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100 Clásicos de la Literatura

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Eran las once cuando regresaron, saciadas de diversión, pero anticipando el aún mayor placer de conversar sobre lo pasado. Todos parecían dormir y la casa estaba oscura y silenciosa. Ana y Diana entraron de puntillas a la sala, una habitación larga y angosta que daba al cuarto de huéspedes. Estaba agradablemente caldeada y apenas iluminada por las chispas del fuego del hogar.

—Desnudémonos aquí —dijo Diana—; está tan templado y es tan lindo…

—¿No ha sido una noche maravillosa? —suspiró Ana—. Debe ser maravilloso subir al escenario y recitar. ¿Crees que alguna vez nos pedirán que lo hagamos, Diana?

—Por supuesto, algún día. Siempre quieren que reciten los alumnos más grandes. Gilbert Blythe lo hace a menudo y es sólo dos años mayor que nosotras. Oh, Ana, ¿cómo pretendías no escucharle? Cuando llegó a la frase

Otra ha, no una hermana

te miró directamente.

—Diana —dijo Ana con dignidad—, eres mi amiga del alma, pero ni aun a ti puedo permitirte que me hables de esa persona. ¿Estás lista para acostarte? Echemos una carrera hasta la cama.

La sugerencia atrajo a Diana. Las dos pequeñas y blancas figuras cruzaron corriendo la habitación, pasaron la puerta del cuarto de huéspedes y se lanzaron sobre el lecho al mismo tiempo. Y entonces algo se movió debajo de ellas, se oyó un sonido entrecortado y un grito, y alguien dijo con apagado acento:

—¡Dios misericordioso!

Ana y Diana nunca pudieron explicarse cómo saltaron del lecho y salieron del cuarto. Sólo sabían que después de una frenética carrera se hallaron subiendo la escalera de puntillas, muertas de frío.

—¡Oh! ¿Quién era? ¿Qué era eso? —murmuró Ana castañeteando los dientes de frío y miedo.

—Era tía Josephine —dijo Diana ahogándose de risa—. Oh, Ana, era tía Josephine, aunque no sé cómo ha llegado hasta allí. Oh, sé que estará furiosa. Es terrible, realmente terrible, pero ¿has visto alguna vez algo tan gracioso, Ana?

—¿Quién es tu tía Josephine?

—Es tía de papá y vive en Charlottetown. Es horriblemente vieja, debe tener como setenta años, y creo que nunca ha sido joven. Esperábamos su visita, pero no tan pronto. Es muy estirada y decorosa, y protestará hasta cansarse por esto; la conozco bien. Bueno, tendremos que dormir con Minnie May, y no te imaginas cómo patea.

A la mañana siguiente, la señorita Josephine Barry no apareció a la hora del desayuno. La señora Barry sonrió amablemente a las dos niñas.

—¿Habéis pasado bien la noche? Traté de mantenerme despierta para deciros que había llegado tía Josephine y que teníais que dormir arriba, pero estaba tan cansada que me quedé dormida. Espero que no hayáis molestado a tu tía, Diana.

Diana guardó un discreto silencio, pero Ana y ella cambiaron furtivas sonrisas a través de la mesa. Ana regresó a su casa inmediatamente después del desayuno y de esa manera no supo del alboroto que se había armado en casa de los Barry hasta que fue a casa de la señora Lynde a llevar un mensaje de Marilla.

—De modo que Diana y tú casi matáis del susto a la pobre señorita Barry —dijo la señora Lynde severamente, pero guiñando un ojo—. La señora Barry estuvo aquí hace un rato. Realmente está muy preocupada. La vieja señorita Barry estaba de un humor terrible cuando se levantó esta mañana, y el humor de Josephine Barry no es cosa de broma, te lo aseguro. No le dirigirá la palabra a Diana.

—No fue culpa de Diana —dijo Ana, contrita—, sino mía. Yo sugerí que corriéramos para ver quién llegaba primero a la cama.

—Lo sabía —dijo la señora Lynde con la exaltación propia de f quien todo acierta—. Sabía que esa idea era fruto de tu cerebro. Bueno, ha ocasionado gran cantidad de molestias. La señorita f Barry vino a quedarse un mes, pero ha dicho que no quiere permanecer allí ni un día más y emprenderá el regreso mañana, aunque sea domingo. Se hubiera ido hoy de haber encontrado quien la llevara. Había prometido pagar un trimestre de las lecciones de música de Diana, pero ahora está decidida a no hacer nada por una f diablilla como ésa. Oh, supongo que habrán pasado un mal momento esta mañana. Los Barry deben estar afligidísimos. La señorita j Barry es rica y quieren mantenerse en buenas relaciones con ella. Por supuesto, esto no me lo dijo la señora Barry, pero comprendo bastante bien la naturaleza humana como para darme cuenta.

—Soy una niña muy desgraciada —gimió Ana—. Soy una continua causa de problemas y también se los causo a mis mejores amigos, gentes por las que daría la vida. ¿Podría decirme el porqué, señora Lynde?

—Porque eres demasiado descuidada e impulsiva, chica, eso J es. Nunca te detienes a pensar. Cualquier cosa que se te ocurre la dices o la llevas a cabo sin reflexionar.

—¡Pero si eso es lo mejor! —protestó Ana—. Si algo surge en la mente debe decirse. Si uno se detiene a pensarlo, lo echa a | perder. ¿No ha sentido nunca algo así, señora Lynde?

No, la señora Lynde nunca había sentido algo así. Sacudió la cabeza sensatamente.

—Debes aprender a pensar un poco, Ana, eso es. El proverbio por el cual debes regirte es «Mira antes de saltar»; especialmente dentro de una cama de un cuarto de huéspedes.

La señora Lynde rio divertida por su ligera broma, pero Ana permaneció pensativa. No veía nada gracioso en una situación que a sus ojos se presentaba muy seria. Cuando dejó a la señora, 1 Lynde, tomó su camino a través de «La Cuesta del Huerto». Encontró a Diana en la puerta de la cocina.

—Tu tía Josephine está muy enojada, ¿no es cierto? —murmuró Ana.

—Sí —respondió Diana algo tiesamente, dirigiendo una aprensiva mirada por encima de su hombro hacia la puerta cerrada de la estancia—. Estaba temblando de rabia, Ana. Oh, cómo rezongaba. Dijo que yo era la niña más mal educada que había visto y que mis padres debían estar muy avergonzados por haberme criado así. Dice que no quiere quedarse. A mí no me importa. Pero a papá y a mamá, sí.

—¿Por qué no les dijiste que fue culpa mía? —preguntó Ana.

—No soy una acusica, ¿no es cierto? —dijo Diana con desdén—. No soy chismosa, Ana Shirley, y además soy tan culpable como tú.

—Bueno, iré a decírselo yo misma —expresó Ana con determinación.

—¡Ana Shirley, no lo harás! ¡Te comerá viva!

—No me asustes más de lo que estoy —imploró Ana—. Preferiría meterme en la boca de un lobo. Pero tengo que hacerlo, Diana. Fue culpa mía y tengo que confesar. Afortunadamente tengo mucha práctica en hacer confesiones.

—Bueno, está en ese cuarto —dijo Diana—. Puedes ir si quieres. Yo no me atrevería, y no creo que consigas nada bueno.

Con este aliento, Ana fue a enfrentar al león en su guarida; es decir, se encaminó resueltamente hacia la estancia y golpeó débilmente. Un cortante «adelante» fue la respuesta.

La señorita Josephine Barry, delgada, peripuesta y rígida, estaba tejiendo furiosamente junto al fuego, con su trenza completamente revuelta y los ojos parpadeándole detrás de sus lentes ribeteados de oro. Se volvió en su silla, esperando ver a Diana, y descubrió una pálida niña cuyos grandes ojos reflejaban una mezcla de desesperado valor y tembloroso terror.

—¿Quién eres tú? —preguntó la señorita Josephine Barry sin ceremonias.

—Soy Ana, la de «Tejas Verdes» —dijo la pequeña y temblorosa visitante, juntando las manos con su gesto característico—, y tengo que confesar, si usted me lo permite.

—¿Confesar qué?

—Que fue culpa mía el que nos tiráramos sobre usted anoche. Yo lo sugerí; a Diana nunca se le hubiera ocurrido una cosa así. Estoy segura. Diana es muy educada, señorita Barry. De manera que vea cuan injusto es culparla a ella.

—¿Ah, sí? De cualquier modo, Diana también saltó. ¡Qué modo de portarse en una casa respetable!

—Sólo lo hicimos por jugar —insistió Ana—. Creo que debe usted perdonarnos, señorita Barry, ahora que nos hemos disculpado. Y de cualquier modo, por favor, disculpe a Diana y permítale tomar sus lecciones de música. Diana tiene el corazón puesto en ellas, señorita Barry, y yo sé muy bien lo que significa poner el corazón en una cosa y no conseguirla. Si debe enfadarse con alguien, que sea conmigo. De pequeña estaba tan acostumbrada a que se enfadaran conmigo, que puedo soportarlo mucho mejor que Diana.

El parpadeo de los ojos de la anciana señorita había sido reemplazado por un guiño de divertido interés. Pero aun dijo severamente:

—Creo que eso del juego no es excusa. Las niñas nunca se entregaban a esos juegos cuando yo era niña. Tú no sabes lo que significa ser despertada de un sueño profundo, después de una larga y ardua jornada, por dos niñas que saltan encima.

—No lo sé, pero puedo imaginármelo —dijo Ana ansiosamente—. Estoy segura de que tiene que haber sido terrible. Pero también lo fue para nosotras. ¿Tiene usted imaginación, señorita Barry? Si la tiene, póngase en nuestro lugar. Nosotras no sabíamos que hubiera alguien en esa cama y usted casi nos hizo morir del susto. Lo que sentimos fue simplemente espantoso. Y tampoco pudimos dormir en el cuarto de huéspedes a pesar de que nos lo habían prometido. Supongo que usted estará acostumbrada a dormir en cuartos de huéspedes. Pero imagínese cómo se sentiría si fuera una pobre huérfana que nunca hubiera tenido ese honor.

Para ese entonces había desaparecido todo disimulo. La señorita Barry se rio con ganas. Un sonido que hizo que Diana, quien aguardaba silenciosa y ansiosamente fuera de la cocina, suspirara aliviada.

—Temo que mi imaginación está algo oxidada; hace tanto tiempo que no la uso… —dijo—. Me atrevería a decir que tu parte de razón es de tanto peso como la mía. Todo depende del cristal con que se mire. Siéntate aquí y háblame de ti.

 

—Temo no poder hacerlo —dijo Ana firmemente—. Me gustaría, porque usted parece una dama muy interesante, y hasta podría ser usted un alma gemela, aunque no tiene mucho aspecto de serlo. Pero es mi deber regresar a casa con la señorita Marilla Cuthbert. La señorita Marilla Cuthbert es una señora muy buena que se ha hecho cargo de mí para educarme. Hace lo que puede, pero es una tarea muy ardua. No debe usted culparla porque yo saltara sobre la cama. Pero antes de irme me gustaría que me dijera si perdonará a Diana y si va a quedarse en Avonlea todo el tiempo que había pensado.

—Pienso que quizá lo haré, si tú vienes a visitarme y a conversar conmigo a menudo —dijo la señorita Barry.

Aquella noche la señorita Barry le dio a Diana una pulsera de plata e informó a los mayores de la casa que había desempacado su baúl.

—He cambiado de idea y me quedo para conocer mejor a esa tal Ana —dijo francamente—. Me divierte. Y a mi edad, una persona que me divierta es una rareza.

El único comentario de Marilla cuando se enteró, fue:

—Lo sospechaba.

La señorita Barry se quedó más de un mes. Era una huésped mucho más agradable que de costumbre, pues Ana la mantenía de buen humor. Llegaron a ser grandes amigas.

Cuando partió, dijo:

—Recuerda, Ana, cuando vayas a la ciudad debes visitarme, y te alojaré en mi mejor cuarto de huéspedes.

—La señorita Barry es un alma gemela, después de todo —confió Ana a Marilla—. No parece serlo al mirarla, pero así es. Uno no puede verlo en seguida como en el caso de Matthew, pero con el tiempo se llega a descubrirlo. Los espíritus gemelos no escasean tanto como yo creía. Es fantástico descubrir todo lo pe hay en el mundo.

CAPÍTULO VEINTE

Una buena imaginación se equivoca

La primavera había llegado una vez más a «Tejas Verdes»: la hermosa, caprichosa y tardía primavera canadiense, cruzando lentamente abril y mayo en una sucesión de días dulces, frescos, con rosados atardeceres y milagros de resurrección y crecimiento. Los arces del Sendero de los Amantes estaban florecidos de rojo y rizados helechos se agolpaban alrededor de la Burbuja de la Dríada. En los eriales, tras la finca de Silas Sloane, crecían las flores de mayo, estrellas blancas y rosas con hojas de color castaño. Todos los colegiales pasaron una dorada tarde juntándolas y regresaron a casa a la luz del claro crepúsculo con los cestos llenos de perfumada carga.

—Compadezco tanto a la gente que vive en hogares donde no hay flores —dijo Ana—. Diana dice que quizá tienen cosas mejores, pero no creo que pueda haber nada superior, ¿no es así, Marilla? Diana dice que si no saben cómo son, no las echarán de menos. Pero yo pienso que eso es lo más triste de todo. Me parece que sería trágico, Marilla, no saber cómo son las flores y no echarlas de menos. ¿Sabe usted qué pienso que son las flores de mayo? Pues las almas de las flores que murieron el verano pasado, y que ése es su cielo. Hoy tuvimos un día espléndido, Marilla. Almorzamos junto a un gran pozo; un lugar muy romántico. Charlie Sloane desafió a Arty Gillis a que saltara, y éste lo hizo para no rehuir el reto. Nadie lo rehuiría en el colegio. Queda muy bien aceptar desafíos. El señor Phillips le dio a Prissy Andrews todas las flores que recogió y le oí decir que eran «flores para una flor». Sé que lo sacó de un libro, pero demuestra que tiene algo de imaginación. También a mí me ofrecieron algunas flores, pero las rechacé enfadada. No le puedo decir el nombre de quién las ofreció, porque he prometido que nunca cruce mis labios. Hicimos guirnaldas de flores y las pusimos en nuestros sombreros, y cuando llegó el momento de regresar, marchamos en procesión por el camino, de dos en dos, con nuestros, ramos y guirnaldas, cantando «Mi hogar en la montaña». Oh, fue tan bonito, Marilla. Todos los parientes del señor Sloane salieron a vernos, y los que se cruzaban con nosotros en el camino se detenían a contemplarnos. Causamos verdadera sensación.

—¡No es de extrañar! ¡Haciendo semejantes disparates! —fue la respuesta de Marilla.

Después de las flores de mayo llegaron las violetas y cubrieron el Valle de las Violetas. Ana lo atravesó camino del colegio con paso reverente y ojos extasiados, como si pisara suelo sagrado.

—Por alguna razón —dijo a Diana—, cuando cruzo por allí, no me importa si Gil… si alguien me supera en clase o no. Pero cuando estoy en el colegio, todo cambia y me preocupo como siempre. Hay un montón de Anas distintas dentro de mí. Algunas veces pienso que ésa es la razón de que yo sea una persona tan cargante. Si fuera siempre una sola Ana, sería mucho más cómodo, pero también muchísimo menos interesante.

Una tarde de junio, cuando los manzanos estaban otra vez en flor, cuando las ranas cantaban en los pantanos de las márgenes del Lago de las Aguas Refulgentes y el aire estaba lleno del perfume de los campos de tréboles y balsámicos bosques de abetos, Ana se hallaba sentada junto a la ventana de su habitación. Había estado estudiando, pero se hizo demasiado oscuro para ver el libro, de manera que cayó en un ensueño, mirando más allá de la Reina de las Nieves, una vez más cubierta de flores.

La pequeña habitación apenas había cambiado. Las paredes estaban tan blancas, el alfiletero tan duro y las sillas tan adornadas como siempre. Y sin embargo, el carácter de la habitación sí había cambiado. Estaba llena de una nueva personalidad, que parecía ocuparla independientemente de los libros, vestidos y lazos de colegiala y hasta del jarrón azul lleno de flores de manzano. Era como si todos los sueños de su ocupante hubieran tomado forma visible, aunque inmaterial, y hubieran tapizado la desnuda habitación con espléndidos y transparentes tejidos de arco iris y luz de luna. De improviso, Marilla entró enérgicamente con algunos delantales escolares de Ana recién planchados. Los colocó en una silla y se sentó con un suspiro. Aquella tarde había padecido uno de sus dolores de cabeza, y aunque el dolor había desaparecido, se sentía débil y «aplastada». Ana la miró con ojos compasivos.

—Le aseguro que desearía tener el dolor de cabeza por usted, Marilla. Lo hubiera llevado alegremente por su causa.

—Creo que hiciste tu parte al dedicarte a trabajar, dejándome en paz —dijo Marilla—. Parece que lo has hecho bastante bien y no cometiste errores como de costumbre. Claro que no era necesario almidonar los pañuelos de Matthew. Y la mayoría de la gente, cuando pone un pastel a calentar en el horno lo saca y se lo come, en lugar de dejarlo que se haga cenizas. Pero, evidentemente, ésa no parece ser tu manera de ser.

Los dolores de cabeza siempre ponían sarcástica a Marilla.

—Oh, lo siento mucho. No he vuelto a pensar en el pastel hasta este momento. Sin embargo, sentí instintivamente que en la mesa del almuerzo faltaba algo. Esta mañana, cuando se fue, estaba firmemente resuelta a no imaginar nada, sino a concentrar mi pensamiento en los hechos. Me conduje bastante bien hasta que metí el pastel, y entonces me acometió una irresistible tentación de imaginar que era una princesa encantada encerrada en una torre, con un caballero que venía a rescatarme montado en un caballo negro. Por eso me olvidé del pastel. No sabía que hubiera almidonado los pañuelos. Todo el tiempo mientras planchaba estuve imaginando un nombre para una isla que hemos descubierto en el arroyo Diana y yo. Es un lugar de lo más arrebatador, Marilla. Hay dos arces en ella y el arroyo la rodea. Por fin pensé que sería espléndido llamarla isla Victoria, porque la encontramos el día del cumpleaños de la reina. Diana y yo somos muy leales a la soberana. Pero siento mucho lo del pastel y los pañuelos. Quería que fuera un día muy bueno porque es un aniversario. ¿Recuerda lo que ocurrió hace un año, Marilla?

—No, no puedo pensar en nada especial.

—Oh, Marilla, fue el día que llegué a «Tejas Verdes». Jamás lo olvidaré. Fue un punto crucial en mi vida. Claro que a usted no le parecerá tan importante. Hace un año que estoy aquí y he sido muy feliz. Desde luego, he tenido mis dificultades. ¿Lamenta usted haberse quedado conmigo, Marilla?

—No, no puedo decir que lo lamente —dijo Marilla, que algunas veces pensaba cómo había podido vivir antes de que Ana llegara a «Tejas Verdes»—; no, no lo lamento. Si has terminado de estudiar, Ana, quisiera que fueras a casa de la señora Barry a pedirle que te prestara el patrón de los delantales.

—Oh, está… está demasiado oscuro.

—¿Demasiado oscuro? Pero si acaba de ponerse el sol. Muchas veces has ido después de anochecido.

—Iré por la mañana temprano —dijo Ana ansiosamente—. Me levantaré al salir el sol y correré allí, Marilla.

—¿Qué te traes entre manos, Ana Shirley? Quiero el patrón para cortarte un nuevo delantal esta noche. Ve de inmediato y pórtate bien.

—Entonces, tendré que ir por el camino —dijo Ana cogiendo su sombrero de mala gana.

—¡Ir por el camino y gastar media hora! ¡Me gustaría saber qué te pasa!

—Marilla, no puedo ir por el Bosque Embrujado —gritó Ana, desesperada.

Marilla la contempló asombrada.

—¡El Bosque Embrujado! ¿Estás loca? ¿Qué es eso?

—Es el bosque de abetos que hay junto al arroyo —dijo Ana con un suspiro.

—Tonterías. No hay bosque embrujado en ninguna parte. ¿Quién te ha dicho esas cosas?

—Nadie —confesó Ana—. Diana y yo hemos imaginado que el bosque estaba embrujado. Todos los nombres de los alrededores son tan… tan vulgares. Hemos pensado eso para nuestra propia diversión. Empezamos en abril. ¡Un bosque embrujado es tan romántico, Marilla! Elegimos el bosque de abetos porque es muy oscuro. Hemos imaginado las cosas más horripilantes. Hay una dama blanca que camina por el arroyo a esta hora de la tarde, que mueve los brazos y da gritos horribles. Aparece cuando está a punto de morir algún familiar. Y el rincón que hay al lado de Idlewild está embrujado por el fantasma de una criatura asesinada; se desliza por detrás y le pone sus helados deditos sobre la mano, así. Oh, Marilla, sólo pensar en ello me hace estremecer. Y hay un hombre sin cabeza que camina por el sendero y también esqueletos que brillan entre las ramas. Oh, Marilla, por nada del mundo iría al Bosque Embrujado. Estoy segura de que saldrían manos de detrás de los árboles y me apresarían.

—Los fantasmas no existen, Ana.

—Sí —gritó ansiosamente la niña—. Sé de gentes que los han visto. Charlie Sloane dice que su abuela vio a su abuelo arrear las vacas una noche, cuando hacía un año que estaba enterrado. Usted sabe que la abuela de Charlie Sloane no es dada a contar cuentos. Es una mujer muy religiosa. Y el padre de la señora Thomas fue perseguido una noche por una oveja de fuego con la cabeza cortada y colgándole de la piel. Dijo que sabía que era el espíritu de su hermano que le prevenía que moriría a los nueve días. No fue así, pero murió a los dos años, de manera que usted ve que fue cierto. Y Ruby Gillis dice…

—Ana Shirley —interrumpió Marilla con firmeza—. No quiero volverte a oír hablar de esas cosas. He tenido mis dudas respecto a esa imaginación tuya; y no voy a aceptar tales cosas. Vas a ir a casa de los Barry, cruzando el bosque, para que te sirva de aviso y lección. Y que nunca vuelva a oírte hablar de bosques embrujados.

Ana lloró y rogó cuanto pudo, pues su terror era real. Su imaginación se había desbocado, convirtiendo al bosquecillo en una trampa mortal después de la caída del sol. Pero Marilla era inconmovible. Acompañó a la temblorosa descubridora de fantasmas hasta el arroyo y le ordenó que cruzara el puente y penetrara en los dominios de las damas aullantes y de los hombres sin cabeza.

—¡Oh, Marilla! ¿Cómo puede ser tan cruel? —sollozó Ana—. ¿Qué sentiría si una cosa blanca se apoderara de mí y me llevara?

—Quiero correr el riesgo —contestó de mala gana Marilla—. Te curaré de imaginar fantasmas. Ahora, ve.

Ana marchó. Es decir, cruzó a tropezones el puente y se internó temblando en el oscuro sendero. Ana jamás olvidó aquel paseo. Se arrepintió amargamente de la licencia que diera a su imaginación. Los trasgos de su fantasía bailaban en cada sombra extendiendo sus manos frías y descarnadas, para coger a la aterrorizada niña que le diera vida. Un trozo blanco de corteza que el viento levantó le hizo detener el corazón. El sonido de dos ramas que se rozaban la hizo sudar. El ruido de los murciélagos sobre su cabeza era como las alas de infernales criaturas. Cuando llegó al campo de William Bell corrió como si la persiguiera un ejército de fantasmas y llegó a la puerta de la cocina de los Barry tan agitada que casi no pudo pedir el patrón de los delantales. Diana no estaba en casa, de manera que no tuvo excusa para quedarse. Había que afrontar el horrible viaje de regreso. Ana lo hizo con los ojos cerrados, prefiriendo el riesgo de romperse la cabeza contra una rama a ver una cosa blanca. Cuando llegó dando tumbos al puente de troncos, lanzó un largo suspiro de alivio.

 

—Bueno, ¿te cogió alguna cosa? —dijo Marilla.

—Oh, Mar… Marilla —tartamudeó Ana—. Me contentaré c-con c-ccosas v-v-ulgares de ahora en a-a-adelante.

CAPÍTULO VEINTIUNO

Un nuevo estilo de condimentar

—Oh Dios, «todo son encuentros y despedidas en este mundo», como dice la señora Lynde —exclamó Ana quejumbrosamente, dejando su pizarra y sus libros sobre la mesa de la cocina en el último día de junio y enjugándose los ojos con un pañuelo empapado—. ¿No ha sido una suerte que llevara un pañuelo de más hoy a la escuela, Marilla? Tenía el presentimiento de que iba a necesitarlo.

—Nunca creí que quisieras tanto al señor Phillips como para necesitar dos pañuelos para enjugar tus lágrimas porque se va —dijo Marilla.

—No creo que llorara porque lo quisiera mucho —reflexionó Ana—; lloré porque los demás también lo hacían. Empezó Ruby Gillis. Ruby siempre ha dicho que odiaba al señor Phillips, pero en cuanto éste se levantó para decir su discurso de despedida, rompió a llorar. Entonces siguieron todas las demás niñas, una tras otra. Yo traté de aguantarme, Marilla. Traté de recordar cuando el señor Phillips me hizo sentar con Gil… con un muchacho, cuando escribió mal mi nombre en la pizarra, cuando decía que yo era la mayor tonta que había visto para la geometría, cómo se reía de mi ortografía y todas las veces que se había mostrado ofensivo y sarcástico; pero por alguna razón no pude contenerme, Marilla, y tuve que llorar como todas. Jane Andrews hacía un mes que repetía lo contenta que iba a estar cuando se fuera el señor Phillips y declaró que no derramaría una sola lágrima. Bueno, se puso peor que todas nosotras y tuvo que pedirle prestado un pañuelo a su hermano (por supuesto, los muchachos no lloraron), ya que ella no había traído más que uno. ¡Oh, Marilla, fue tan desgarrador! El señor Phillips comenzó su discurso de despedida de un modo muy hermoso. «Ha llegado el momento de separarnos»; fue muy conmovedor. Y también él tenía los ojos llenos de lágrimas. Oh, me sentí mortalmente triste y arrepentida por todas las veces que había hablado en clase y hecho caricaturas suyas en mi pizarra y me había burlado de él y de Prissy. Puedo asegurarle que hubiera querido ser una alumna modelo como Minnie Andrews. Ella no tuvo nada de que arrepentirse. Las niñas lloraron durante todo el camino hasta sus casas. Carne Sloane continuó repitiendo «Ha llegado el momento de separarnos», y eso nos hacía empezar de nuevo cada vez que corríamos el peligro de levantar el ánimo. Me sentí mortalmente triste, Marilla. Pero una no puede sentirse sepultada del todo en los abismos de la desesperación teniendo por delante dos meses de vacaciones, ¿no es cierto? Y además, nos encontramos con el nuevo ministro y su esposa, que venían de la estación. A pesar de estar tan triste por la partida del señor Phillips no podía dejar de interesarme un poquito por el nuevo ministro, ¿no le parece? Su esposa es muy bonita. No regiamente hermosa, por supuesto; no podría ser, supongo, que un ministro tuviera una esposa regiamente hermosa, pues podría resultar un mal ejemplo. La señora Lynde dice que la esposa del pastor de Newbridge da mal ejemplo porque viste muy a la moda. La esposa de nuestro nuevo ministro estaba vestida de muselina azul, con encantadoras mangas abullonadas y llevaba un sombrero adornado con rosas. Jane Andrews dice que le parece que las mangas abullonadas son demasiado mundanas para la esposa de un ministro, pero yo no compartí una observación tan poco benevolente porque sé muy bien lo que es suspirar por mangas abullonadas. Además, hace poco tiempo que es la esposa de un pastor, de manera que se le pueden hacer algunas concesiones, ¿no le parece? Van a alojarse con la señora Lynde hasta que esté lista la rectoría.

Si alguna otra razón movió a Marilla a visitar aquella noche a la señora Lynde, además de la de devolver los bastidores que tomara prestados el invierno anterior, fue sin duda una debilidad compartida por la mayoría de los vecinos de Avonlea. La señora Lynde recibió aquella noche infinidad de cosas que había prestado, muchas de las cuales ni soñara en volver a ver. Un nuevo pastor y, más aún, uno casado, era motivo de curiosidad más que suficiente para un pueblo donde lo sensacional era escaso y espaciado en el tiempo.

El anciano señor Bentley, el ministro a quien Ana hallara falto de imaginación, había sido pastor de Avonlea durante dieciocho años. Era viudo cuando llegó y viudo permaneció, a pesar de que la maledicencia le casaba regularmente ora con ésta, ora con ésa o aquélla, durante cada año de su ministerio. En el mes de febrero había renunciado a su cargo, partiendo entre el sentimiento del pueblo, muchos de cuyos componentes sentían un afecto nacido del largo contacto con el anciano ministro, a pesar de su fracaso como orador. Desde entonces, la iglesia de Avonlea había disfrutado de una especie de disipación religiosa, al escuchar los muchos y variados candidatos que vinieron a predicar a prueba domingo tras domingo. Éstos se sostenían o caían ante el juicio de los padres y madres de Israel; pero cierta chiquilla pequeña de cabellos rojos, que se sentaba humildemente en un rincón del banco de los Cuthbert, también tenía sus opiniones respecto a ellos y las discutía ampliamente con Matthew, pues Marilla siempre declinaba por principio discutir lo que dijeran los ministros.

—No me parece que el señor Smith hubiera servido, Matthew —fue el resumen final de Ana—. La señora Lynde dice que su discurso fue pobre; pero creo que su defecto peor era el mismo que el del señor Bentley: no tenía imaginación. Y el señor Terry tenía demasiada; la dejaba remontarse excesivamente, igual que yo en el caso del Bosque Embrujado. Además, la señora Lynde dice que su teología no era muy segura. El señor Gresham era un hombre muy bueno y muy religioso, pero decía demasiados chistes y hacía reír a la gente en la iglesia; era poco digno, y un ministro debe serlo, ¿no le parece, Matthew? Yo pensé que el señor Marshall era decididamente atractivo, pero la señora Lynde dice que no está casado, ni aun comprometido, lo sabe porque hizo investigaciones especiales al respecto, y agrega que no se podría tener un ministro soltero en Avonlea, pues podría casarse con alguien de la congregación y haber trastornos por ello. La señora Lynde es una mujer previsora, ¿no es cierto, Matthew? Me gusta que hayan llamado al señor Alian. Me agradó porque su sermón fue interesante y porque rezaba como si lo sintiera y no simplemente como si lo hiciera por costumbre. La señora Lynde dice que no es perfecto, pero dice también que no podemos esperar un ministro perfecto por setecientos cincuenta dólares al año y que, de todas maneras, su teología es segura, porque le interrogó cuidadosamente en todos los puntos doctrinales. Además, conoce a la familia de su mujer que es muy respetable; todas las mujeres son buenas amas de casa. La señora Lynde dice que una buena doctrina en el hombre y un buen cuidado del hogar en la mujer son una combinación ideal para la familia de un ministro.

El nuevo ministro y su esposa eran una pareja joven, de aspecto feliz, todavía en luna de miel y embargados de hermoso entusiasmo por la tarea de su vida. Avonlea les abrió el corazón desde el comienzo. Viejos y jóvenes apreciaron al franco y alegre joven de altos ideales y a la brillante y gentil dama que asumiera el gobierno de la rectoría. Ana quiso de todo corazón a la señora Alian. Había descubierto otro espíritu gemelo.

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