Los Hermanos Karamázov

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Из серии: Colección Oro
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Era una señora aristocrática, sensible, y de instintos verdaderamente buenos.

Se levantó, y dando algunos pasos hacia el monje, que venía a su encuentro, le dijo con entusiasmo:

—¡Estoy muy conmovida!

La emoción le impidió continuar.

—Comprendo que el pueblo le ame —repuso ella—. Yo también amo al pueblo... ¡Ah, sí! ¡Es muy bueno el sencillo pueblo ruso!

—¿Cómo está su hija? ¿Desea tener otra entrevista conmigo?

—Sí. Con gusto me hubiera quedado aquí, a su puerta, tres días de rodillas, para tener el placer de hablar con usted algunos instantes. Hemos de expresarle nuestra ardiente gratitud. Ha curado usted a mi querida Liza. La ha curado absolutamente, y ¿cómo? Rogando solamente por ella y poniéndole las manos sobre la cabeza. Hemos venido a besar sus manos veneradas, y a manifestarle nuestra gran admiración.

—¡Cómo! ¿Dice que la he curado?

—Por lo menos ha desaparecido la intensa fiebre que la atormentaba.

—¿Desde cuándo?

—Desde el jueves. Hace ya dos días que duerme tranquilamente.

—¿Y las piernas?

—Más fuertes —respondió la dama—. Vea usted sus mejillas cómo empiezan a colorearse de nuevo. Vea la brillantez de sus ojos. Antes lloraba, ahora ríe y está contenta. Hoy probó de sostenerse en pie, y ha estado más de un minuto sin apoyarse en nada. Liza dice que antes de quince días podrá ponerse a bailar. He hecho venir al doctor Herzeuschtube, y cuando la ha visto se ha quedado admirado.

—¿Qué dijo?

—Se encogió de hombros primero, y luego aseguró que no lo comprendía. ¿Y aún dirá usted que nada le debemos? ¡Da las gracias, Liza mía, da las gracias a este santo varón!

El rostro sonriente de Liza cambió de improviso, tornándose grave; se incorporó cuanto pudo, en la butaca, y volviéndose hacia el monje, juntó las manos... Pero luego, no pudiendo contenerse, soltó una carcajada.

—¡Es él! ¡Es él! —exclamó, señalando a Aliosha y mirándole con infantil despecho.

El rostro del jovencito se encendió, y sus ojos centellearon... Luego los cerró.

—¿Cómo está usted, Alekséi Fiódorovich? —dijo la dama, tendiendo al joven su mano enguantada—. Liza tiene algo que decirle.

El monje se volvió, y miró atentamente a Aliosha, mientras este se aproximaba a la jovencita, sonriendo tímidamente.

Liza adoptó un aire importante.

—Katerina Ivánovna le envía, por intermediación mía, esta carta —dijo la niña, dándole un pliego cerrado—, y me dice que le ruegue que vaya usted a verla enseguida.

—¿Que vaya yo a su casa...? ¿Y por qué motivo? —murmuró Aliosha, sorprendido.

—Creo que será a propósito de Dmitri Fiódorovich y... a todos los sucesos ocurridos últimamente —se apresuró a responder la pomiestchika—. Katerina ha tomado una resolución; verdaderamente necesita verle... al menos así lo dice. Irá usted, ¿verdad? El sentimiento cristiano se lo ordena.

—Solo la he visto una vez —replicó Aliosha, sin reponerse de su sorpresa—. Bueno... iré —añadió el joven, después de leer la carta, la cual no contenía sino una calurosa súplica de que no faltase.

—Será una buena acción por parte suya —dijo Liza, animada—. Y yo pensaba que no iría usted... hasta se lo aseguré a mamá, diciéndole que estaba usted demasiado ocupado en la salvación de su alma... ¡Qué bueno es usted! ¡Tengo verdadero placer en manifestarlo!

—¡Liza! —dijo la madre con tono que pretendía ser severo; pero sonriendo enseguida, añadió—: Usted nos olvida demasiado, Alekséi. No viene usted nunca a nuestra casa... Y, sin embargo, he oído más de una vez decir a mi Liza que nunca se sentía tan bien como cuando estaba usted cerca de ella.

Aliosha bajó la vista, se sonrojó de nuevo y sonrió sin saber por qué.

El starets se hallaba distraído, hablando con un monje que venía de otro convento del norte.

Zossima lo bendijo y le invitó a que le visitase en su celda cuando lo tuviese por conveniente.

Se retiró el forastero, y la pomiestchika, dirigiéndose de nuevo a aquel, le preguntó:

—¿Qué clase de enfermedad es la suya, padre? Porque, aparentemente, su salud parece no haber sufrido alteración alguna... Tiene usted el rostro alegre...

—Hoy me siento mejor —respondió Zossima—; pero esta mejoría es pasajera. Conozco mi dolencia, y, si aparento estar alegre, es porque el hombre se siente feliz cuando puede decir: “He cumplido mi deber”. Por lo demás, me satisface su observación, ya que todos los santos se mostraron siempre contentos.

—Dichoso usted, padre, que puede creerse feliz... Pero, ¿existe acaso la felicidad? Escúcheme, señor, ya que tiene la amabilidad de permitirnos que permanezcamos aquí todavía algunos instantes, deje usted que le diga hoy todo lo que no he podido decirle otras veces, todo lo que me oprime desde hace tanto tiempo. ¡Ah, padre! Yo sufro mucho... mucho...

Y juntó las manos con exaltación.

—¿Cuál es su sufrimiento?

—La falta de... de fe.

—¿Falta de fe en Dios?

—¡Oh, no! Semejante duda no ha cruzado jamás por mi cerebro. ¡Mas la vida futura es tan problemática! Nadie puede asegurar nada a ese respecto. Escúcheme bien, padre mío. Es usted el médico de las almas. El pensamiento de la vida de ultratumba me conmueve de un modo extraordinario... Me atormenta, me estremece, me horroriza. Jamás he hablado con nadie de este asunto; mas con usted me atrevo a exponer mis ideas... Todos creen en una vida futura, pero esta creencia, ¿de qué proviene? ¿A qué obedece? Los hombres de ciencia aseguran que la fe nació del miedo que ocasionaba a los primeros seres el espectáculo de los terribles fenómenos de la naturaleza; que la fe no tiene otro origen. ¿Es posible, oh Cielos, que al morir desaparezca todo? ¿Es posible que solo quede de nosotros la ortiga que, como ha dicho no recuerdo qué poeta, crecerá en nuestra tumba? ¡Esto es horroroso! ¿Cómo creer después de oír tales cosas?... Además, padre, hablando sinceramente, debo decir que yo no creí sino cuando era niña, maquinalmente, sin reflexionar. ¿Cómo saber la verdad? Miro en torno a mí y veo que hoy, nadie, nadie se cuida de este grave problema... Y yo, sumida en honda ignorancia, sufro de un modo indecible.

—Cierto, es horrible. No hay medio de probarlo, pero, sin embargo, uno puede convencerse...

—¿Cómo?

—Ame a su prójimo sin poner límites a su amor —prosiguió el monje con santa exaltación—, y a medida que crezca su amor, se convencerá más y más de la existencia de Dios y de la inmortalidad del alma. Y si a su amor añade la abnegación, entonces creerá sin dudar nunca más.

—Escúcheme, padre —dijo la dama—. Yo amo a mis semejantes hasta tal punto, que, a veces, pienso en abandonarlo todo, hasta a mi hija, y hacerme hermana de la caridad. En esos momentos nada me asusta: creo que asistiría a los heridos, que lavaría con mis propias manos sus heridas, que besaría sus llagas...

—El concebir semejante pensamiento es ya una gran cosa.

—Sí, pero, ¿podría soportar durante mucho tiempo esa vida de abnegación? —prosiguió ella con ardor—. He ahí mi gran inquietud. Cierro los ojos y me pregunto: ¿Podría perseverar largo tiempo en esa vocación? Si el enfermo fuese ingrato, exigente y si sus caprichos me hiciesen sufrir, si se lamentase de mí, ¿qué haría yo? La ingratitud podría amortiguar mi amor por la humanidad... Yo quiero trabajar para que se me pague después, ¿comprende? Quiero un salario, quiero que me den amor a cambio del amor que yo dé, y sin esta justa reciprocidad no sé amar.

—Eso mismo me decía un amigo médico que yo tuve. Era un hombre cultísimo y de edad avanzada. Se hubiese hecho crucificar por sus semejantes, y, sin embargo, no podía soportar a nadie a su lado más de veinticuatro horas. Al uno, porque comía demasiado aprisa, y al otro porque se sonaba fuerte la nariz cuando estaba resfriado.

—¿Qué hacer, pues, padre? ¿Habremos de desesperar de todo?

—No, basta con saber sufrir. Haga cuanto pueda en ese sentido... Después de todo, ya hace bastante con conocerse a sí misma. No obstante, si ha hecho usted esa confesión únicamente para que alabe su sinceridad, no alcanzará jamás el amor activo: sus proyectos no pasarán nunca de tales y su vida se desvanecerá como una sombra.

—Me asusta usted, porque es cierto lo que dice: yo no buscaba otra cosa que sus elogios.

—Eso prueba que es usted sincera y que su corazón es bueno. Está usted en el buen camino, trate de no desviarse de él. Lo importante es saber huir de la mentira, especialmente de la mentira que se hace uno a sí mismo. No se espante de sus propias vacilaciones tocantes a su deseo de amar activamente. Siento no poder decirle algo más categórico. El amor activo es completamente distinto del amor especulativo. No le maraville si un día, a pesar de todos sus esfuerzos, le parece que no solo no se ha aproximado al objetivo, sino que se halla más distante que nunca. Ese día, yo se lo afirmo, es cuando estará más cerca del fin que persigue, y entonces reconocerá la fuerza divina que la ha guiado y sostenido... Perdóneme si le abandono ahora: me están esperando... Hasta la vista...

La señora lloraba.

—Bendiga usted a Liza —dijo sollozando.

—No lo merece la picaruela —replicó, riendo, Zossima—. Durante todo este tiempo, no ha hecho otra cosa que muecas y guiños a uno y otro lado. ¿Por qué se ríe tanto de Alekséi?

En efecto, Liza había observado la confusión de Aliosha, cada vez que sus miradas se encontraban. El joven alzaba la vista y volvía a bajarla, avergonzado, al notar que Liza le miraba. Por último, para evitarse aquel martirio, corrió Alekséi a esconderse tras del monje.

Pero pronto, impulsado por una fuerza irresistible, se arriesgó a mirar furtivamente lo que Liza hacía; la jovencita había inclinado el cuerpo hacia fuera de su butaca, y esperaba a que el otro se dejase ver; y apenas lo divisó espiándole, se echó a reír con tantas ganas, que el anciano le dijo:

 

—¡Pícara! ¡Más que pícara! ¿Por qué se divierte a costa del pobre Alekséi?

Liza se sonrojó, brillaron sus ojos, su rostro adquirió una grave expresión, y se puso a hablar viva y nerviosamente.

—¿Por qué se ha olvidado él de todo? —dijo—. Cuando yo era pequeñita me llevaba en sus brazos y jugábamos juntos. Él me enseñaba a leer... Hace dos años, cuando nos separamos, me prometió que no me olvidaría nunca; me dijo que seríamos siempre amigos, y ahora... ahora se avergüenza de mí y se esconde. ¿Teme, acaso, que yo le muerda? ¿Por qué no viene más a mi casa? ¿Es usted quien se lo prohíbe? ¡Y, sin embargo, él tiene derecho a ir adonde se le antoje! ¿Le parece bien que haya yo de verme obligada a invitarle a que vaya a visitarnos? Esperaba que él tuviese un poco más de memoria... Pero, he ahí, el hombre piensa ahora en la salvación de su alma... ¿Y por qué le ha hecho ponerse esa túnica larga? ¡Jesús! ¡Si echase a correr se caería a los dos pasos!...

De improviso, no pudiendo contenerse, ocultó la cara entre sus manos y se puso a reír de nuevo, pero con risa nerviosa.

Zossima la estuvo escuchando sonriente, y por último la bendijo con suma ternura.

La jovencita le tomó la mano para besársela, y luego que lo hizo se llevó aquella mano a sus ojos y comenzó a sollozar.

—No se enfade conmigo —dijo— soy una loca... ¡Aliosha debe tener razón, mucha razón, para no querer ir a casa de una tonta como yo!

—Le diré, que vaya. Pierda cuidado —afirmó el religioso.

Capítulo V

Veinticinco minutos había estado Zossima fuera de su celda.

Eran ya las doce y media, y Dmitri Fiódorovich, por el cual tenía lugar aquella reunión, no había aparecido todavía.

Al entrar, el monje encontró a sus huéspedes discutiendo animadamente acerca de un estudio de Iván sobre la cuestión, entonces palpitante, de los tribunales eclesiásticos, argumento que ya había sido bastante debatido.

Zossima tomó también parte en la controversia, que duró cerca de media hora, y acabaron hablando de la reorganización de la sociedad según los principios del socialismo cristiano.

—Respecto a eso —dijo Miúsov—, permítanme que les refiera una pequeña anécdota. Fue ello en París, algún tiempo después del golpe de Estado del 2 de diciembre. Yo me encontraba en casa de un personaje de gran influencia entonces, al cual había ido yo a visitar. En aquella casa conocí a un hombre singular, jefe de una cuadrilla de espías políticos. Aprovechando el hecho de que yo visitaba la casa de uno de sus superiores, cosa que podía, pensaba yo, hacerme esperar cierta consideración, me puse a interrogarle sobre la calidad de los socialistas revolucionarios. Me respondió con más cortesía que sinceridad, al uso francés; pero concluí por obtener de él una especie de confesión: “A los socialistas anárquicos, ateos y revolucionarios —me contestó— no les tememos mucho. Los vigilamos y estamos siempre al corriente de todo lo que hacen... Pero a los que son a un tiempo cristianos y socialistas, a esos hay que temerlos, porque son terribles”. Aquellas palabras me dieron que pensar, y no sé por qué, hoy acuden a mi memoria...

—¿Quiere eso decir que habla usted por nosotros y que nos toma por socialistas? —dijo casi brutalmente el padre Paissi, uno de los monjes.

Antes que Miúsov pudiese contestar, se abrió la puerta, y entró Dmitri Fiódorovich.

Como nadie le esperaba, su repentina entrada sorprendió a todos.

Dmitri era un joven de estatura media, de aspecto agradable, al cual no se le habrían supuesto más de veinte años.

Era de musculatura fortísima, y parecía tener un gran vigor físico, no obstante su rostro magro y enfermizo, sus mejillas hundidas y su color amarillento. Sus grandes ojos negros tenían una expresión obstinada y vaga al mismo tiempo. Aun cuando se agitaba colérico, los ojos conservaban dicha expresión distinta a la de su fisonomía. Por tanto, hubiera sido muy fácil penetrar su pensamiento en contra de su voluntad.

En cuanto a lo demás, aquel aspecto enfermizo, como asimismo sus ímpetus de cólera en las discusiones con su padre, se explicaban fácilmente con la vida de desorden que de ordinario hacía.

Vestía con mucha elegancia: levita abotonada, guantes negros; en la mano sostenía su sombrero de copa...

Caminaba a grandes pasos, con ademán resuelto.

Al abrir la puerta se detuvo, y luego miró a Zossima como adivinando en él al dueño de la casa, o, a lo menos, al que en ella mandaba.

Le saludó haciendo una gran reverencia, y solicitó su bendición. Luego le besó la mano respetuosamente y, conmovido, casi irritado, dijo:

—Tengan la generosidad de perdonarme. Les he hecho esperar largo tiempo, pero ello es debido a que el criado Smerdiakov, que mi padre me ha enviado, me ha engañado acerca de la hora de la reunión...

—No se preocupe por ello —dijo Zossima—. El que haya llegado un poco retrasado no implica gran mal...

—Gracias. No esperaba menos de su bondad.

Seguidamente, se volvió Dmitri hacia su padre, y le saludó con el mismo respeto.

Por aquel saludo se comprendía que Dmitri quería testimoniar sus buenas intenciones.

Fiódor Pávlovich se desconcertó primeramente un tanto, pero enseguida se repuso de su sorpresa.

Se levantó de su asiento, y contestó al saludo de su hijo con una reverencia igualmente profunda y solemne.

Su rostro adquirió una expresión imponente que, a decir verdad, encerraba más malicia que majestuosidad.

Dmitri hizo después un saludo general y silencioso a las otras personas, se aproximó luego a una ventana, se sentó y se dispuso a escuchar la conversación que había interrumpido.

El padre Paissi se volvió de nuevo hacia Miúsov y lo instó a que respondiese a lo que le había preguntado; pero Piótr Aleksándrovich se excusó de hacerlo en la forma que aquel solicitaba.

—Permítame que abandone este asunto —dijo, con una especie de negligencia de hombre de mundo—. Todo eso es demasiado complicado... Mas veo sonreír a Iván Fiódorovich; sin duda tiene algo interesante que contarnos: denle a él la preferencia, interróguenle.

—¡Oh! Simplemente una pequeña observación —respondió Iván—. En general, el liberalismo europeo, como también nuestro dilettantismo, confunde el propósito de los socialistas y el de los cristianos. Y esa equivocación la sufren también, con frecuencia, los gendarmes. Su anécdota parisiense, Piótr Aleksándrovich, es muy característica.

—Vuelvo a insistir en la conveniencia de cambiar de conversación —repuso Miúsov—. Preferiría contarles otra anécdota más característica todavía, y que concierne al propio Iván Fiódorovich... No hace más de cinco días, en una reunión en que predominaba el sexo femenino, declaró Iván que nada en la Tierra puede impulsar al hombre a amar a su prójimo; que no hay ninguna ley natural que obligue al hombre a amar a la humanidad, y que, si este amor existe, es solamente porque espera una recompensa, base sobre la cual se sostiene la creencia de la inmortalidad del alma. Y todavía añadía Iván Fiódorovich que, si se le quitase al hombre esta creencia, perdería enseguida el amor a sus semejantes y toda fuerza vital: perdería la moralidad; todo sería lógico, incluso la antropofagia... Por último, concluyó afirmando que la ley moral de cada individuo cambiaría repentinamente con la pérdida de aquella creencia, y que la única ley universal que dominaría sería el egoísmo más feroz, ley, aseguró, incontestablemente noble y plausible. Ahora, señores, de esta paradoja deducirán ustedes el resto... es decir, todo lo que podrá contarnos nuestro querido y paradójico Iván Fiódorovich.

—¿Me permiten? —exclamó de repente Dmitri Fiódorovich—. ¿Habré comprendido bien? “La ferocidad no solo se permite, sino que viene a ser la ley natural y lógica de un ateo”... ¿No es eso? En resumen: “A un ateo se le permite todo.” ¿No es cierto?

—Así es —contestó el padre Paissi.

—¡No lo olvidaré!

Dmitri calló como había hablado: bruscamente.

Los demás le miraban con curiosidad.

—¿Es esa verdaderamente su convicción? ¿Cree usted que el ateísmo produzca, necesariamente, ese resultado? —preguntó Zossima a Iván Fiódorovich.

—Sí, lo he afirmado y lo repito: si no hay inmortalidad no hay virtud.

—Es usted feliz si posee tanta fe... o, al contrario, desgraciado.

—¿Desgraciado? ¿Por qué? —preguntó Iván sonriendo.

—Porque es probable que ni usted mismo crea en la inmortalidad del alma, ni en todo eso que ha escrito sobre la cuestión eclesiástica.

—Tal vez tenga usted razón... Y, sin embargo, no lo he dicho en broma —confesó Iván, sonrojándose.

—Ya lo sé. La cuestión no está todavía resuelta para usted y sufre a causa de esa incertidumbre. El hombre desesperado se complace, a menudo, en jugar con su desesperación. Eso es, creo yo, lo que le sucede. De ahí provienen sus artículos en los periódicos, y sus conversaciones en los salones. Pero ni usted mismo cree en sus razonamientos; por eso digo que la cuestión no está para usted completamente resuelta, y que ello constituye su mayor afán, porque esa pregunta quiere hallar una respuesta, una resolución.

—¿Puede ser, pues, resuelta? ¿Y puede serlo de modo... afirmativo? —repuso Iván Fiódorovich, sonriendo siempre con su manera incomprensible.

—Para usted no puede ser resuelta ni afirmativa ni negativamente, usted lo sabe bien. Ese es el carácter particular de su alma, ese es el mal de que usted sufre. Mas dé gracias al Creador que le ha dotado de un alma capaz de soportar semejante sufrimiento. Razonar acerca de la sabiduría y procurar elevarse hasta él, he ahí en lo que se resume nuestra existencia. Dios permita que pueda usted escoger con tiempo el buen camino, y que Él bendiga su modo de verlo.

El anciano levantó la mano y desde su asiento hizo el signo de la cruz sobre Iván Fiódorovich, el cual se aproximó apresuradamente a él, le besó la mano y enseguida volvió a sentarse.

Llevó a cabo aquella acción tan sencilla de un modo tan extraño, con una solemnidad tan singular, que más bien pareció burla que otra cosa.

Los demás concurrentes se quedaron llenos de estupor.

Aliosha parecía estar espantado; Miúsov bajó la cabeza y Fiódor Pávlovich dio un salto sobre la silla.

—Santo padre —exclamó el último, indicando a Iván—, es mi hijo, carne de mi carne, mi preferido... ¡Perdónele sus extravagancias! Él es para mí el respetuoso Carlos Moor, mientras que el otro, el que ha entrado últimamente, es el poco y nada respetuoso Francisco Moor, en Los Bergantes, de Schiller, como yo soy el Pregierender Graf von Moor. Juzgue usted mismo y sálvenos a todos...

—¿A qué viene esa nueva bufonada? ¿Por qué ofende a sus hijos? —murmuró el anciano con voz débil.

—Esa es la comedia que yo presentía viniendo hacia acá —dijo Dmitri Fiódorovich, con indignación, levantándose a su vez—. Perdóneme, reverendo padre; yo he recibido una pobre educación, y ni siquiera sé en qué términos dirigirme a usted. Mi padre no deseaba sino un escándalo... ¿y por qué? Él lo sabrá, quizás... y yo también creo saberlo.

—¡Todos me acusan! —gimió Fiódor Pávlovich—. El mismo Piótr Aleksándrovich Miúsov... ya que usted me ha acusado, Miúsov, porque me ha acusado... —repitió, volviéndose hacia Piótr Aleksándrovich, como si este hubiese protestado de sus palabras, cosa que en verdad, no pensaba hacer—. Me acusan de haber escondido el dinero de mis hijos en mis arcas... Mas permítanme: les rendiré las cuentas para que puedan juzgar. Tus mismos recibos, Dmitri Fiódorovich, darán fe de ello. Se conocerán las sumas que has dilapidado en orgías y placeres. ¿Por qué no dice su opinión Piótr Aleksándrovich? Él conoce bien a mi hijo Dmitri. Todos me culpan a mí y, sin embargo, es Dmitri quien resulta deudor mío, y de una suma considerable, por cierto: algunos miles de rublos... Tengo las pruebas... Toda la ciudad está horrorizada de sus maneras de derrochar... Hasta ha llegado al extremo de comprar por mil o dos mil rublos la virginidad de las doncellas. Todo eso se sabe, Dmitri, hasta en los más insignificantes detalles, y te lo probaré... Santo padre, ¿creerá usted que llegó hasta hacerse amar de una joven noble, de excelente familia, rica, hija de un antiguo superior suyo, un bravo coronel?... La ha pedido en matrimonio y se ha comprometido irreparablemente; y ahora que ella está aquí, huérfana, se atreve, a la vista de esa noble joven, a cortejar a una hetera. Y, sin embargo, esta mujer vive maritalmente con un hombre bastante considerado; es, por decirlo así, una fortaleza inexpugnable como una mujer legítima, porque es virtuosa también, santo padre, sí, es virtuosa. Pero Dmitri pretende abrir la fortaleza con una llave de oro. Por eso quiere dinero constantemente. Ya ha gastado por ella millares de rublos... Toma cantidades a interés; y, ¿sabe usted de quién? ¿Quiere que lo diga? ¿Debo decirlo, Dmitri?

 

—¡No! —gritó Dmitri Fiódorovich—. ¡Espere que me haya yo marchado! ¡No pretenda ultrajar delante de mí a una noble joven! ¡Solo el hecho de poner su nombre en sus labios es una ofensa, una infamia! ¡No se lo permito!

Dmitri estaba sofocado, rojo de ira.

—¡Mitia! ¡Mitia! —decía Fiódor con acento sentimental—. ¿No tienes en cuenta mi paternal bendición? ¿Qué harás si yo te maldigo?

—¡Cínico! ¡Hipócrita! —rugió Dmitri Fiódorovich.

—¡Vean ustedes cómo trata a su padre!... ¡Piensen cómo lo hará con los demás!... ¡Ah! ¿Quieren saber cómo lo hace? Pues lo voy a decir. Existe aquí un pobre desgraciado, un capitán que se ha visto obligado a presentar su dimisión, a pedir su retiro, pero sin escándalo, sin proceso, muy honradamente. Un hombre cargado de familia... Hace tres semanas, nuestro amado Dmitri lo agarró por la barba, lo arrastró hasta la calle, y allí, delante de todo el mundo, lo maltrató bárbaramente... ¿Y saben por qué?... Pues porque ese desventurado había sido enviado para mediar en cierto asunto...

—¡Mentira!

—¿Eh?

—¡Mentira inicua! Eso podrá parecer verosímil, pero, en realidad, es falso —rugió Dmitri—. No voy a pretender justificar mis actos. Sí, confieso públicamente que me he comportado mal con ese capitán. Me arrepiento de lo que hice, y deploro la cólera que me cegó en aquel momento. Pero sepan ustedes, señores, que ese famoso capitán es el encargado de los negocios de mi señor padre, y que fue a casa de esa señora a quien él llama hetera, y le propuso, en su nombre, que se hiciese cargo de los recibos que yo le he firmado y los llevase a los tribunales para que me metiesen en la cárcel, en caso de que yo le importunase mucho pidiéndole el arreglo de nuestras cuentas. Y es usted —añadió, mirando a su padre— quien me reprocha la inclinación que yo siento por esa señora, usted, que es quien le sugirió la idea de atraerme hacia ella... Sí, ella misma me lo ha confesado, burlándose de usted... Más aún: usted la fastidiaba con sus galanteos y protestas de amor, y ahora, por celos, quería usted deshacerse de mí haciendo que me llevaran a la cárcel. Sí, señores, sí, también ella me ha contado eso. ¡Ahí tiene usted, santo varón —prosiguió, volviéndose hacia el starets—, qué clase de hombre es ese que predica la moral de su hijo!... Perdónenme todos la vehemencia, la cólera con que me explico... Vine aquí con la mejor intención, dispuesto a perdonar y a pedir perdón si mi padre me tendía la mano. Pero, lejos de hacer eso, ha ofendido a una noble criatura, a una joven cuyo nombre no me atrevo siquiera a pronunciar delante de él: por eso me veo obligado a desenmascararle públicamente, aunque sea mi padre...

No pudo continuar, sus ojos despedían relámpagos. Respiraba fatigosamente.

Los demás se sentían conmovidos. Todos, excepto Zossima, se habían puesto de pie.

Los monjes miraban gravemente al starets, esperando que hablase.

Zossima estaba palidísimo, y de su boca irradiaba una dulce sonrisa.

De tiempo en tiempo, había levantado las manos durante la controversia, como para apaciguar a los litigantes, y, probablemente, una palabra suya hubiese hecho cesar aquella escena; mas parecía que estuviese esperando alguna cosa, y miraba fijamente, a uno y a otro, como si tratase de convencerse de algo que le permitiese formarse una opinión bien fundamentada.

Miúsov fue quien habló primero.

—En este escándalo —dijo—, todos tenemos una parte de responsabilidad. Mas confieso que al venir hacia aquí no esperaba tal ignominia, a pesar de que sabía con quién iba a habérmelas... ¡Es preciso que termine este estado de cosas! Yo, santo padre, ignoraba los particulares que todos acabamos de oír... o, al menos, no quería creerlos... ¡Un padre celoso de su hijo, a causa de una mujer de malas costumbres, y que se pone de acuerdo con ella para mandar al hijo a la cárcel!... ¡Qué horror! ¡Oh! ¿Debo estar engañado? ¡Sí, debo estar engañado!

—¡Dmitri Fiódorovich! —gritó con voz ronca Fiódor—. ¡Si no fueses mi hijo, te provocaría a un duelo... a pistola, a tres pasos... y teniendo las puntas de un pañuelo!... ¡Sí, con solo un pañuelo de por medio! —repitió, pateando.

Dmitri arrugó el entrecejo y miró con desprecio a su padre.

—Pensaba —dijo, con voz dulce—, soñaba con volver a mi país con el ángel de mis amores, con mi prometida, y soñaba también con que los últimos días de este anciano... Mas no; veo que es imposible, ya que en lugar de un padre venerado me encuentro con un hombre disoluto, inmundo, convertido en vil comediante.

—¡Duelo a muerte! —exclamó de nuevo Fiódor, como si continuase su discurso anterior, y esputando saliva a cada palabra que hablaba—. Y usted, Piótr Aleksándrovich, sepa que en toda su ascendencia difícilmente se encontrará con una mujer tan honesta como esa, a la que ha osado calificar de malas costumbres... Y tú, Dmitri, ¿no has sacrificado tu prometida por esa otra bella criatura? Eso significa que tu novia, ante tus mismos ojos, no vale ni la suela del calzado de la otra.

—¡Qué infamia! —dijo de improviso otro de los monjes, el padre Jossif.

—¿Por qué vive un hombre semejante? —murmuró, como en un sueño, Dmitri Fiódorovich—. Díganme, ¿se puede permitir que siga contaminando la tierra que pisa...?

—¿Han oído ustedes? ¿Han oído ustedes, señores, a este parricida? —repuso Fiódor—. ¡Esa es la infamia, padre Jossif!... ¡Y de qué calibre! La “vil criatura” a que Miúsov se ha referido... Esa a la que él ha calificado de “mujer de malas costumbres”, es, tal vez, más santa que todos los que aquí piensan en la salvación de su alma solamente. Sí, porque... ¿quién sabe? Es el ambiente en que vivía lo que la hizo pecar durante su juventud. Pero esa mujer “ha amado mucho” y sabido es que Jesucristo perdonó a los que mucho amaron...

—No es esa clase de amor el que perdonó Jesucristo —replicó, ingenuamente, el buen padre Jossif.

—Sí, señor monje —repuso Fiódor—, por esa clase de amor fue. Ustedes se creen justos pensando aquí en la salvación de sus almas, comiendo berzas.

—¡Esto es demasiado! —exclamaron todos a un tiempo.

Esta escena violenta tuvo un final inesperado.

Zossima se levantó de improviso, y Aliosha, no obstante el miedo que le dominaba, tuvo la presencia de espíritu de sostenerlo por un brazo.

El monje se dirigió hacia Fiódor Pávlovich, y se arrodilló delante de él.

Aliosha, al principio, creyó que el anciano se había caído a causa de su debilidad, pero no era así.

Cuando estuvo Zossima arrodillado, saludó a Dmitri inclinándose hasta tocar el suelo con la frente.

Aliosha estaba tan sorprendido que ni siquiera pensó en sostener nuevamente al viejo cuando este se levantó.

Una débil sonrisa entreabrió los labios del starets.

—¡Perdónense!... ¡Perdónense todos recíprocamente! —dijo, mirando con dulzura a sus visitantes.

Dmitri Fiódorovich permaneció un instante como petrificado... ¡Cómo!... ¡Saludarle a él!... ¡Inclinarse, humillarse ante él!... ¿Qué significaba aquello?

—¡Dios mío! —exclamó de repente.

Y escondiendo el rostro entre sus manos se precipitó fuera de la estancia.

Todos los visitantes le siguieron, sin cuidarse siquiera de despedirse del viejo Zossima.

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