí misma de que no había tenido la menor complicidad en el asunto, y de ahí fue fácil pasar a un mundo de fantasmas en el que todos los hombres eran unos malvados, y cuanto más los querías y confiabas en ellos, más malvados.

— ¿Llegó ella a hablar alguna vez directamente de… de aquel horror?

—No, y a decir verdad, esto nos planteó un problema cuando parecía que empezaba a estar normal, hacia octubre más o menos. A una mujer de treinta años se la puede dejar que ella misma se vaya readaptando, pero con alguien tan joven como Nicole teníamos miedo de que se endureciera y guardara para siempre dentro de ella todo aquello. Por tanto, el doctor Dohmler le dijo con toda franqueza: «Ahora se debe usted a sí misma. Esto no significa en absoluto el fin de nada. Al contrario, su vida no ha hecho más que empezar» y etcétera, etcétera. En realidad, tiene una mente muy despierta. Le dio algunas cosas de Freud para que las fuera leyendo y se mostró muy interesada. Es un poco la niña mimada de todos aquí en la clínica. Pero sigue más bien a la defensiva.

 

Pareció dudar.

—Nos hemos preguntado si en las últimas cartas que te escribió, que ella misma echó al correo en Zurich, te decía algo que nos pudiera aclarar cuál es su estado de ánimo actual y si tiene algún plan para el futuro.

Dick se puso a pensar.

—Pues no sé qué decirte. Te puedo traer las cartas si quieres. Parece tener esperanzas y unas ganas de vivir normales; parece incluso algo romántica. A veces habla del «pasado» como podría hablar alguien que hubiera estado en la cárcel. Pero nunca se sabe en estos casos si la persona en cuestión se refiere al delito que cometió o a la prisión o a la totalidad de la experiencia. Ten en cuenta que yo para ella no soy más que una especie de muñeco.

—Por supuesto. Entiendo perfectamente tu posición y te expreso una vez más nuestro agradecimiento. Por eso quería verte antes de que la vieras a ella.

Dick se rio.

— ¿Es que crees que va a abalanzarse sobre mí en cuanto me vea?

—No, no es eso. Pero sí te pido que seas prudente. Las mujeres te encuentran muy atractivo, Dick.

— ¡Dios me asista entonces! Tendré que ser no sólo prudente sino también repulsivo. Masticaré un ajo cada vez que vaya a verla y llevaré siempre barba de varios días. La obligaré a protegerse contra mí.

— ¡Nada de ajos! —dijo Franz, creyendo que hablaba en serio—. No hay necesidad de que comprometas tu carrera. Pero creo que no hablas en serio del todo.

—Y también podría cojear un poco. Y en todo caso, donde vivo ahora no hay una bañera de verdad.

—Estás bromeando —dijo Franz, relajándose, o más bien haciendo como que se relajaba—. Pero háblame de ti ahora. ¿Cuáles son tus planes?

—Sólo tengo uno, Franz: convertirme en un buen psiquiatra, tal vez en el mejor que haya existido nunca.

Franz rio de buena gana, pero se dio cuenta de que esta vez Dick no bromeaba.

—Me parece muy bien. Típicamente americano —dijo—. A nosotros no nos resulta tan fácil.

Se levantó y fue hasta la puerta-ventana.

—Desde aquí puedo ver todo Zurich. Allí está la torre de la Gross-Münster; mi abuelo está enterrado en su cripta. Al otro lado del puente yace mi antepasado Lavater, que se negó a ser enterrado en una iglesia. Cerca de allí está la estatua de otro de mis antepasados, Heinrich Pestalozzi, y la del doctor Alfred Escher. Y por encima de todo siempre está Zuinglio. Estoy enfrentado continuamente a un panteón de héroes.

—Sí, claro —dijo Dick, poniéndose en pie—. Sólo me estaba dando bombo. Todo vuelve a empezar ahora. Casi todos los americanos que viven en Francia están ansiosos por volver a América, pero yo no. Sólo por asistir a las clases en la universidad me siguen dando la paga militar todo lo que queda de año. ¿Qué te parece? ¿A que ése es un gobierno por todo lo alto que sabe quiénes van a ser los grandes hombres del país? Cuando terminen las clases me iré a América por un mes para ver a mi padre. Y luego volveré aquí. Me han ofrecido un trabajo.

— ¿Dónde?

—Vuestros rivales. La clínica Gisler en Interlacken.

—No se te ocurra aceptarlo —le aconsejó Franz—. Han llegado a tener hasta doce médicos jóvenes en un año.

Gisler es un maniaco-depresivo y la clínica la llevan su mujer y el amante de ésta. Por supuesto, todo esto que te digo es de carácter confidencial.

— ¿Y qué hay de aquel viejo proyecto tuyo en América? —preguntó Dick con aire jovial—. ¿Recuerdas? Íbamos a ir a Nueva York a abrir una clínica supermoderna para multimillonarios.

—Aquello era palabrería de estudiantes.

Dick cenó con Franz, su esposa y un perrito que olía a goma quemada en el chalé que tenían en las inmediaciones de la clínica. Sentía una vaga opresión, que no se debía al ambiente de estrechez económica, ni a la señora Gregorovius, que era exactamente como se la había imaginado, sino al hecho de que los horizontes de Franz fueran de pronto tan limitados y pareciera totalmente resignado a ello. Para Dick, los límites del ascetismo estaban marcados de forma distinta. Podía ser un medio de llegar a una meta fijada de antemano, o incluso un elemento inseparable de la gloria que se alcanzaría gracias a él. Pero lo que no entendía era cómo se podía reducir deliberadamente la vida a las dimensiones de un traje heredado. En la actitud doméstica de Franz y su esposa, en sus gestos carentes de gracia mientras se movían por aquel confinado espacio no había el menor espíritu de aventura. Los meses de posguerra pasados en Francia, junto con los generosos ajustes de cuentas que estaban teniendo lugar bajo la égida de la magnificencia norteamericana, habían afectado a la visión que tenía Dick de las cosas. Además, todo el mundo, hombres y mujeres, le alababa mucho, y tal vez lo que le había hecho regresar al centro de los grandes relojes suizos fuera la intuición de que aquello no era nada bueno para un hombre que quería ser serio.

Se las arregló para hacer que Kaethe Gregorovius se sintiera como si realmente fuera una persona encantadora, pese a que el olor a coliflor que impregnaba todo le estaba poniendo cada vez más nervioso, pero al mismo tiempo no se perdonó aquel amago de superficialidad cuyo objeto no terminaba de entender.

«¿Soy a pesar de todo como los demás?», era una pregunta que solía hacerse cuando de pronto se despertaba por las noches. «¿Soy como el resto de la gente?».

Éstas, sin duda, no eran reflexiones dignas de un socialista, pero perfectamente dignas de aquellos que realizan tina parte importante del más excepcional de los trabajos. La verdad era que desde hacía varios meses estaba tratando de hacer esa partición de las cosas de juventud que sirve para decidir si hay que sacrificarse o no por algo en lo que ya no se cree. En las horas inertes de la madrugada, en. Zurich, mientras contemplaba la cocina de alguna casa desconocida apenas iluminada por el reflejo de un farol, siempre pensaba que quería ser bueno, amable, valiente y prudente, pero ser todas esas cosas era bastante difícil. También quería que alguien le quisiera, si encontraba lugar para ello.

V

Habían abierto las puertas-ventanas y la terraza del edificio principal estaba toda iluminada, salvo en un punto en que las negras sombras de paredes livianas y las sombras de fantasía de unas sillas de hierro parecían deslizarse hasta un macizo de gladiolos. Entre las figuras que se movían de una habitación a otra, Dick sólo distinguió fugazmente al principio la de la señorita Warren, pero se precisó claramente en cuanto ella le vio; al cruzar el umbral, su rostro captó la última luz de la sala y la llevó consigo a la terraza. Parecía seguir un ritmo al andar. Durante toda esa semana había tenido los oídos llenos de canciones, canciones de verano que evocaban cielos ardientes y sombras montaraces, y al llegar él, la música aquélla había vuelto a entrar en sus oídos con tal insistencia que podía haberse puesto a cantar.

— ¿Cómo está, capitán? —dijo, separando sus ojos de los de él con dificultad, como si se hubieran enredado—. ¿Quiere que nos sentemos aquí?

Permaneció inmóvil; sólo sus ojos se movieron un instante.

—Estamos ya en verano prácticamente.

La había seguido una mujer a la terraza; era regordeta y llevaba un chal. Nicole se la presentó a Dick:

—La señora…

Franz se marchó, poniendo una disculpa, y Dick colocó tres sillas juntas.

—Qué noche tan deliciosa —dijo la señora.

—Muy hermosa —corroboró Nicole; luego se volvió a Dick—: ¿Va a estar mucho tiempo?

— ¿Quiere decir en Zurich? Sí, voy a estar mucho tiempo.

—En realidad, ésta es la primera noche de primavera auténtica —observó la señora.

— ¿Se va a quedar?

—Por lo menos hasta julio.

—Yo me iré en junio.

—Junio es un mes delicioso aquí —comentó la señora—. Debería quedarse todo junio y marcharse en julio, que es cuando hace realmente demasiado calor.

— ¿Y adónde va? —le preguntó Dick a Nicole.

—No sé, con mi hermana. Espero que a un lugar que sea realmente divertido, porque he perdido tanto tiempo… Pero a lo mejor piensan que debería ir primero a un sitio tranquilo, a Como, por ejemplo. ¿Por qué no se viene a Como?

—Ah, Como… —empezó a decir la señora.

Dentro del edificio un trío comenzó a tocar La caballería ligera de Suppe. Nicole aprovechó para levantarse y la impresión que le producía a Dick su juventud y su belleza fue creciendo dentro de él hasta convertirse en una emoción insostenible. Ella sonrió, con una conmovedora sonrisa infantil que era como toda la juventud perdida del mundo.

—Con esa música tan fuerte es imposible hablar. ¿Qué le parece si damos un paseo? Buenas noches, señora.

—Buenas noches, buenas noches.

Bajaron dos escalones hasta el camino y enseguida se vieron envueltos en la oscuridad. Nicole se agarró del brazo de Dick.

—Tengo unos cuantos discos de gramófono que me ha mandado mi hermana de América —dijo—. La próxima vez que venga se los pondré. Sé de un sitio donde se puede escuchar el gramófono sin que nadie se entere.

—Estupendo.

— ¿Conoce Indostán? —preguntó, con un dejo de melancolía—. No la había oído nunca, pero me gusta. Y también tengo ¿Por qué las llaman nena?, y Me alegro de hacerte llorar. Me imagino que habrá bailado al son de todas esas canciones en París.

—Nunca he estado en París.

Su vestido color crema, que mientras caminaban se volvía alternativamente azul o gris, y su pelo rubísimo tenían a Dick encandilado. Cada vez que se volvía a mirarla, la veía esbozar una sonrisa, y cuando les alcanzaba la luz de alguno de los focos que había al borde del camino, su rostro se iluminaba como el de un ángel. Ella le dio las gracias por todo, como si la hubiera llevado a alguna fiesta, y a medida que Dick se sentía menos seguro de la relación que tenía con ella, ella se sentía más segura de sí misma. La animación que la desbordaba parecía reflejar toda la animación que había en el mundo.

—Ahora me dejan hacer lo que quiero —dijo.

Le voy a poner dos canciones muy buenas: Espera hasta que vuelvan las vacas y Adiós, Alexander.

La vez siguiente, una semana después, Dick llegó con retraso y Nicole le estaba esperando en un punto del camino por el que tenía que pasar al volver de casa de Franz. Llevaba el pelo peinado hacia atrás por detrás de las orejas y le caía sobre los hombros de tal manera que parecía que la cara acabara de salir de él, como si fuera aquél el momento exacto en que surgiera de un bosque y entrara en un claro de luna. Parecía surgir de la nada, y Dick deseó que no tuviera un pasado, que fuera simplemente una muchacha perdida sin más señas que la noche de donde había salido. Fueron al escondrijo en donde había dejado el gramófono, torcieron a la altura del taller, treparon por una roca y se sentaron tras un muro bajo en la noche inmensa que avanzaba.

Ya estaban en América. Ni siquiera Franz, que estaba convencido de que Dick era un donjuán irresistible, se podía haber imaginado que iban a llegar tan lejos. Lo sentían tanto, cariño. Los dos fueron a la cita en un taxi, cielo. Los dos tenían sus preferencias en materia de sonrisas y se conocieron en el Indostán, y debieron pelearse poco después, porque nadie lo sabía y a nadie parecía importarle. Pero finalmente uno de ellos se fue y dejó al otro llorando, tan triste y tan solo.

Aquellas canciones insustanciales, en las que se enlazaban el tiempo ya perdido y las esperanzas futuras, giraban y giraban en la noche de Valais. En los momentos en que el gramófono dejaba de sonar, un grillo dominaba el ambiente con una sola nota. De vez en cuando Nicole paraba el aparato y le cantaba a Dick:

Si pones un dólar de plata en el suelo verás cómo rueda porque es muy redondo.

De la impecable separación de sus labios no parecía salir aliento alguno. De pronto Dick se puso en pie.

 

— ¿Qué pasa? ¿Es que no le gusta?

—Claro que me gusta.

—La cocinera que tenemos en casa me enseñó ésta:

Una mujer nunca sabe,

lo bueno que es su marido,

hasta que ya lo ha perdido.

— ¿Le gusta?

Le sonrió, asegurándose de que la sonrisa recogía todo lo que había en su interior y se lo ofrecía a él; le prometía lo más profundo que había en ella a cambio de bien poco: el latido de una respuesta, la tranquilidad de notar en él una reacción con la que se sintiera halagada. Por momentos iba penetrando en ella toda la dulzura de los sauces, toda la dulzura del oscuro mundo.

Nicole se puso en pie también y, al tropezar con el gramófono, fue a dar contra Dick, se apoyó un instante en su hombro redondeado.

—Tengo otro disco más —dijo—. ¿Ha oído Hasta luego, Letty? Supongo que sí.

—Pero en serio, aunque no me quiera creer: no he oído absolutamente nada.

Ni conocido, ni olido, ni probado, podría haber añadido; sólo muchachas de mejillas ardientes en cuartos secretos donde hacía un calor sofocante. Las chicas que había conocido en New Haven en 1914 besaban a los hombres diciendo «Pero ¿qué haces?», y poniéndoles las manos en el pecho para apartarlos. Y ahora tenía allí a aquella niña extraviada, apenas salvada del naufragio, que le ofrecía la esencia de todo un continente…

VI

La siguiente vez que la vio fue ya en mayo. El almuerzo en Zurich le hizo comprender que tenía que ser prudente. Era evidente que la lógica de su propia vida tendía a apartarle de la muchacha; y sin embargo, cuando un desconocido que estaba en una mesa cercana la miró descaradamente, con unos ojos que brillaban de manera perturbadora, como una luz no localizada, se volvió hacia él con expresión amenazante —o más bien una versión civilizada de ésta— e hizo que dejara de mirarla.

—Era un mirón —exclamó divertido—. Sólo estaba mirando su vestido. ¿Cómo es que tiene tanta ropa?

—Mi hermana dice que somos muy ricos —explicó humildemente— desde que murió la abuela.

—Está bien, la perdono.

Tenía los suficientes años más que Nicole como para que le hicieran gracia sus destellos de vanidad y pequeños placeres juveniles, como, por ejemplo, el esbozo de pausa que hizo ante el espejo del vestíbulo al salir del restaurante para que el incorruptible azogue le devolviera su propia imagen. Disfrutaba viéndola mover las manos como si alcanzara a tocar nuevas octavas ahora que se sentiría hermosa y rica. Trató sinceramente de que no se obsesionara con la idea de que su cambio se lo debía a él y se alegraba de que cada vez se sintiera más feliz y segura de sí misma sin su ayuda. El problema era que Nicole terminaba por ponerlo todo a sus pies, le entregaba la ambrosía del sacrificio, el mirto del culto.

En la primera semana del verano Dick estaba instalado de nuevo en Zurich. Había ordenado sus ensayos y los nuevos trabajos que había escrito mientras estaba en el ejército, de forma que le sirvieran de base para su revisión de Psicología para psiquiatras. Creía haber encontrado editor y se había puesto en contacto con un estudiante pobre que le iba a corregir los errores que tuviera en alemán. Franz opinaba que era un trabajo demasiado apresurado, pero Dick, para convencerle, le hizo ver que el tema tenía pocas pretensiones.

—Es una materia que nunca voy a dominar como ahora —insistió—. Y tengo el presentimiento de que si no es fundamental es simplemente porque le ha faltado reconocimiento material. El fallo de esta profesión es que atrae a gente un poco tarada, más bien débil. Una vez dentro de la profesión tratan de suplir esas deficiencias concentrándose en el aspecto clínico, «práctico», del trabajo y así consiguen ganar la batalla sin la menor lucha. Tú, Franz, por el contrario, eres un buen profesional porque el destino te eligió para esta profesión antes incluso de que hubieras nacido. Deberías dar gracias a Dios por no haberte sentido «llamado» a ella. ¿Sabes por qué decidí yo hacerme psiquiatra? Pues porque había una chica en St. Hilda, en Oxford, que iba a esas mismas clases. Tal vez esté diciendo banalidades, pero no quiero que se me ahoguen las ideas que tengo ahora en un montón de vasos de cerveza.

—Está bien —respondió Franz—. Tú eres americano y puedes hacer eso sin perjuicio para tu carrera. A mí no me gustan todas esas generalidades. Pronto te voy a ver escribiendo fascículos con títulos como «Pensamientos profundos para el hombre de la calle», de tal simplificación que se puede garantizar absolutamente que no hacen pensar a nadie. Si mi padre viviera, Dick, te miraría y soltaría un gruñido. Luego cogería su servilleta y la doblaría así y la metería en el servilletero, este mismo que ves.

Franz levantó el servilletero para enseñárselo: tenía una cabeza de jabalí esculpida en la madera oscura.

—Y te diría: «Bueno, mi impresión es…» y luego volvería a mirarte y de pronto pensaría: «¡Para qué me voy a molestar!», y se callaría lo que iba a decirte, volvería a gruñir y la cena habría terminado.

—Hoy estoy solo —dijo Dick, irritado—, pero quizá mañana no lo esté. Entonces doblaré la servilleta como tu padre y gruñiré.

Franz aguardó un momento.

— ¿Y qué hay de nuestra paciente? —preguntó.

—No sé.

—Bueno, creo que deberías saber algo de ella a estas alturas.

—Me agrada. Es atractiva. ¿Qué quieres, que la lleve a coger edelweiss?

—No. Pensé que, puesto que te interesan los libros científicos, podías tener alguna idea.

— ¿Que dedique mi vida a ella?

Franz llamó a su mujer, que estaba en la cocina:

—Du lieber Gott! Bitte, bringe Dick noch ein Glass-Bier.

—No debo seguir bebiendo si he de ir a ver a Dohmler.

—Hemos pensado que lo mejor sería hacerse un plan.

Han pasado ya cuatro semanas y parece que la chica está enamorada de ti. En circunstancias normales, eso no sería asunto nuestro, pero mientras ella esté en la clínica sí que nos atañe. Dick asintió.

—Haré lo que diga el doctor Dohmler.

Pero tenía poca fe en que Dohmler fuera a arrojar mucha luz sobre el asunto. Él mismo era el elemento incalculable de la situación, en la que se había visto envuelto sin que tuviera conciencia de haberlo querido. Le recordaba una ocasión en su infancia en que todos los de la casa andaban buscando la llave del armario en que se guardaba la vajilla de plata y él sabía que la había escondido debajo de los pañuelos en el primer cajón de la cómoda de su madre. En aquella ocasión había experimentado una indiferencia filosófica, y esa misma sensación tenía ahora al dirigirse con Franz al despacho del profesor Dohmler.

El profesor, con su bello rostro enmarcado por patillas rectas, como la terraza de una espléndida mansión cubierta de parras, le desarmó. Dick conocía a algunas personas que tenían más talento, pero a nadie de una categoría cualitativamente superior a la de Dohmler. (Seis meses más tarde volvió a pensar lo mismo al ver a Dohmler muerto, pero entonces ya no había luz en la terraza, las parras de sus patillas rozaban su cuello duro y las innumerables batallas que habían presenciado aquellos ojos como hendiduras habían quedado silenciadas para siempre bajo los párpados frágiles y delicados).

—Buenos días, señor profesor.

Permaneció en posición de firme, como si se encontrara de nuevo en el cuartel.

El profesor Dohmler entrelazó los dedos en un gesto reposado. Franz se puso a hablar en parte como oficial de enlace y en parte como secretario, hasta que su superior le interrumpió a mitad de una frase.

—Nosotros hemos andado parte del camino —dijo con dulzura—. Para seguir necesitamos su ayuda, doctor Diver. Dick se sintió indefenso.

—Es que yo no veo las cosas tan ciarás —confesó.

Купите 3 книги одновременно и выберите четвёртую в подарок!

Чтобы воспользоваться акцией, добавьте нужные книги в корзину. Сделать это можно на странице каждой книги, либо в общем списке:

  1. Нажмите на многоточие
    рядом с книгой
  2. Выберите пункт
    «Добавить в корзину»